Juicio Final (60 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juicio Final
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A lo lejos aullaba una sirena, como una gata en celo. Se oía cada vez más alto, más cerca, y de pronto pasó y se desvaneció. No llegaron a ver las luces de lo que fuera aquello.

Wilcox se frotó los ojos.

—¿Qué cree que estarán haciendo? —preguntó.

—No lo sé —respondió Shaeffer—. ¿Por qué no nos largamos de aquí de una maldita vez y lo averiguamos? Este sitio empieza a ponerme nerviosa. Dios mío, mire este lugar. Tengo la sensación de que podría devorarnos. Tragarnos de un bocado. A los dos agentes que me trajeron aquí el otro día tampoco les hizo ninguna gracia, y eso que fue en pleno día. Y uno de ellos era negro.

Wilcox asintió con un gruñido.

Los dos tenían muy claro, aunque no lo hubieran mencionado, que su situación era un tanto precaria: dos policías blancos del Sur, fuera de su jurisdicción y su contexto, en un mundo desconocido y amenazador.

—Ya —dijo Wilcox. Volvió a recorrer la calle con la mirada—. ¿Sabe lo que más me inquieta a mí?

—No. ¿Qué?

—Que todo parezca condenadamente viejo. Viejo y usado. —Señaló la calle—. Se muere —explicó—. Es como si todo aquí estuviera agonizando. —Contempló el decrépito paisaje que los rodeaba—. No sé por qué, pero tengo la impresión de que él tenía todo esto calculado. Creo que va uno o dos pasos por delante de nosotros. Nos tenía tomada la medida desde el principio.

—¿A qué se refiere? —respondió Shaeffer—. ¿Qué medida? ¿Qué tenía calculado?

—Me gustaría tenerlo a mi disposición sólo una vez más. —Wilcox parecía hablar consigo mismo—. Esta vez no permitiría que se saliese con la suya.

—No le entiendo —dijo Shaeffer, inquieta por la frialdad de las palabras de Wilcox.

—Me gustaría vérmelas con él una vez más. Volver a estar los dos solos en una habitación, a ver si sale victorioso esta vez.

—Usted está loco.

—Cierto. Usted lo ha dicho.

Shaeffer se estremeció.

—El teniente Brown dio unas órdenes —le recordó.

—Claro. Y nosotros las hemos obedecido.

—Entonces vámonos de aquí. Averigüemos qué quiere hacer ahora.

Wilcox negó con la cabeza.

—No hasta que vea a ese cabrón. Hasta que él sepa que estoy aquí.

Shaeffer negó con la cabeza.

—Ésa no es la manera —dijo—. No queremos que se largue.

—Usted todavía no lo ha entendido —respondió Wilcox, y apretó los dientes con rabia—. ¿Se le ha escapado uno alguna vez? ¿Cuánto tiempo lleva en homicidios? Desde luego no el suficiente. A usted nadie le ha arruinado la vida como Ferguson a mí.

—Tampoco me lo he buscado.

—Decirlo es fácil.

—De acuerdo, pero aun así sé lo suficiente para no caer dos veces en el mismo error.

Wilcox fue a responder encolerizado, pero se lo pensó mejor. Volvió a acomodarse en su asiento, como si la ira y los recuerdos comenzaran a remitir.

—Vale —dijo—. No jugaremos esta baza antes de ver todas las cartas.

Shaeffer esperaba que pusiera el coche en marcha. Y, en efecto, el policía se dispuso a darle al contacto, pero de pronto se quedó paralizado mirando al frente con los ojos desorbitados.

—Hijo de puta —masculló.

Shaeffer siguió su mirada.

—Ahí está —susurró Wilcox.

Por un instante su visión resultó empañada por la humedad del parabrisas, pero después, como cuando una cámara enfoca el objetivo, ella también divisó a Ferguson. Éste había vacilado unos segundos en el portal, deteniéndose, como hace casi todo el mundo antes de internarse en una noche fría, oscura y húmeda. Vestía vaqueros y una gabardina azul y llevaba una bolsa colgada del hombro. Encorvado bajo la llovizna, bajó rápidamente los escalones del edificio y, sin mirar hacia donde ellos se encontraban, se alejó a paso ligero.

