Authors: Marqués de Sade
El oficial me leyó las denuncias de la Bertrand. Era ella quien me había acusado; yo había incendiado la posada para robarla con mayor comodidad; había arroja do su hija al fuego, para que la desesperación en que este suceso iba a sumirla, cegándola sobre el resto, no le permitiera ver mis maniobras: yo era además, había añadido la Bertrand, una mujer de mala vida, escapada de la horca en Grenoble, y de la que ella se había neciamente encargado por un exceso de complacencia hacia un joven de su pueblo, mi amante sin duda. Públicamente y en pleno día había acosado a unos frailes en Lyon: en una palabra, no había nada que esa indigna criatura no hubiera aprovechado para perderme, nada que la calumnia agriada por la desesperación no hubiera inventado para envilecerme. A petición de aquella mujer, habían realizado un examen jurídico en el lugar de los hechos. El fuego había comenzado en un henil donde varias personas habían declarado que yo había entrado la noche de aquel día funesto, y eso era cierto. Buscando un excusado mal señalado por la sirvienta a la que me dirigí, había entrado en aquel desván, sin encontrar el lugar deseado, y había permanecido allí el tiempo suficiente para hacer sospechar aquello de lo que me acusaban, o para ofrecer por lo menos probabilidades; y, como sabemos, esto son pruebas en este siglo. Así que por más que me defendiera, el oficial sólo me respondió estrechando los grilletes.
–Pero, señor –dije antes aún de dejarme encadenar–, si hubiera robado a mi compañera de viaje en Villefranche, el dinero debería estar en mi poder: que se me registre.
Esta ingenua defensa sólo provocó risas; me aseguraron que yo no estaba sola, que era seguro que tenía unos cómplices a los que había entregado las cantidades robadas, al escapar. Entonces la malvada Dubois, que conocía la marca que yo había tenido la desdicha de recibir tiempo atrás en casa de Rodin, fingió por un instante la conmiseración.
–Señor –le dijo al oficial–, se cometen cada día tantos errores sobre todas esas cosas que me perdonaréis la idea que se me ocurre: si esta joven es culpable del acto de que la acusan, a buen seguro no es su primer delito; no se llega en un día a fechorías de esta naturaleza. Examine a esta joven, señor, se lo ruego... si por casualidad encontrara sobre su desdichado cuerpo... pero si nada la acusa, permitidme que la defienda y la proteja.
El oficial aceptó la comprobación... estaba a punto de realizarse...
–Un momento, señor –dije, oponiéndome a ello–; esta investigación es inútil. La señora sabe perfectamente que yo llevo esta espantosa marca; sabe perfectamente también qué infortunio la ocasionó: este subterfugio por su parte es un acrecentamiento de horrores que se desvelarán, así como todo el resto, en el mismo templo de Temis. Conducidme allí, señores: aquí tenéis mis manos, cubridlas de cadenas; sólo el crimen se sonroja de llevarlas, a la virtud desgraciadamente la hacen gemir, y no la horrorizan.
–En verdad, no habría creído –dijo la Dubois– que mi idea tuviera tanto éxito; pero como esta criatura agradece mis bondades hacia su persona con insidiosas acusaciones, me ofrezco a regresar con ella, si es preciso. –Esta iniciativa es totalmente inútil, señora baronesa –dijo el oficial–, nuestras pesquisas sólo tienen a esta joven por objeto: sus confesiones, la marca que la mancilla, todo la condena. Sólo la necesitamos a ella, y os pedimos mil excusas por haberos molestado tanto tiempo. Fui inmediatamente encadenada, arrojada a la grupa trasera de uno de esos jinetes, y la Dubois se fue acabando de insultarme con el don de unos cuantos escudos dejados por conmiseración a mis guardianes para ayudar a mi situación en la triste morada que iba a habitar en espera de mi instalación.
¡Oh, virtud!» exclamé, cuando me vi en esa espantosa humillación, «¡podías recibir un insulto más sensible! ¡Era posible que el crimen osara afrontarte y vencerte con tanta insolencia e impunidad!»
