Authors: Marqués de Sade
»Ahora bien, ¿qué veo al proceder con sangre fría a este examen? Una criatura enclenque, siempre inferior al hombre, infinitamente menos hermosa que él, menos ingeniosa, menos buena, constituida de una manera asquerosa, enteramente opuesta a lo que puede gustar al hombre, a lo que debe deleitarle..., un ser malsano las tres cuartas partes de su vida, incapaz de satisfacer a su esposo todo el tiempo en que la naturaleza le obliga al embarazo, de un humor agrio, desabrido, imperioso; tirana, si se le conceden unos derechos, baja y rastrera si se la cautiva; pero siempre falsa, siempre malvada, siempre peligrosa; una criatura tan perversa en fin, que fue muy seriamente discutido durante varias sesiones del concilio de Mâcon, si este individuo extravagante, tan diferente del hombre como del hombre lo es el simio de la selva, podía pretender al título de criatura humana, y se debía razonablemente concedérselo. Pero ¿fue esto un error del siglo, y la mujer había sido mejor vista en los que lo precedieron? ¿Los persas, los medas, los babilonios, los griegos, los romanos honraban a este sexo odioso que hoy nos atrevemos a convertir en nuestro ídolo? ¡Ay!, lo veo oprimido en todas partes, en todas partes alejado rigurosamente de la administración, en todas partes despreciado, envilecido, encerrado; en una palabra, tratadas en todas partes las mujeres como unas bestias que se utilizaban en el instante necesario, y que se encierran acto seguido en el redil. Si me detengo un momento en Roma, oigo al sabio Catón gritarme desde el seno de la antigua capital del mundo: "Si los hombres estuvieran sin mujeres, seguirían conversando con los dioses". Escucho a un senador romano comenzar su arenga con estas palabras: "Señores, si nos fuera posible vivir sin mujeres, entonces conoceríamos la auténtica felicidad". Oigo a los poetas cantar en los teatros de Grecia: "¡Oh, Júpiter! ¿Qué razón pudo obligarte a crear mujeres? ¿No podías dar el ser a los humanos por unos caminos mejores y más cuerdos, por unos medios, en una palabra, que nos hubieran evitado el azote de las mujeres?". Veo a estos mismos pueblos, los griegos, sentir por ese sexo tal desprecio que se precisan leyes para obligar a un espartano a la propagación, y que una de las penas de estas sabias repúblicas es obligar al malhechor a vestirse de mujer, es decir, a disfrazarse del ser más vil y más despreciado que conocen.
»Sin seguir buscando ejemplos en unos siglos tan alejados de nosotros, ¿con qué mirada este desgraciado sexo es visto todavía ahora en la superficie del globo? ¿Cómo es tratado? Lo veo, encerrado en toda Asia, servir allí de esclavo a los bárbaros caprichos de un déspota que lo molesta, lo atormenta, y se ríe de sus dolores. En América, veo unos pueblos naturalmente humanos, los esquimales, practicar entre los hombres todos los actos posibles de beneficencia, y tratar a las mujeres con toda la dureza imaginable; las veo humilladas, prostituidas a los extranjeros en una parte del universo, servir de moneda en otra. En África, mucho más envilecidas sin duda, las veo ejerciendo la función de bestias de carga, trabajar la tierra, sembrarla y servir a sus maridos de rodillas. ¿Seguiré al capitán Cook en sus nuevos descubrimientos? ¿La encantadora isla de Otaïti, donde el embarazo es un crimen que vale a veces la muerte a la madre, y casi siempre al hijo, me ofrecerá unas mujeres más dichosas? En otras islas descubiertas por ese mismo marino, las veo golpeadas y vejadas por sus propios hijos, y al propio marido juntarse a su familia para atormentarla con mayor rigor.
»i Oh, Thérèse!, no te asombres en absoluto de todo eso, no te sorprendas más del derecho absoluto que tuvieron, en todos los tiempos, los esposos sobre sus mujeres: cuanto más próximos están los pueblos a la naturaleza, mejor siguen sus leyes; la mujer no puede tener con su marido otras relaciones que las del esclavo con su dueño; carece decididamente de ningún derecho para pretender a títulos más queridos. No hay que confundir con unos derechos algunos ridículos abusos que, degradando nuestro sexo, enaltecieron por un instante el vuestro: hay que buscar la causa de estos abusos, proclamarla, y retornar más constantemente después a los sabios consejos de la razón. Y ahí tienes, Thérèse, la causa del respeto momentáneo que obtuvo tiempo atrás tu sexo, y que sigue engañando, sin que se den cuenta, a los que prolongan este respeto.
