Authors: Marqués de Sade
Se lo confié todo al socio de Dubreuil, que se apellidaba Valbois, tanto lo que habían urdido contra su amigo como lo que me había ocurrido a mí misma. Se compadeció de mí, lamentó muy sinceramente las desgracias de Dubreuil y censuró el exceso de delicadeza que me había impedido ir a denunciar el caso tan pronto como me hube enterado de los proyectos de la Dubois. Decidimos que aquel monstruo, que sólo necesitaba cuatro horas para ponerse en país seguro, llegaría allí antes de que nosotros avisáramos para hacerla perseguir; que nos costaría mucho dinero; que el dueño de la posada, vivamente comprometido en la denuncia que hiciéramos, y defendiéndose con violencia, acabaría tal vez por aplastarme a mí, a mí... que sólo parecía respirar en Grenoble como escapada del cadalso. Estas razones me convencieron y me asustaron tanto que decidí abandonar esta ciudad sin despedirme del señor S***, mi protector. El amigo de Dubreuil aprobó esta decisión; no me ocultó que si toda esta aventura se desvelaba, las declaraciones que se vería obligado a hacer me comprometerían, fueran cuales fuesen sus precauciones, tanto a causa de mi intimidad con la Dubois como por mi último paseo con su amigo; que me aconsejaba, por consiguiente, a partir de ahí, que me fuera inmediatamente sin ver a nadie, convencida de que por su parte jamás actuaría en contra de mí, pues me creía inocente, y sólo culpable de mostrar debilidad en todo lo que acababa de ocurrir.
Al pensar en las opiniones de Valbois admití que eran buenas, en la medida en que estaba tan convencido de que yo tenía un aspecto culpable, como seguro de que no lo era; que lo único que hablaba en mi favor, la recomendación hecha a Dubreuil en el instante del paseo, mal explicada, se me había dicho, por él en el momento de su muerte, no llegaría a ser una prueba tan triunfante como para que yo contara con ella; con lo cual me decidí prontamente. Se lo comuniqué a Valbois.
–Me gustaría –me dijo– que mi amigo me hubiera encargado algunas disposiciones favorables para vos, las cumpliría con el mayor placer, me gustaría también que me hubiera dicho que era a vos a quien debía el consejo de vigilar su habitación; pero no ha hecho nada de todo eso. Así que me veo obligado a limitarme a la mera ejecución de sus órdenes. Las desgracias que habéis sufrido por él me decidirían, si pudiera, a hacer algo por mi cuenta, señorita, pero comienzo el comercio, soy joven, mi fortuna es limitada, estoy obligado a rendir al instante las cuentas de Dubreuil a su familia; permitidme, pues, que me ciña al único pequeño servicio que os ruego que aceptéis: aquí tenéis cinco luises, y allí una honrada comerciante de Chalon–sur–Saône, mi patria. Esta regresa allí tras haber parado veinticuatro horas en Lyon donde la reclaman algunos asuntos; os pongo en sus manos. Señora Bertrand –continuó Valbois, llevándome hacia esta mujer–, ésta es la joven de la que os hablé; os la recomiendo, desea colocarse. Os ruego con la misma insistencia que si se tratara de mi propia hermana que os toméis todas las molestias posibles para encontrarle en nuestra ciudad algo que convenga a su persona, a su nacimiento y educación; para que hasta entonces no le suponga ningún gasto, yo os responderé de todo la primera vez que nos veamos. Adiós, señorita –prosiguió Valbois pidiéndome permiso para abrazarme–; la señora Bertrand parte mañana al despuntar el día; seguidla, y que algo más de felicidad pueda acompañaros en una ciudad donde tal vez tenga la satisfacción de volveros a ver pronto.
La honradez de ese joven, que básicamente no me debía nada, me hizo derramar lágrimas. Los buenos tratos son muy dulces cuando se lleva tanto tiempo experimentando otros odiosos. Acepté sus dones jurándole que trabajaría hasta estar en situación de podérselos devolver algún día. «¡Ay!», pensé al retirarme, «aunque la práctica de una nueva virtud acaba de precipitarme en el infortunio, por lo menos, por primera vez en mi vida, la esperanza de un consuelo se ofrece en ese abismo espantoso de males, donde la virtud sigue precipitándome.»