—¡Maldita sea! —exclamó Wilcox. Había dejado caer su mano del contacto—. Voy a seguirle.

Antes de que Shaeffer pudiese protestar, un impulso salvaje se apoderó del detective. Se apeó bruscamente y sus pasos retumbaron en el pavimento como disparos de bala.

Shaeffer, estupefacta, lo vio alejarse y trató de salir del coche, pero el seguro de su puerta estaba echado y el bolso le dificultó el movimiento de las piernas. Cuando logró zafarse, se inclinó para coger la llave y el cinturón de seguridad se le enganchó en la ropa. Cuando al fin consiguió salir, medio resbaló en el pavimento mojado. Tendría que correr para alcanzar a Wilcox, que ya se encontraba a unos veinte metros de distancia y avanzaba deprisa.

Shaeffer echó a correr, con el bolso en una mano y las llaves del coche en la otra. Tardó lo suyo en darle alcance.

—¿Qué demonios está haciendo? —le preguntó, agarrándolo del brazo.

Él se soltó.

—Sólo voy a seguir un rato a ese cabrón. ¡Suélteme! —Y retomó la persecución de Ferguson.

Shaeffer se detuvo para tomar aire y lo observó alejarse. Volvió a ponerse en marcha y apretó el paso hasta llegar a su altura y acompasar el paso al suyo. Distinguió a Ferguson a media manzana de distancia; caminaba deprisa, sin volver la vista atrás, aparentemente ajeno a la presencia de los policías.

Ella agarró a Wilcox del brazo por segunda vez.

—¡Suélteme, joder! —exclamó él, liberando el brazo de un tirón—. Va a lograr que lo pierda.

—Pero no deberíamos…

Wilcox se volvió furibundo hacia ella.

—¡Vuelva al coche o sígame! ¡Pero apártese de mi camino!

—Pero Ferguson…

—¡Me da igual que ese cabrón sepa que le voy detrás! ¡Quítese de en medio de una maldita vez!

—¿Qué demonios pretende? —replicó Shaeffer medio gritando.

Wilcox agitó el brazo desechando la pregunta y, medio corriendo, siguió los pasos de Ferguson.

Shaeffer vaciló, indecisa, viendo la espalda de Wilcox adentrarse en la noche mientras más adelante Ferguson desaparecía tras una esquina. Wilcox aminoró el paso en ese preciso momento.

La detective masculló unos improperios para sus adentros y corrió de vuelta al coche. Dos ancianas indigentes, ambas enfundadas en gruesos abrigos raídos y gorros de punto en la cabeza, se cruzaron de pronto en su camino. Una empujaba un carrito de supermercado farfullando a voz en grito, mientras la otra gesticulaba con grandes aspavientos. Las dos le chillaron a Shaeffer y una intentó agarrarla. Medio chocaron y la anciana cayó al suelo, gimiendo de la rabia y el susto. La detective logró conservar el equilibrio y siguió corriendo hacia el coche. Los gritos de la anciana se agudizaron. Dos hombres salían de un portal y uno de ellos le gritó:

—¡Eh! ¿Qué hace, señorita? Tiene mucha prisa, ¿eh?

Shaeffer no les prestó atención y se lanzó al asiento del conductor. Giró la llave del contacto pero el coche se caló.

Soltando una sarta de improperios, presa del pánico y la confusión, lo intentó de nuevo, pisando y soltando el acelerador y dándole al contacto una y otra vez hasta que el motor se encendió. Entonces metió la primera y pisó el acelerador sin siquiera mirar atrás. Las ruedas patinaron sobre el pavimento mojado y el coche vibró violentamente antes de salir disparado.

Tomó la curva de la esquina sin aminorar y divisó a Wilcox a una manzana, cuando éste pasaba bajo una farola. Pero a Ferguson no se le veía por ninguna parte.