»Antaño en las Galias, o sea en la única parte del mundo que no trataba del todo a las mujeres como esclavas, ellas tenían el hábito de profetizar, de decir la buena ventura: el pueblo se imaginó que triunfaban en este oficio gracias al comercio íntimo que sostenían sin duda con los dioses; a partir de ahí fueron, por decirlo de algún modo, asociadas al sacerdocio, y disfrutaron de una parte de la consideración dedicada a los sacerdotes. La Caballería se estableció en Francia sobre estos prejuicios, y considerándolos favorables a su espíritu, los adoptó; pero ocurrió con esto como con todo: las causas se apagaron y los efectos se mantuvieron; la Caballería desapareció, y los prejuicios que había alimentado se incrementaron. El antiguo respeto concedido a unos títulos quiméricos no pudo ni siquiera aniquilarse, cuando se disipó lo que sustentaba estos títulos: dejamos de respetar a las brujas, pero se veneró a las rameras, y lo que es peor, seguimos degollándonos por ellas. Que semejantes banalidades cesen de influir sobre la mente de los filósofos, y, devolviendo las mujeres a su auténtico lugar, vean únicamente en ellas, tal como indica la naturaleza, tal como admiten los pueblos más sabios, unos individuos creados para sus placeres, sometidos a sus caprichos, cuya debilidad y maldad sólo deben merecer de ellos el desprecio.
»Pero no únicamente, Thérèse, todos los pueblos de la tierra disfrutaron de los derechos más amplios sobre sus mujeres, ocurrió incluso que las condenaban a muerte así que venían al mundo, conservando únicamente el pequeño número necesario para la reproducción de la especie. Los árabes, conocidos con el nombre de koreihs, enterraban a sus hijas a partir de la edad de siete años, en una montaña cerca de La Meca, porque un sexo tan vil les parecía, decía, indigno de ver el día. En el serrallo del rey de Aquem, por la mera sospecha de infidelidad, por la más ligera desobediencia en el servicio de las voluptuosidades del príncipe, o tan pronto como inspiran repugnancia, los más espantosos suplicios les sirven al instante de castigo. En las orillas del Ganges, están obligadas a inmolarse ellas mismas sobre las cenizas de sus esposos, como inútiles al mundo, así que sus amos ya no pueden disfrutar de ellas. En otras partes se las expulsa como animales salvajes, y es un honor matar muchas de ellas; en Egipto, se las inmola a los dioses; en Formosa, se las pisotea si quedan embarazadas. Las leyes germanas sólo condenaban a diez escudos de multa a quien mataba a una mujer ajena, a nada si era la propia o una cortesana. En todas partes, repito, en una palabra, en todas partes, veo las mujeres humilladas, maltratadas, por doquier sacrificadas a la superstición de los sacerdotes, a la barbarie de los esposos o a los caprichos de los libertinos. Y porque yo tenga la desdicha de vivir en un pueblo todavía lo bastante grosero como para no atreverse a abolir el más ridículo de los prejuicios, ¿me privaré de los derechos que la naturaleza me concede sobre ese sexo?, ¿renunciaré a todos los placeres que nacen de esos derechos?... No, no, Thérèse, eso no es justo: ocultaré mi conducta, ya que es necesario, pero me desquitaré en silencio, en el retiro en que me exilio, de las cadenas absurdas a que me condena la legislación, y allí trataré a mi mujer como autoriza el derecho en todos los códigos del universo, en mi corazón y en la naturaleza.
–¡Oh, señor! –le dije–, vuestra conversión es imposible.
–Por consiguiente no te aconsejo que la emprendas, Thérèse –me contestó Gernande–: el árbol es demasiado viejo para ser doblegado; a mis años es posible dar unos cuantos pasos más en el camino del mal, pero ni uno solo en el del bien. Mis principios y mis gustos hicieron mi felicidad desde mi infancia, fueron siempre la única base de mi comportamiento y de mis acciones: tal vez vaya más lejos, percibo que es posible, pero retroceder, no; siento demasiado horror por los prejuicios de los hombres, odio con excesiva sinceridad su civilización, sus virtudes y sus dioses, para sacrificarles jamás mis inclinaciones.
A partir de este momento vi perfectamente que no tenía otra posición que tomar, tanto para escapar de esta casa como para liberar a la condesa, que utilizar la astucia y ponerme de acuerdo con ella.