Era pronto: la necesidad de respirar me hizo bajar al muelle del Isère, con la intención de pasear por él unos instantes; y, como ocurre casi siempre en tales casos, mis reflexiones me llevaron muy lejos. Encontrándome en un lugar aislado, me senté allí para pensar con mayor comodidad. Mientras tanto llegó la noche sin que yo pensara en retirarme, cuando de repente me sentí agarrada por tres hombres. Uno me coloca la mano en la boca, y los otros dos me arrojan precipitadamente a un carruaje, suben a él conmigo, y hendimos los aires durante tres horas largas, sin que ninguno de esos bandidos se dignara a decirme una sola palabra ni contestar a ninguna de mis preguntas. Las cortinas están bajadas, no veía nada. El carruaje llega cerca de una casa, se abren las puertas para recibirlo, y se cierran inmediatamente. Mis guías me arrastran, me hacen atravesar así estancias sombrías, y me dejan finalmente en una, cerca de la cual hay una habitación en la que descubro luz.
–Quédate ahí –me dijo uno de mis raptores retirándose con sus compañeros–, no tardarás en ver a conocidos tuyos.
Y desaparecen, cerrando con cuidado todas las puertas. Casi al mismo tiempo, la de la habitación en la que percibía la claridad se abre, y veo salir de ella, con una vela en la mano... ¡oh, señora!, adivinad quién podía ser... ¡la Dubois!... la Dubois en persona, aquel monstruo espantoso, devorado sin duda por el más ardiente deseo de venganza.
–Ven, encantadora joven –me dijo arrogantemente–, ven a recibir la recompensa de las virtudes a que te has entregado a mi costa... –Y estrechándome la mano con cólera–: ¡Ah, malvada! ¡Te enseñaré a traicionarme!
–No, no señora –le dije precipitadamente–, no, yo no os he traicionado en absoluto. Informaos, no he hecho la menor denuncia que pueda preocuparos, no he dicho la más mínima palabra que pueda comprometeros.
–Pero ¿acaso no te has opuesto al crimen que preparaba? ¿No lo has impedido, indigna criatura? Es preciso que recibas tu castigo...
Y como ya entrábamos, no tuvo tiempo de decir más. La estancia donde me hacían pasar era tan suntuosa como magníficamente iluminada. Al fondo, sobre una otomana, había un hombre con una bata de tafetán flotante, de unos cuarenta años, y al que no tardaré en describiros.
–Monseñor –dijo la Dubois presentándome a él–, aquí tenéis a la joven que queríais, aquella por la que se interesa todo Grenoble... la famosa Thérèse, en una palabra, condenada a ser colgada con los monederos falsos, liberada después a causa de su inocencia y de su virtud. Admitid mi habilidad en serviros, monseñor; hace cuatro días me hablasteis del extremo deseo que teníais de inmolarla a vuestras pasiones; y hoy os la entrego. Es posible que la prefiráis a la bonita pensionista del convento de las benedictinas de Lyon, que también habéis deseado, y que nos llegará dentro de un instante: aquélla tiene su virtud física y moral, ésta sólo tiene la de los sentimientos; pero forma parte de su existencia, y no encontraréis en parte alguna una criatura más llena de candor y de honestidad. Una y otra son vuestras, monseñor: o las despedís a las dos esta noche, o a una hoy, y a la otra mañana. En cuanto a mí, os abandono: las bondades que tenéis conmigo me han obligado a comunicaros mi aventura de Grenoble. ¡Un hombre muerto, monseñor, un hombre muerto! Tengo que escapar.
–¡Ah, no, no, encantadora mujer! –exclamó el señor de la casa–, no, quédate y no temas nada cuando yo te protejo: tú eres el alma de mis placeres; sólo tú posees el arte de satisfacerlos y de excitarlos, y cuanto más aumentas tus crímenes más se excita mi cabeza por ti... Pero esta Thérèse es bonita... –Y dirigiéndose a mí–: ¿Qué edad tienes, hija mía?