Pronto llegamos a Lyon; me precipitaron desde mi llegada en el calabozo de los criminales, y allí fui inscrita como incendiaria, mujer de mala vida, infanticida y ladrona.
En la posada había habido siete personas abrasadas; yo misma había pensado estarlo; había querido salvar una niña; iba a perecer: pero aquella que era la causa de este horror escapaba a la vigilancia de las leyes, a la justicia del cielo; triunfaba, se preparaba para nuevos crímenes, mientras que, inocente y desdichada, yo no tenía más perspectiva que el deshonor, la mancilla y la muerte.
Acostumbrada desde hacía tanto tiempo a la calumnia, a la injusticia y al infortunio, habituada desde mi infancia a no entregarme a un sentimiento virtuoso si no era asegurada de encontrar en él espinas, mi dolor fue más estúpido que desgarrador, y lloré menos de lo que habría creído. Sin embargo, como es natural para la criatura que sufre buscar todos los medios posibles de salir del abismo en que le ha sumido su infortunio, pensé en el padre Antonin; por muy mediocre ayuda que esperara de él, no me negué al deseo de verlo: pregunté por él, apareció. No le habían dicho qué persona le deseaba; simuló no reconocerme; entonces le dije al guardián que era efectivamente posible que no se acordara de mí, ya que sólo había dirigido mi conciencia siendo yo muy joven, pero que por esta razón pedía una conversación secreta con él. Ambos consintieron. Así que me quedé a solas con aquel religioso, me arrojé a sus rodillas, las regué con mis lágrimas, suplicándole que me salvara de la cruel situación en que estaba; le demostré mi inocencia; no le oculté que las frases inconvenientes que me había dirigido unos días antes habían indispuesto contra mí a la persona a la que había sido recomendada, y que ahora resultaba ser mi acusadora. El fraile me escuchó muy atentamente.
–Thérèse –me dijo a continuación–, no te enfades como de costumbre, cuando transgreden tus malditos prejuicios. Ya ves adónde te han llevado, y ahora puedes convencerte fácilmente de que es cien veces mejor ser tunanta y feliz que buena e infortunada. Tu caso tiene muy mal cariz, querida hija, es inútil ocultártelo: esta Dubois de la que me hablas, que tiene el mayor de los intereses en tu pérdida, colaborará seguramente en ella bajo mano; la Bertrand continuará; todas las apariencias te acusan, y en nuestros días bastan las apariencias para ser condenado a la muerte. Así que eres una mujer perdida, eso está claro. Un único medio puede salvarte; yo tengo buenas relaciones con el intendente, y tiene mucha influencia sobre los jueces de esta ciudad; le diré que eres mi sobrina, y te reclamaré a este título: anulará todo el proceso; pediré que te devuelvan a mi familia; te haré secuestrar, pero será para encerrarte en nuestro convento del que no saldrás en toda tu vida... y allí, no te lo oculto, Thérèse, esclava sumisa de mis caprichos, los satisfarás todos sin mayor reflexión; te entregarás también a los de mis compañeros: en una palabra, serás mía como la más sumisa de las víctimas... Ya me oyes: la tarea es ruda; ya sabes cuáles son las pasiones de los libertinos de nuestra clase: decídete pues, y no demores tu respuesta.
–Váyase, padre –contesté horrorizada–, váyase, sois un monstruo al atreveros a abusar tan cruelmente de mi situación para colocarme entre la muerte y la infamia. Sabré morir si es preciso, pero será por lo menos sin remordimientos.
–¡Como quieras! –me dijo aquel hombre cruel retirándose–; jamás he sabido forzar a la gente a ser feliz... La virtud te ha funcionado tan bien hasta ahora, Thérèse, que tienes razón en incensar sus altares... Adiós: procura sobre todo no llamarme otra vez.
Salía; pero un impulso superior a mis fuerzas me empuja a sus rodillas.
