Justine (32 page)

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Authors: Marqués de Sade

BOOK: Justine
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–De acuerdo, señor –contesté–; pero ¿cómo se os ha ocurrido estableceros en un sitio tan peligroso?

–Es que los que lo habitan no son personas muy honradas –dijo Roland–; es muy posible que no te sientas edificada por su conducta.

–¡Ah, señor! –le dije temblando–. Me hacéis estremecer, ¿adónde me estáis llevando?

–Te llevo a servir unos monederos falsos de los que soy el jefe –me dijo Roland, cogiéndome del brazo y haciéndome cruzar a la fuerza un pequeño puente levadizo que se bajó a nuestra llegada y se alzó inmediatamente después–. ¿Ves este pozo? –prosiguió así que hubimos entrado, mostrándome una grande y profunda gruta situada en el fondo del patio, donde cuatro mujeres desnudas y encadenadas hacían mover una rueda–; ahí tienes a tus compañeras, y ahí tienes tu trabajo, gracias a que trabajarás diariamente diez horas en hacer girar esta rueda, y satisfarás al igual que esas mujeres todos los caprichos a los que me complazca someterte, se te darán seis onzas de pan negro y un plato de habas por día. En cuanto a tu libertad, renuncia a ella; no la tendrás jamás. Cuando mueras agotada, serás arrojada al agujero que ves al lado del pozo, con otras sesenta u ochenta bribonas de tu ralea que allí te esperan, y sustituida por una nueva.

–¡Oh, Dios todopoderoso! –exclamé, arrojándome a los pies de Roland–. Dignaos recordar, señor, que os he salvado la vida; que, conmovido un instante por el agradecimiento, parecisteis ofrecerme la dicha, y que compensáis mis servicios precipitándome a un eterno abismo de males. ¿Es justo lo que estáis haciendo, y el remordimiento no acude ya a vengarme en el fondo de vuestro corazón?

–¿Qué entiendes, dime, por este sentimiento de agradecimiento con el que imaginas haberme cautivado? –dijo Roland–. Razona mejor, pobre criatura; ¿qué hiciste cuando acudiste en mi ayuda? Entre la posibilidad de proseguir tu camino y la de acercarte a mí, ¿no elegiste la última como un gesto inspirado por tu corazón? Te entregabas, pues, a un goce. ¿Por qué diablos pretendes que yo estoy obligado a recompensarte por los placeres que te concedes? ¿Y cómo se te ocurrió jamás que un hombre que, como yo, nada en el oro y en la opulencia, se dignara rebajarse a deber algo a una miserable de tu ralea? Aunque me hubieras devuelto la vida, yo no te debería nada, ya que sólo has actuado por y para ti: es trabajar, esclava, a trabajar! Descubre que la civilización, incluso alterando los principios de la naturaleza, no le arrebata, sin embargo, sus derechos. Creó en su origen unos seres fuertes y unos seres débiles, con la intención de que éstos estuvieran siempre subordinados a los otros. La astucia y la inteligencia del hombre variaron la posición de los individuos, y ya no fue la fuerza física la que determinó los rangos, sino la del oro; el hombre más rico se convirtió en el más fuerte, y el más pobre en el más débil. Pese a los cambios de los motivos que sustentaban el poder, la prioridad del fuerte siempre estuvo en las leyes de la naturaleza, a la que le daba igual que la cadena que cautivaba al débil fuera sostenida por el más rico o por el más vigoroso, y que aplastara al más débil o al más pobre. Pero, Thérèse, la naturaleza desconoce estos gestos de gratitud con los que tú quieres crearme unas obligaciones; jamás constó entre sus leyes que el placer a que uno se entregaba complaciendo a otro, se convirtiera en un motivo para el que recibía de relajar sus derechos respecto al primero. ¿Ves en los animales, que nos sirven de ejemplo, estos sentimientos que tú reclamas? Cuando yo te domino por mis riquezas o por mi fuerza, Les natural que te abandone mis derechos, bien porque has disfrutado complaciéndome, o bien porque, siendo desafortunada, has imaginado que ganarías algo con tu actitud? Aunque el servicio fuera prestado de igual a igual, jamás el orgullo de un alma elevada se dejará inclinar por la gratitud; ¿no queda para siempre humillado el que recibe?, ¿y la humillación que experimenta no compensa suficientemente al bienhechor que, sólo por ello, se sitúa encima del otro? ¿No es un goce para el orgullo elevarse por encima de su semejante? ¿Necesita todavía más el que complace? Y si el complacimiento, humillando a quien lo recibe, se convierte en un fardo para él, ¿con qué derecho obligarlo a conservarlo? ¿Por qué tengo yo que consentir en dejarme humillar cada vez que me encuentran las miradas del que me ha complacido? Así pues, la ingratitud, en lugar de ser un vicio, es la virtud de las almas altivas, con tanta seguridad como la gratitud es la de las almas débiles: que me complazcan tanto como quieran, si alguien descubre en ello un placer, pero que no exijan nada de mí.