–Veintiséis años, monseñor –contesté–, y muchas penas.
–Sí, penas, desgracias; ya lo sé, es lo que me divierte, es lo que he querido. Vamos a poner orden en todo eso, terminaremos con todas tus desdichas; te aseguro que dentro de veinticuatro horas ya no serás desdichada... –Y con espantosas carcajadas, agregó–: ¿No es verdad, Dubois, que tengo un medio seguro para terminar con los infortunios de una joven?
–Sin duda –dijo aquella odiosa criatura–; y si Thérèse no fuera amiga mía no os la habría traído; pero es justo que la recompense por lo que ha hecho por mí.
Nunca imaginaríais, monseñor, cuán útil me ha sido esta querida criatura en mi última empresa de Grenoble. Vos os habéis dignado encargaros de mi gratitud, y os ruego que me hagáis quedar bien.
La oscuridad de aquellas frases, las que la Dubois me había dirigido al entrar, la clase de hombre con que trataba, la joven que anunciaban, todo llenó al instante mi imaginación de una turbación que sería difícil describiros. Un sudor frío se desprende de mis poros, y estoy a punto de desmayarme: ése es el momento en que el comportamiento de aquel hombre acaba finalmente por iluminarme. Me llama, comienza por dos o tres besos en los que nuestras bocas se ven obligadas a unirse: atrae mi lengua, la chupa, y mete la suya en el fondo de mi garganta para absorber hasta mi respiración. Me hace inclinar la cabeza sobre mi pecho, y alzando mis cabellos, observa atentamente la nuca de mi cuello.
–¡Oh, es delicioso! –exclama, apretando fuertemente esta parte–. Jamás he visto nada tan bien unido: será delicioso separarlo.
Esta última frase despejó todas mis dudas: comprobé claramente que me encontraba una vez más con uno de esos libertinos de pasiones crueles, cuyas voluptuosidades predilectas consisten en disfrutar de los dolores o de la muerte de las desdichadas víctimas que les buscan a base de dinero, y que corría el peligro de perder la vida.
En aquel instante llaman a la puerta; sale la Dubois y trae inmediatamente a la joven lionesa de la que acababa de hablar.
Intentaré esbozaros ahora los dos nuevos personajes con los que me veréis. El monseñor, de quien jamás supe el nombre ni la condición, era, como ya os he dicho, un hombre de cuarenta años, fino, delgado, pero vigorosamente formado; unos músculos casi siempre hinchados, elevándose sobre sus brazos cubiertos de un pelo áspero y negro, anunciaban en él la fuerza y la salud; tenía el rostro encendido, los ojos pequeños, negros y malvados, una dentadura hermosa, y la inteligencia en todas sus facciones; su talle esbelto por encima de lo mediocre, y el aguijón del amor, que tuve excesivas ocasiones de ver y de sentir, unía a la longitud de un pie más de ocho pulgadas de circunferencia. Este instrumento, seco, nervioso, siempre espumeante, y sobre el que se veían gruesas venas que lo hacían todavía más temible, se mantuvo en ristre durante las cinco o seis horas que duró esta sesión, sin descender un solo minuto. Yo no había encontrado nunca un hombre tan peludo: se parecía a los faunos que nos pinta la fábula. Sus manos secas y duras terminaban con unos dedos que tenían la fuerza de un torno; en cuanto a su carácter, me pareció duro, brusco, cruel, su inteligencia propensa a un tipo de sarcasmos y de bromas propicios a incrementar los males que estaba segura que había que esperar de un hombre semejante.
