Volvió a aquella carta que nunca enviaría y escribió: «He conocido a un hombre rebosante de malas vibraciones.»
Analizó todo lo que Ferguson le había mostrado: ira, burla, arrogancia. «Y miedo —pensó—, aunque sólo hasta que supo el motivo de mi presencia. Entonces el miedo desapareció. ¿Por qué? Porque no tenía nada que temer. Y ¿por qué? Porque yo estaba allí por la razón equivocada. —Dejó el bolígrafo junto al papel y se incorporó—. Así pues, ¿cuál es la razón correcta?», se preguntó.
Se dirigió a la ancha cama. Se sentó y colocó las rodillas bajo la barbilla, rodeando las piernas con los brazos. Se balanceó con equilibrio inestable, tratando de determinar qué línea de actuación debía seguir. Finalmente ordenó sus pensamientos, estiró el cuerpo y alcanzó el teléfono.
Necesitó varias llamadas para localizar a Michael Weiss, hasta que al fin la pasaron con él en la oficina del comisario.
—¿Andy? ¿Eres tú? ¿Dónde te habías metido?
—Mike. Estoy en Newark, Nueva Jersey.
—¿Nueva Jersey? ¿Qué haces en Nueva Jersey? Se suponía que tenías que seguir la pista de Cowart en Miami. ¿Está en Nueva Jersey?
—No, pero…
—Entonces, ¿dónde demonios está?
—En el norte de Florida. En Pachoula, pero…
—¿Y por qué no estás tú allí?
—Mike, deja que te lo explique.
—Más vale que lo hagas. Y otra cosa. Se suponía que ibas a estar en contacto permanente. Soy yo quien está a cargo de esta investigación, ¿recuerdas?
—Mike, dame un segundo, ¿vale? Vine aquí a ver a Robert Earl Ferguson.
—¿El cabroncete al que Cowart sacó del corredor?
—Exacto. El que estaba en la celda contigua a la de Sullivan.
—Hasta el momento en que intentó estrangularlo a través de los barrotes.
—Sí, ése.
—¿Y bien?
—Fue… —Vaciló—. Bueno, extraño.
Hubo una pausa antes de que el policía veterano preguntara:
—¿Extraño en qué sentido?
—Todavía estoy intentando identificarlo.
Weiss suspiró.
—¿Y qué tiene que ver con nuestro caso?
—Bueno, le he estado dando vueltas, Mike. Mira, Sullivan y Cowart eran como dos lados de un triángulo. Ferguson era el tercero, el vínculo que los unía. Sin Ferguson, Cowart nunca habría llegado hasta Sullivan. Así que decidí hacer algunas averiguaciones sobre él. Comprobar si tenía una coartada en el momento de los asesinatos. Comprobar si sabía algo. Y echar un vistazo al tipo, ya sabes.
Weiss vaciló antes de decir:
—Vale, de acuerdo. No sé qué nos aporta, pero al menos no es un disparate. Crees que existe algún vínculo entre los tres, vale. ¿Algo que quizá contribuyó a los asesinatos?
—Puede.
—Bueno, y si lo hubiera, ¿por qué crees que el capullo de Cowart no lo habría incluido en sus artículos?
—No lo sé. ¿Tal vez por miedo a que eso lo hiciera quedar mal?
—¿Quedar mal? Vamos, Andy, pero si es un puta. Todos los periodistas son unos putas. Para ellos lo pasado, pasado está; sólo les preocupa el hoy. Si hubiera tenido algo lo habría sacado en el periódico sin pensárselo. Ya veo el titular: «Se descubre conexión en el corredor de la muerte.» No sé si tendrían letras suficientemente grandes para un titular así. Se pondrían como locos. Probablemente ganaría otro maldito premio.
—Ya.
—Claro que sí —gruñó Weiss—. Bien, ¿tienes algo, aparte de corazonadas, que sitúe a ese Ferguson en Tarpon Drive?
—No.