Después de estas palabras, a las que Roland no me dio tiempo de contestar, obedeciendo sus órdenes dos

criados se apoderan de mí, me desnudan, y me encadenan con mis compañeras, a las que me veo obligada a ayudar inmediatamente, sin que ni siquiera se me permita descansar de la extenuante marcha que acabo de hacer. Roland se me acerca entonces, me manosea brutalmente en todas las partes que el pudor impide nombrar, me abruma con sarcasmos e impertinencias respecto a la marca infamante e inmerecida que Rodin había grabado sobre mí, y armándose después con un vergajo que estaba siempre ahí me propina veinte vergajazos en el trasero.

–Así es como serás tratada, bribona –me dijo–, cuando faltes a tu deber. No te hago esto por ninguna falta que ya hayas cometido, sino sólo para mostrarte cómo me comporto con las que las cometen.

Lanzo unos gritos estridentes debatiéndome bajo mis grilletes; mis contorsiones, mis aullidos, mis lágrimas, las crueles expresiones de mi dolor sólo sirven de diversión a mi verdugo...

–¡Ah!, ya verás lo que te espera, buscona –dijo Roland–. Tus penas no han hecho sino comenzar, y quiero que conozcas hasta los más bárbaros refinamientos de la desdicha.

Me deja.

Seis oscuros reductos, situados debajo de una gruta alrededor del vasto pozo, y que se cerraban como calabozos, nos servían de retiro durante la noche. Como ésta llegó poco después de que yo estuviera en la funesta cadena, vinieron a soltarme, igual que a mis compañeras, y nos encerraron después de darnos la ración de agua, de habas y de pan que había mencionado Roland.

Apenas estuve sola, me abandoné a mis anchas al horror de mi situación. ¿Es posible, me decía, que existan hombres tan duros como para sofocar en su interior el sentimiento de la gratitud?... Una virtud a la que yo me entregaría con tanto placer, si alguna vez un alma honrada me colocara en el caso de sentirla, ¿es posible, pues, que sea ignorada por algunos seres, y quienes la sofocan con tanta inhumanidad pueden ser otra cosa que unos monstruos?

Estaba sumida en esas reflexiones, cuando de repente oigo abrir la puerta de mi calabozo: es Roland. El malvado viene a acabar de ultrajarme utilizándome para sus odiosos caprichos: ya podéis suponer, señora, que debían ser tan feroces como sus actitudes, y que para un hombre semejante los placeres del amor mostraban necesariamente los tintes de su odioso carácter. Pero ¿cómo abusar de vuestra paciencia para contaros nuevos horrores? ¿Acaso ya no he manchado en exceso vuestra imaginación con infames relatos? ¿Debo atreverme a más?

–Sí, Thérèse –dijo el señor de Corville–, sí, exigimos de ti estos detalles, tú los enmascaras con una decencia que lima todo su horror, y sólo queda lo que es útil para quien quiera conocer al hombre. Nadie imagina lo útiles que son estas descripciones para el desarrollo del espíritu. Es posible que sigamos siendo tan ignorantes en esta ciencia por el estúpido pudor de quienes quisieron escribir sobre estas materias. Encadenados por absurdos temores, sólo nos hablan de unas puerilidades conocidas por todos los necios, y no se atreven, llevando una mano osada al corazón humano, a ofrecer ante nuestros ojos sus gigantescos extravíos.