Aceleró más, pero el motor tosía y reaccionaba con exasperante lentitud. Maldijo aquel automóvil de alquiler por su escasa potencia y anheló disponer del coche patrulla que conducía en los cayos. Llegó a la altura de Wilcox justo antes del final de la manzana. Él se desvió hacia una calle de dirección única, en sentido contrario al tráfico. Ella bajó la ventanilla y llamó al detective.

—¡Siga! —Wilcox gesticuló con rapidez—. ¡Ciérrele el paso!

Y continuó tras su presa, ahora casi corriendo. Shaeffer siguió con el coche por la calzada mojada hasta girar en el siguiente cruce. Se saltó el semáforo en rojo, lo que provocó que un par de adolescentes que se disponían a cruzar la insultaran indignados. La calle era estrecha y bordeada de edificios decrépitos. Había un par de coches en doble fila a mitad de la manzana. Hizo sonar el claxon al pasar junto a ellos casi rozándolos.

En la siguiente esquina giró a la derecha, dirigiéndose hacia donde calculaba que estarían Wilcox y Ferguson. Su mente trabajaba a pleno rendimiento, anticipando lo que diría y cómo actuaría. Lo que estaba sucediendo escapaba al control que había podido tener en momentos anteriores. Se concentró en la calle, tratando de avistar a los dos hombres.

No estaban allí.

Aminoró la marcha, miró al frente y los callejones laterales de aquel espacio que se ramificaba en arterias con coágulos de desechos diseminados aquí y allá. Las sombras parecían fundirse con la impenetrable oscuridad. De pronto la calle estaba desierta.

Detuvo el coche en el centro de la calzada, salió y se quedó de pie junto a la puerta, abierta, mirando a un lado y otro en busca de algún rastro de los dos hombres. Al no ver nada, maldijo a gritos y volvió a sentarse al volante.

«Deben de haber girado por otra calle o haber atravesado algún solar vacío. Tal vez Ferguson se metió en algún callejón.»

Avanzó lentamente, escudriñando en todas direcciones. Dobló en la siguiente una esquina, pero ni rastro de ellos.

Dio marcha atrás, reculó hasta la calle desde la que había tomado el desvío y continuó la búsqueda. Recorrió aprisa otra manzana y luego frenó. No tenía ni idea de qué hacer. Plantando cara al miedo, aparcó sobre el bordillo y se apeó. A paso ligero, fue hacia donde debían de haberse dirigido, intentando aplicar la lógica. «Sigue sus pasos y los encontrarás. No pueden estar muy lejos.» Intentaba penetrar en las sombras con la mirada y el oído, en busca de algún indicio. Después aumentó el ritmo y sus zapatos resonaban en la mojada acera, como un redoble de tambores
in crescendo
, hasta que finalmente echó a correr adentrándose en la noche vacía.

Bruce Wilcox se había vuelto a mirar sólo el tiempo necesario para avistar a lo lejos las luces traseras del coche de Shaeffer alejándose por la calle, antes de centrarse nuevamente en no perder de vista a Ferguson.

Apretó el paso, pues no conseguía acortar la distancia que lo separaba de su presa. Ferguson era ágil como un felino; sin echar a correr, avanzaba rápidamente, sorteando los puntos de luz que iluminaban las calles y camuflándose en la oscuridad.

Wilcox tenía la sensación de que sus piernas eran lentas y pesadas, e intentaba forzarlas. Más adelante, vio que Ferguson doblaba otra esquina. Un par de prostitutas desastradas estaban apostadas en la esquina, sirviéndose de la farola como si fuera una candileja de una pasarela.

—¿Hacia dónde ha ido? —les preguntó el detective.

—¿Quién?

—No hemos visto a nadie.