—¿Nadie que lo haya visto en Islamorada? ¿Alguna de las personas que interrogaste en Tarpon Drive mencionó a un negro?
—No.
—¿Y algún recibo de hotel o billete de avión? ¿Y muestras de sangre o huellas o un arma del crimen?
—No.
—¿Así que te trasladaste hasta allí sólo porque de alguna manera él estaba relacionado con los dos sujetos de aquí?
—Eso es. Fue una corazonada, como has dicho.
—Venga ya, Andy. El jodido Perry Mason tiene corazonadas, pero sólo en la tele. No me vengas con eso. Limítate a contarme qué averiguaste de ese tipejo.
—Negó todo conocimiento directo del crimen. Pero tenía algunas opiniones interesantes sobre cómo funcionan las cosas en el corredor de la muerte. Dijo que la mayoría de los guardias están a un paso de ser asesinos. Sugirió que nos centráramos en ellos.
—Eso concuerda. Además de ser lo que estoy haciendo en estos momentos, y lo que deberías estar haciendo tú también. El tipo tenía una coartada, ¿no?
—Dijo que estaba en clase. Estudia criminología.
—¿En serio? Eso sí que es interesante.
—Sí. Tiene una estantería llena de libros sobre ciencia forense e investigación criminal. Dijo que los utiliza para las clases.
—Está bien. ¿Por qué no lo compruebas y luego, cuando se demuestre que es verdad, regresas aquí?
—Sí, claro. De acuerdo.
Hubo un breve silencio antes de que Weiss dijera:
—Andy, detecto en tu voz cierto tono de duda.
—Pues… ¿Has tenido alguna vez la sensación de que has dado con el tipo correcto, pero por un motivo equivocado? Quiero decir que ese tipo me hizo sudar de verdad. Había algo en él, estoy segura. No es trigo limpio. Pero por qué, aún no lo sé. Estaba aterrada.
—¿Otra corazonada?
—Una sensación. Joder, Mike, no estoy loca.
Weiss suspiró.
—¿Cómo de aterrada?
—Se me puso el corazón a mil por hora.
Notó que el detective se pensaba bien la respuesta.
—Sabes qué se supone que debería decirte, ¿verdad?
Asintió con la cabeza mientras respondía:
—Que me dé una ducha de agua fría, o caliente, como sea, y lo olvide todo. Que deje que el tipejo siga haciendo lo que sea que esté haciendo, hasta que cometa un error y esos polis lo trinquen. Y que vuelva de una maldita vez al Estado del Sol.
Él soltó una risita.
—Joder —dijo—. Si ya hablas igual que yo.
—¿Entonces?
—Está bien —cedió él a regañadientes—. Tómate la ducha que consideres oportuna. Luego quédate investigando por ahí durante un día o así. De momento puedo continuar solo. Pero cuando el asunto no dé más de sí y no tengas nada, quiero que escribas un informe con todas tus conjeturas y corazonadas y todo lo que estimes oportuno, y se lo enviaremos a un tipo que conozco en la policía estatal de Nueva Jersey. No se lo tomará en serio, pero tú al menos no creerás que estás loca. Y te guardarás las espaldas.
—Gracias, Mike —respondió, extrañamente aliviada y asustada a la vez.
—Por cierto —dijo él—, ni siquiera me has preguntado qué he descubierto yo por aquí.
—¿Qué has…?
—Sullivan dejó tres cajas llenas de objetos personales. En su mayoría libros, una radio, un pequeño televisor, una Biblia, ese tipo de chorradas, pero había varios documentos intrigantes. Uno de ellos era su recurso, lo tenía todo planeado, listo para presentarlo ante el tribunal en representación propia. Con sólo habérselo entregado a un funcionario habría obtenido un aplazamiento automático de la ejecución. ¿Y sabes una cosa? Ese cabrón elaboró un argumento bastante convincente sobre las alegaciones prejuiciosas del fiscal que lo trincó. Podría haber alargado la cosa años.