–Bien, señor, voy a obedeceros –continuó Thérèse conmovida–, y comportándome como ya he hecho, intentaré ofrecer mis esbozos bajo los colores menos repugnantes.

Roland, a quien tengo que comenzar por describiros, era un hombre pequeño, rechoncho, de treinta y cinco años de edad, de un vigor incomprensible, velludo como un oso, el aspecto sombrío, la mirada feroz, muy moreno, de facciones viriles, una nariz larga, la barba hasta los ojos, cejas negras y espesas, y esa parte que diferencia a los hombres de nuestro sexo de una tal longitud y de un grosor tan desmesurado, que no sólo jamás nada semejante se había ofrecido a mis ojos, sino que incluso era absolutamente cierto que jamás la naturaleza había. creado nada tan prodigioso: mis dos manos apenas podían abrazarlo, y su longitud era la de mi antebrazo. A ese físico, Roland sumaba todos los vicios que pueden ser los frutos de un temperamento fogoso, de mucha imaginación, y de una opulencia siempre excesivamente considerable para no haberle sumido en grandes defectos. Roland consumía su fortuna; su padre, que la había comenzado, le había dejado muy rico, con lo cual ese joven ya había vivido mucho: hastiado de los placeres normales, ya sólo recurría a los horrores; sólo ellos conseguían devolverle unos deseos extenuados por un exceso de goces; todas las mujeres que le servían estaban entregadas a sus excesos secretos, y para satisfacer los placeres algo menos deshonestos en los que el libertino pudiera encontrar la sal del crimen que le deleitaba más que nada, Roland tenía su propia hermana como querida, y era con ella que acababa de apagar las pasiones que encendía a nuestro lado.

Estaba casi desnudo cuando entró; su rostro, muy inflamado, mostraba a un tiempo pruebas de la gula intemperante a la que acababa de entregarse, y de la abominable lujuria que le dominaba. Me mira un instante con unos ojos que me hacen estremecer.

–Quítate la ropa –me dijo, arrancándome él mismo la que había recuperado para cubrirme durante la noche–... sí, quítate todo eso y sígueme. Antes te he hecho sentir lo que arriesgabas dándote a la pereza; pero si te entraran ganas de traicionarnos, como el crimen sería mucho mayor, el castigo debería ser proporcional. Así pues, ven a ver de qué tipo sería.