Wilcox las increpó y ellas se rieron, burlándose de él. La calleja por la que había desaparecido Ferguson tenía aspecto tenebroso y sus aceras serpenteaban ligeramente. Vislumbró a Ferguson a unos cuarenta metros de distancia, o mejor dicho, vio una silueta de mayor densidad que el resto de las sombras. Salió corriendo tras ella.

Su mente iba a la misma velocidad que su cuerpo.

No tenía ni idea de qué decirle o hacerle cuando le diese alcance; únicamente lo impulsaba la necesidad de alcanzarlo. Las imágenes colapsaban sus sentidos: el mundo en que se había adentrado parecía confundirse de forma peligrosa con sus recuerdos. La voz medio aletargada de un indigente tendido ante un portal le recordó a la de Tanny Brown. El perro que comenzó a ladrar, tensando la cadena que lo amarraba, le recordó la búsqueda del cuerpo de Joanie Shriver. Los asquerosos cubos de basura que reflejaban la tenue luz de las farolas le evocaron la sensación nauseabunda y repelente que sintió entre sus manos al sacar de la letrina aquella prueba inútil. Este último recuerdo le sirvió de acicate para retomar la persecución.

Miró al frente y vio que Ferguson había llegado al final de la calleja. Pareció detenerse y volver la cabeza. Por una fracción de segundo sus miradas se cruzaron a través de la noche.

Wilcox no pudo contenerse:

—¡Alto! ¡Policía! —gritó.

Ferguson no vaciló: echó a correr y huyó.

Wilcox hundió de nuevo la barbilla y reanudó la marcha. Todas las órdenes de vigilar y seguirle la pista a Ferguson se resumían en aquella obstinada persecución. Wilcox cogió aire y sintió los pies más ligeros sobre el pavimento mojado y en aquel momento rompió a correr al máximo.

El cambio de ritmo lo acercó un poco más a Ferguson, pero éste imprimió mayor velocidad a su carrera. Parecían igualados, sus pisadas resonaban al unísono contra el pavimento, y la distancia entre ellos se mantenía invariable.

El entorno se volvió borroso y difuso para Wilcox. Los efectos de la carrera empezaban a pasarle factura. Cada vez le llegaba menos aire y el corazón le latía desbocado.

Habían recorrido otra manzana. Vio que Ferguson doblaba en la siguiente esquina, aparentemente intacto pese al esfuerzo. Wilcox lo siguió, pero resbaló al girar demasiado deprisa y sus piernas flaquearon. Sintió un súbito mareo, un repentino vértigo, y perdió el equilibrio. La acera se le acercó muy deprisa, como una ola de mar, propinándole un duro golpe. Un estallido de aire salió de sus pulmones y una sacudida de dolor teñida de rojo se extendió ante sus ojos. Notó arenilla en la boca. Se arrastró aturdido hasta una farola para apoyarse y descansar un instante. Su instinto luchó contra el miedo y el dolor y se dispuso a seguir adelante; se levantó y luchó por recuperar el equilibrio. Le asaltó de pronto el recuerdo de un campeonato de lucha libre de secundaria en el que había salido volando por los aires y, al caer sobre el cuadrilátero, su mente ya sabía qué movimiento hacer para esquivar a su rival cuando éste tratara de rodearlo con los brazos. Parpadeó y se encontró corriendo de nuevo, tratando de entender dónde estaba y qué estaba haciendo, pero la caída le había bloqueado el entendimiento y tan sólo lo impulsaban una ira desenfrenada y un deseo impaciente.

De repente vio a Ferguson cruzar la calle en dirección a un oscuro descampado. Los faros de un coche que se acercaba lo alumbraron un instante. Se oyó un brusco frenazo y un claxon estridente.

Wilcox pensó que se trataba de la detective Shaeffer y se animó:

—¡Eso es! ¡Ciérrale el paso a ese cabrón!

Pero no era ella. Un súbito arranque de rabia se apoderó de él: ¿dónde coño se había metido? Pasó por delante del coche, cuyo conductor lanzaba improperios contra las dos figuras espectrales que se habían desvanecido tan rápido como se habían cruzado en su camino.

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