—Pero nunca llegó a presentarlo.
—No. Y eso no es todo. Hay una carta de un productor llamado Maynard, de Lala Land. El mismo tipo que le compró a tu amigo Ferguson los derechos de la historia de su vida después de que Cowart lo convirtiera en una estrella. Le hizo la misma oferta a Sullivan. Cien mil pavos. Bueno, no exactamente cien. Noventa y nueve mil. Por los derechos exclusivos de la historia de su vida.
—Pero la vida de Sullivan estaba en los archivos públicos, ¿por qué iba a pagar…?
—Hablé con él hace un rato. El muy listo dice que es el procedimiento habitual antes de rodar una película. Resolver el asunto de los derechos. Además, dice que Sullivan le prometió que iba a presentar el recurso. Así que el tipo se vio obligado a pagarle los derechos para evitar que Sullivan se hiciera de rogar durante el tiempo que durara el recurso. Se quedó de piedra al ver que Sullivan iba a la silla.
—Sigue.
—Bueno, el caso es que hay noventa y nueve mil dólares circulando por ahí y creo que si descubrimos dónde ha ido a parar el dinero, descubriremos cómo pagó Sullivan esos dos asesinatos.
—Pero está la ley de los derechos de las víctimas. Sullivan no podía percibir ese dinero. En teoría debía ser para las víctimas de sus crímenes.
—Tú lo has dicho: en teoría. El productor depositó el dinero en una cuenta de un banco de Miami siguiendo las instrucciones que Sullivan le dio. Luego el productor remitió una carta a la Comisión de Derechos de las Víctimas de Tallahassee para informarles del pago, tal como exige la ley. Por supuesto, la administración tarda meses y meses en enterarse. Y mientras tanto…
—Ya entiendo.
—Eso es: el dinero desaparece como por ensalmo. Ya no está en la cuenta. Los de los derechos de las víctimas no lo tienen y Sullivan seguro que no lo necesita, dondequiera que esté.
—Así que…
—Así que, siguiendo los movimientos de esa cuenta, podríamos descubrir al individuo que la vació. Tendríamos a un buen sospechoso de un par de homicidios.
—Cien mil dólares.
—Noventa y nueve mil. Una cifra muy significativa. Así se evita el conflicto con la ley federal, que exige documentación para las transacciones monetarias de más de cien mil…
—Pero noventa y nueve mil no es nada del otro mundo…
—¡Bah!, allí matarían por un paquete de tabaco. Así que imagínate de lo que alguien sería capaz por casi esa suma. Además, algunos de esos guardias de prisión no ganan más de trescientos a la semana. Probablemente casi cien mil les parecerá una fortuna.
—¿Y para abrir esa cuenta?
—¿En Miami? Basta con un carné de conducir falsificado y un número de la Seguridad Social falso. Precisamente en Miami no puede decirse que dediquen mucho tiempo a controlar los movimientos bancarios. Están tan ocupados blanqueando millones para los narcotraficantes que seguramente ni siquiera se percataron de esta pequeña transacción. Joder, Andy, si es que puedes cerrar tu cuenta desde un cajero automático, sin siquiera tener que hablar con alguien de carne y hueso.
—¿Sabe el productor quién la abrió?
—¿Ese idiota? ¡Qué va! Sullivan se limitó a darle el número y las instrucciones. Sólo sabe que Sullivan se la jugó bien jugada al contarle a Cowart la historia de su vida, porque ha salido tal cual en el periódico y ese tipo pensaba que la exclusiva era suya. Luego se la volvió a jugar al sentarse mansamente en la silla eléctrica. No se le ve muy contento que digamos.
Shaeffer se sintió atrapada entre dos torbellinos. Weiss hablaba deprisa.
—Otro pequeño detalle. Muy misterioso.
—¿Cuál?
—Sullivan dejó un testamento hológrafo.
—¿Un testamento?