Eulalie era el nombre de la joven lionesa. Bastaba verla para adivinar su origen y su virtud: era hija de una de las mejores casas de la ciudad donde las sicarias de la Dubois la habían secuestrado, bajo el pretexto de reunirla con un amante que ella idolatraba; poseía, junto con un candor y una ingenuidad encantadores, una de las más deliciosas fisonomías que puedan imaginarse. Eulalie, con apenas dieciséis años, tenía una auténtica cara de virgen; su inocencia y su pudor embellecían a porfía sus facciones: tenía escaso color, pero eso la hacía aún más seductora; y el resplandor de sus bellos ojos negros devolvía a su bonita cara todo el fuego del que esa palidez parecía privarla en un principio; su boca, un poco grande, estaba dotada de los más bellos dientes; su seno, ya muy formado, parecía aún más blanco que su tez; parecía formada para ser pintada, pero no a expensas de la gordura; sus formas eran redondeadas y abundantes, todas sus carnes firmes, dulces y rollizas. La Dubois pretendió que era imposible ver un culo más bonito: poco conocedora de esta parte, me permitiréis que no me manifieste. Un vello suave sombreaba su parte delantera; unos cabellos rubios, soberbios, flotando sobre todos estos encantos, los hacían aún más excitantes; y para completar su obra maestra, la naturaleza, que parecía complacerse en formarla, la había dotado del carácter más dulce y más amable. ¡Tierna y delicada flor, destinada a embellecer por un instante la tierra para ser inmediatamente marchitada!
–¡Oh, señora! –le dijo a la Dubois al reconocerla–, ¡así es como me habéis engañado!... i Santo cielo! ¿Dónde me habéis conducido?
–Ahora lo verás, hija mía –le dijo el señor de la casa atrayéndola bruscamente hacia él y comenzando ya con sus besos, mientras una de mis manos le masturbaba por orden suya.
Eulafe quiso defenderse, pero la Dubois, empujándola sobre el libertino, le quitó toda posibilidad de escapar. La sesión fue larga; cuanto más fresca era la flor, más le gustaba al impuro abejorro libarla. A sus multiplicados chupetones siguió el examen del cuello; y noté que al palparlo el miembro que yo excitaba adquiría aún mayor energía.
–Bien –dijo monseñor–, son dos víctimas que me colmarán de gusto: serás bien pagada, Dubois, porque me has servido bien. Pasemos a mi tocador: síguenos, querida mujer, síguenos –prosiguió mientras nos condujo–; te irás esta noche, pero te necesito para la velada.
La Dubois se resigna, y pasamos al gabinete de los placeres de aquel disoluto, donde nos hace desnudarnos a todas.
¡Oh, señora!, no comenzaré a describiros las infamias de las que fui a la vez testigo y víctima. Los placeres de aquel monstruo eran los de un verdugo. Sus únicas voluptuosidades consistían en cortar cabezas. Mi desdichada compañera... ¡Oh, no, señora...! ¡Oh, no!, no me exijáis que termine... Yo iba a tener la misma suerte; estimulado por la Dubois, aquel monstruo se disponía a hacer mi suplicio más horrible todavía, cuando una necesidad común de reparar sus fuerzas les obliga a instalarse en la mesa... ¡Qué exceso! Pero ¿debo lamentarlo, ya que me salvó la vida? Ahítos de vino y de comida, ambos cayeron borrachos como cubas sobre los restos de su cena. Tan pronto como los veo así, me precipito sobre unas enaguas y una manteleta que la Dubois acababa de quitarse para estar aún más inmodesta a los ojos de su patrón, tomo una vela, me precipito a la escalera: aquella casa desprovista de criados no ofrece nada que se oponga a mi evasión, encuentro a uno, le digo con aire aterrorizado que corra hacia su amo que se muere, y alcanzo la puerta sin encontrar más resistencia. Ignoraba los caminos, no me habían dejado verlos, tomo el primero que se me ofrece... Es el de Grenoble; todo nos sirve cuando la Fortuna se digna a sonreírnos un momento; en la posada seguían acostados, me introduzco secretamente en ella y me dirijo apresuradamente a la habitación de Valbois. Llamo, Valbois se despierta y casi no me reconoce en el estado en que me hallo; me pregunta qué me pasa; le cuento los horrores de los que acabo de ser a un tiempo víctima y testigo.