–Tigre –exclamé llorando–, abre tu corazón de roca a mis espantosos males, y no me impongas para acabar con ellos unas condiciones más espantosas para mí que la muerte...
La violencia de mis gestos había hecho desaparecer los velos que cubrían mi seno; estaba desnudo, mis cabellos flotaban en desorden sobre él, inundado por mis lágrimas. Inspiro, de este modo, deseos a aquel hombre deshonesto... deseos que quiere satisfacer al instante. Se atreve a mostrarme hasta qué punto mi estado los excita; se atreve a concebir esos placeres en medio de las cadenas que me rodean, debajo de la espada que me espera para herirme... Yo estaba arrodillada... me derriba, se precipita conmigo sobre la miserable paja que me sirve de lecho. Quiero gritar, hunde con rabia un pañuelo en mi boca; ata mis brazos: dueño de mí, el infame me examina por todas partes... todo se convierte en la presa de sus miradas, de sus manoseos y de sus pérfidas caricias; satisface finalmente sus deseos.
–Escucha –me dice soltándome y recomponiéndose–, tú no quieres que yo te sea útil, ¡allá tú!, te dejo. Ni te ayudaré ni perjudicaré, pero si se te ocurre decir una sola palabra de lo que acaba de ocurrir, acusándote de los crímenes más enormes te quito al instante cualquier medio de poder defenderte: piénsalo bien antes de hablar. Me creen dueño de tu confesión... ya me entiendes: se nos permite revelarlo todo cuando se trata de un criminal. Entiende bien la intención de lo que voy a decir al guardián, o acabo de aplastarte en un instante.
Llama, aparece el carcelero:
–Señor –le dijo aquel traidor–, esta buena mujer se confunde, ha querido hablar de un padre Antonin que está en Burdeos. Yo no la conozco de nada ni la he visto nunca: me ha rogado que oyera su confesión, lo he hecho, me despido de los dos, y estaré siempre dispuesto a volver si se considera importante mi ministerio.
Antonin sale después de decir esas palabras, y me deja tan confundida por su astucia como indignada por su insolencia y su libertinaje.
Sea como fuere, mi estado era demasiado horrible como para no hacer uso de todo; volví a acordarme del señor de Saint–Florent. Me resultaba imposible creer que ese hombre pudiera malquererme por el comportamiento que yo había tenido con él; en otro tiempo le había prestado un servicio bastante importante, me había tratado de una manera harto cruel como para imaginar que no se negaría a reparar sus errores conmigo en una circunstancia tan esencial ni a reconocer por lo menos, en la medida de sus posibilidades, lo de honesto que yo había hecho por él. El fuego de las pasiones podía haberle cegado en las dos épocas en que yo le había conocido, pero en este caso ningún sentimiento, en mi opinión, debía impedirle ayudarme... ¿Me renovaría sus últimas proposiciones? ¡Pondría las ayudas que yo iba a exigir de él al precio de los espantosos servicios que me había explicado? ¡Pues bien!, aceptaría, y una vez libre, ya encontraría la manera de escapar al tipo de vida abominable al que habría tenido la bajeza de comprometerme. Imbuida por estas reflexiones, le escribo, le relato mis desdichas, le suplico que venga a verme. Pero yo no había pensado suficientemente sobre el alma de este hombre, cuando había sospechado que la beneficencia era capaz de penetrar en ella; no me había acordado suficientemente de sus máximas horribles, o, llevándome siempre mi desdichada debilidad a juzgar a los demás a partir de mi corazón, había supuesto intempestivamente que ese hombre debía comportarse conmigo como sin duda yo lo habría hecho con él.
Llega; y como yo había pedido verle a solas, le dejan en libertad en mi habitación. Me había sido fácil ver, por las señales de respeto que se le habían prodigado, cuál era su preponderancia en Lyon.