—Como lo oyes. Un documento bastante interesante. Lo escribió sobre unas páginas de la Biblia. Concretamente, sobre el salmo veintitrés. Ya sabes, el Valle de la Muerte y eso de no temer mal alguno… Escribió encima del texto con un rotulador negro y luego marcó la página. Después metió una nota en la parte superior de la caja que decía: «Por favor, leer el pasaje marcado…»
—¿Y qué pone?
—Que le deja todas sus cosas a un guardia de la prisión. Un tal sargento Rogers. ¿Te acuerdas de él? Es el tipo que no nos dejó entrar a ver a Sully antes de la ejecución, el que recibía a Cowart en la prisión.
—¿Es él…?
—Esto es lo que escribió Sullivan: «Dejo mis bienes terrenales al sargento Rogers, quien —escucha esto— me prestó ayuda y consuelo en un trance tan difícil y a quien nunca podré compensar lo suficiente. Aunque he intentado…» —Weiss se detuvo—. ¿Qué te parece esto?
Shaeffer asintió con la cabeza y dijo:
—Es una interesante combinación de hechos.
—Sí, pues adivina qué…
—Dime.
—El bueno del sargento tuvo un par de jornadas libres tres días antes de que Cowart hallara los cuerpos. Y aún más.
—¿Qué?
—Tiene un hermano que vive en cayo Largo.
—Caramba, no está mal…
—Mejor aún: un hermano con antecedentes. Dos condenas por allanamiento de morada. Cumplió once meses en la cárcel del condado por un cargo de agresión, alguna camorra de bar, y fue arrestado en una ocasión por tenencia ilegal de un arma, en concreto una Magnum 357, aunque retiraron los cargos. Pero la cosa no acaba ahí. ¿Te acuerdas de tu análisis de la escena del crimen? El hermano es zurdo y a los dos ancianos les cortaron el cuello de derecha a izquierda. Interesante, ¿verdad?
—¿Has hablado con él?
—Aún no. Pensaba esperar a que llegaras.
—Gracias —dijo ella—. Te lo agradezco. Pero, una pregunta…
—Dime.
—¿Cómo es que el guardia no se deshizo de las cosas de Sullivan después de la ejecución? Es decir, supongo que él sabía que si Sullivan lo traicionaba dejaría el mensaje allí.
—Yo también lo he pensado. Resulta absurdo que dejara las cajas por ahí. Pero a lo mejor no tiene muchas luces. O quizá no supo ver de qué pasta estaba hecho Sully. O puede que simplemente haya sido un desliz. Desde luego, todo un desliz.
—De acuerdo —dijo ella—. Voy para allá.
—Es un sospechoso muy bueno, Andy. Muy bueno. Me gustaría poder situarlo en los cayos. O comprobar sus llamadas para ver si ha pasado mucho tiempo hablando con su hermano. Luego quizá podamos acudir al fiscal del estado con lo que tengamos. —Hizo una pausa antes de añadir—: Sólo hay una cosa que no me encaja…
—¿De qué se trata?
—Pues que Sully dejó una flecha enorme apuntando a ese sargento. Y no me fío de Sullivan ni siquiera muerto. Ya sabes que la mejor forma de boicotear la investigación de un asesinato es crear un sospechoso falso. Aunque podamos descartar a otros sospechosos, es lo de siempre, cualquier abogado defensor los sacará a relucir en el juicio para marear al jurado. Y eso Sullivan lo sabía.
Ella volvió a asentir. Weiss añadió:
—Pero bueno, de momento no son más que conjeturas mías. Mira, Andy, vamos a por ese tipo; recibiremos felicitaciones y un aumento de sueldo. Le daremos un buen impulso a tu carrera. Confía en mí. Vuelve aquí y llévate tu parte del pastel. Yo seguiré con las entrevistas hasta que llegues, y entonces volveremos a los cayos.
—Está bien —respondió ella con una leve vacilación.
—Todavía percibo algún pero en tu voz.