Yo me hallaba en un estado difícil de describir, pero Roland, sin dar a mi ánimo el tiempo de estallar, me coge inmediatamente del brazo y me arrastra. Me conducía con la mano derecha; con la izquierda sostenía una pequeña linterna que nos iluminaba débilmente. Después de varias vueltas nos hallamos a la puerta de una bodega; la abre, y haciéndome pasar en primer lugar, me dice que baje mientras él cierra esta primera cerca; obedezco. A unos cien peldaños hallamos una segunda, que se abre y cierra de la misma manera; pero después de ésta, ya no había escalera: sólo un pequeño camino tallado en la roca, lleno de sinuosidades, y cuya pendiente era extremadamente pronunciada. Roland no decía palabra, su silencio aún me horrorizaba más. Nos iluminaba con su linterna. Así viajamos cerca de un cuarto de hora. El estado en que me encontraba me hacía sufrir aún más vivamente la horrible humedad de aquellos subterráneos. Al final habíamos bajado tanto, que no temo exagerar afirmando que el lugar al que llegamos debía estar a más de ochocientos pies en las entrañas de la tierra. A derecha e izquierda del sendero que recorríamos había varios nichos, en los que vi unos cofres que contenían las riquezas de aquellos malhechores. Al final se presenta una última puerta de bronce, y estuve a punto de quedarme patidifusa al descubrir el espantoso local al que me conducía aquel indecente; viéndome vacilar, me empuja con rudeza, y así entro, sin quererlo, en aquel espantoso sepulcro. Imaginaos, señora, un panteón redondo, de veinticinco pies de diámetro, cuyos muros tapizados de negro sólo estaban decorados por los más lúgubres objetos, esqueletos de todo tipo de tamaños, osamentas en forma de aspa, cráneos, haces de varas y de látigos, sables, puñales, pistolas: ésos eran los horrores que se veían en los muros que iluminaba una lámpara de tres mechas, colgada de una de las esquinas de la bóveda. De la cimbra partía una larga soga que caía a tres o cuatro metros del suelo en medio de aquel calabozo, y que, como no tardaréis en ver, sólo estaba ahí para servir espantosas maniobras. A la derecha había un ataúd que entreabría el espectro de la Muerte armado con una guadaña amenazadora; tenía al lado un reclinatorio; y encima se veía un crucifijo, colocado entre dos velones negros. A la izquierda, la efigie en cera de una mujer desnuda, tan natural que durante largo rato me confundió: estaba atada a una cruz por la parte delantera, de modo que se veían fácilmente todas sus partes posteriores, cruelmente magulladas; la sangre parecía manar de varias heridas y correr a lo largo de sus muslos; mostraba la más bella cabellera del mundo, su hermosa cabeza estaba vuelta hacia nosotros y parecía implorar su merced: se distinguían todas las contorsiones del dolor grabarías en su bello rostro, y hasta las lágrimas que lo inundaban. Ante el aspecto de la terrible imagen, estuve a punto de desmayarme por segunda vez; el fondo del panteón estaba ocupado por un amplio sofá negro, desde el cual se abrían a las miradas todas las atrocidades de aquel lúgubre lugar.

–Aquí es donde perecerás, Thérèse –me dijo Roland–, si alguna vez concibes la fatal idea de abandonar mi casa. Sí, aquí es donde yo mismo vendré a matarte, donde te haré sentir las angustias de la muerte mediante todo lo más duro que me resulte posible inventar.

Al pronunciar esta amenaza, Roland se excitó; su agitación y su desorden le asemejaban al tigre dispuesto a devorar su presa: fue entonces cuando descubrió el temible miembro de que estaba dotado; me lo hizo tocar y me preguntó si había visto algo semejante. –Tal como es, puta –me dijo enfurecido–, te lo meteré, sin embargo, por la parte más estrecha de tu cuerpo, aunque tenga que partirte en dos. Mi hermana, mucho más joven que tú, lo sostiene en ese mismo lugar. Yo jamás disfruto de otra manera de las mujeres: así que también tendré que perforarte.

Y para no dejarme dudas sobre el local a que se refería, introdujo en él tres dedos armados con uñas muy largas, diciéndome:

–Sí, ahí, Thérèse, ahí hundiré inmediatamente ese miembro que te espanta. Penetrará en toda su longitud, te desgarrará, te ensangrentará, y yo me sentiré lleno de ebriedad.

Echaba espumarajos de la boca al decir estas palabras, mezcladas con juramentos y blasfemias odiosas. La mano con la que rozaba el templo que parecía querer atacar se extravió entonces por todas las partes contiguas, las arañaba. Me hizo lo mismo en el pecho, lo magulló de tal manera que durante quince días sufrí unos dolores horribles. Después me colocó en el borde del sofá, frotó con alcohol aquel musgo con que la naturaleza adornó el altar donde nuestra especie se regenera. Le prendió fuego y lo quemó. Sus dedos agarraron la excrecencia de carne que corona ese mismo altar, la restregó con dureza; desde allí, metió sus dedos en el interior, y sus uñas irritaban la membrana que lo tapiza. Ya sin poder contenerse, me dijo que puesto que me tenía en su guarida, era mejor que ya no me saliera de ella, que eso le evitaría el esfuerzo de bajarme de nuevo. Me arrojé a sus rodillas, me atreví a recordarle una vez más los servicios que yo le había prestado... Descubrí que le excitaba aún más al volver a hablarle de unos derechos que yo suponía a su piedad; me dijo que me callara, derribándome sobre las baldosas de un rodillazo asestado con todas sus fuerzas en el hueco de mi estómago.

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