–¡Cómo! ¡Eres tú? –me dijo arrojando sobre mí una mirada llena de desprecio–, la letra me había confundido; la creía de una mujer más honesta que tú, y a la que habría ayudado con todo mi corazón. Pero ¡.qué quieres que haga por una imbécil de tu clase? Conque eres culpable de cien crímenes a cuál más espantoso, y cuando se te propone un medio de ganarte honestamente la vida, ¿lo rechazas testarudamente? Jamás nadie llevó la estupidez tan lejos.
–¡Oh, señor! –exclamé–, yo no soy culpable.
–¡Qué hace falta, pues, para serlo? –replicó agriamente aquel hombre duro–. La primera vez en mi vida que te veo es en medio de una banda de ladrones que quieren asesinarme; ahora, en las prisiones de esta ciudad, acusada de tres o cuatro nuevos crímenes, y, según se dice, llevando sobre tus hombros la marca garantizada de los antiguos. Si a eso le llamas ser honrada, cuéntame lo que hace falta para no serlo.
–¡Santo cielo, señor! –contesté–. ¡Cómo podéis reprocharme la época de mi vida en que os conocí? ¿No me tocaría más bien a mí haceros sonrojar? Bien sabéis, señor, que yo estaba a la fuerza con los bandidos que os asaltaron; querían arrebataros la vida, yo os la salvé, facilitando vuestra evasión y escapándonos los dos. ¿Qué hicisteis vos, hombre cruel, para agradecerme este favor? ¿Es posible que podáis recordarlo sin horror? Quisisteis asesinarme; me aturdisteis con golpes espantosos y, aprovechando el estado en que me habíais dejado, me arrancasteis lo que yo tenía de más querido; con un refinamiento inigualable en crueldad, me robasteis el poco dinero que poseía, ¡como si hubierais deseado que la humillación y la miseria acabaran de aplastar a vuestra víctima! Lo conseguisteis, bárbaro; sin duda vuestros éxitos son totales; vos me habéis sumido en la desgracia, vos habéis entreabierto el abismo donde no he cesado de caer desde aquel desdichado instante. De todos modos, lo olvido todo, señor, sí, todo se borra en mi memoria, os pido incluso perdón por atreverme a reprochároslo, pero ¿podríais ocultaros que me debéis algunas compensaciones, alguna gratitud por vuestra parte? ¡Ah! Dignaos no cerrar a ella vuestro corazón cuando el velo de la muerte se extiende sobre mis tristes días; no es a ella a quien temo, sino a la ignominia; salvadme del horror de morir como una criminal: todo lo que exijo de vos se limita a esta única gracia, no me la neguéis, y el cielo y mi corazón os recompensarán por ello algún día.
Estaba inundada en lágrimas, arrodillada ante aquel hombre feroz, y lejos de leer en su rostro el efecto que yo debía esperar de las conmociones con que contaba sacudir su alma, sólo distinguía en él una alteración de músculos causada por este tipo de lujuria cuyo germen es la crueldad. Saint–Florent estaba sentado delante de mí; sus ojos negros y malvados me miraban de una manera espantosa, y veía que su mano realizaba unos toqueteos que demostraban que el estado en que yo le ponía estaba muy lejos de ser el de la piedad. De todos modos, disimuló y, levantándose, me dijo:
–Escucha, todo tu proceso está aquí en manos del señor de Cardoville; no necesito decirte el puesto que ocupa; te basta con saber que sólo de él depende tu suerte. Es íntimo amigo mío desde la infancia, voy a hablarle; si accede a determinados acuerdos, vendrán a buscarte al caer la noche, a fin de que te vea en su casa o en la mía. En el secreto de un interrogatorio semejante, le será mucho más fácil volverlo todo en tu favor de lo que podría hacer aquí. Si se consigue esta gracia, justifícate cuando le veas, demuéstrale tu inocencia de una manera que le persuada; es todo lo que puedo hacer por ti. Adiós, mantente preparada para cualquier acontecimiento, y sobre todo no me hagas dar pasos en falso.