Al cabo de un año de estar a su lado, yo le había dejado leer en demasía en mi corazón como para que ella no se convenciera del deseo que yo sentía de servirla, y como para que no adivinara lo que en un principio me había hecho actuar de manera diferente. Me abrí más, ella se entregó: acordamos nuestros planes. Se trataba de informar a su madre, de abrirle los ojos sobre las infamias del conde. La señora de Gemande no tenía la menor duda de que esta dama infortunada correría inmediatamente a romper las cadenas de su hija; pero cómo conseguirlo, ¡estábamos tan bien encerradas, tan vigiladas! Acostumbrada a salvar muros, medí con la mirada los de la terraza: apenas tenían treinta pies; ninguna valla apareció ante mis ojos; creo que una vez al pie de esas murallas, nos hallábamos en los caminos del bosque; pero como la condesa había llegado de noche a su apartamento, y jamás había salido de él, no pudo confirmar mis ideas. Me decidí a intentar la escalada. La señora de Gernande escribió a su madre la carta más idónea del mundo para enternecerla y decidirla a acudir en ayuda de una hija tan desdichada; yo metí la carta en mi seno, abracé a la querida y cautivadora mujer, y ayudada después por nuestras sábanas, así que se hizo de noche, me dejé deslizar a la parte inferior de esa fortaleza. ¡Qué fue de mí, oh, cielos, cuando descubrí que faltaba mucho para que estuviera fuera del recinto! Sólo me hallaba en el parque, y en un parque rodeado de muros cuya visión me había sido ocultada por el espesor de los árboles y por su cantidad: esos muros tenían más de cuarenta pies de altura, completamente sembrados de cristales en la cresta, y de un espesor prodigioso... ¿Qué sería de mí? El día estaba a punto de aparecer: ¿qué pensarían de mí al verme en un lugar en el que sólo podía estar con el proyecto seguro de una evasión? ¿Podía escapar al furor del conde? ¿Qué probabilidad había de que aquel ogro no se abrevara con mi sangre para castigarme por una falta semejante? Regresar era imposible, la condesa había retirado las sábanas; llamar a las puertas, significaba traicionarse aún con mayor seguridad: poco faltó entonces para que no perdiera la cabeza por completo y no cediera con violencia a los efectos de la desesperación. Si había descubierto alguna compasión en el alma del conde, es posible que la esperanza me hubiera engañado por un instante, pero un tirano, un bárbaro, un hombre que detestaba a las mujeres y que, decía, llevaba mucho tiempo buscando la ocasión de inmolar una, haciéndole perder su sangre, gota a gota, para ver cuántas horas podría vivir así... Era indudable que yo iba a servir para la prueba. Sin saber, pues, qué hacer conmigo, descubriendo peligros en todas partes, me arrojé a los pies de un árbol, decidida a esperar mi suerte, y resignándome en silencio a las voluntades del Eterno... Llega al fin el día: ¡santo cielo!, el primer objeto que se presenta ante mí... es el propio conde: había hecho un calor terrible durante la noche; había salido para tomar el aire. Cree engañarse, cree ver un espectro, retrocede: rara vez es el valor la virtud de los traidores. Me levanto temblorosa, me precipito a sus rodillas.
–¿Qué haces ahí, Thérèse? –me dice.
–¡Oh, señor, castigadme! –contesté–, soy culpable, y no tengo nada que decir.
Desgraciadamente había olvidado, en mi turbación, romper la carta de la condesa: se lo imagina, me la pide, quiero negarme; pero Gernande, viendo asomar la carta fatal por el pañuelo de mi seno, la coge, la devora, y me ordena que le siga.
Regresamos al castillo por una escalera oculta que daba debajo de los porches; todavía reinaba en él el mayor de los silencios; después de unos cuantos rodeos, el conde abre un calabozo y me arroja a él.
–Joven imprudente –me dijo entonces–, ya te había prevenido de que el crimen que acabas de cometer se castigaba aquí con la muerte: prepárate, pues, a sufrir el castigo en que has querido incurrir. Mañana, al levantarme de la mesa, vendré a despedirte.
Me precipito de nuevo a sus rodillas, pero cogiéndome por los cabellos, me arrastra por el suelo, me obliga a dar así dos o tres vueltas a mi prisión, y acaba por arrojarme contra las paredes como para aplastarme.
–Merecerías que te abriera ahora mismo las cuatro venas –dijo al cerrar la puerta–, y si demoro tu suplicio, puedes estar bien segura de que sólo es para hacerlo más horrible.
Está fuera, y yo en la más violenta agitación. No os describo la noche que pasé; los tormentos de la imaginación unidos a los males físicos que las primeras crueldades de aquel monstruo acababan de hacerme padecer, la convirtieron en una de las más espantosas de mi vida. No es posible imaginar las angustias de un desdichado que espera su suplicio en cualquier momento, a quien se le ha arrebatado la esperanza, y que no sabe si el minuto que respira será el último de sus días. Inseguro acerca de su suplicio, se lo imagina de mil maneras a cual más horrible; el más mínimo ruido que escucha le parece ser el de sus verdugos; su sangre se detiene, su corazón se apaga, y la espada que terminará con sus días es menos cruel que esos funestos instantes en que la muerte le amenaza.
Es muy probable que el conde comenzara por vengarse de su mujer; el acontecimiento que me salvó os convencerá de ello como a mí: ya llevaba treinta y seis horas en la crisis que acabo de describiros sin que me hubiera llegado la menor ayuda, cuando se abrió mi puerta y apareció el conde; estaba solo, el furor brillaba en sus ojos.
–Ya debes imaginarte –me dijo– el tipo de muerte que sufrirás: es preciso que tu sangre perversa mane con todo detalle; serás sangrada tres veces por día, quiero ver cuánto tiempo podrás vivir de esta manera. Es una experiencia que ardía en deseos de hacer, ya lo sabes, te agradezco que me ofrezcas los medios.
Y el monstruo, sin ocuparse de momento de más pasiones que de su venganza, me hace tender un brazo, me pincha, y venda la herida después de dos paletas de sangre. Apenas había terminado, cuando se oyen unos gritos.
–¡Señor!... ¡señor! –le dijo al aparecer una de las viejas que nos servían–, venid cuanto antes, la señora se muere, quiere hablar con vos antes de entregar su alma.