Justine (13 page)

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Authors: Marqués de Sade

BOOK: Justine
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Rogué, en consecuencia, al señor Rodin que me dejara seguir recuperándome una semana más en su casa, asegurándole que antes del final de este período le daría mi respuesta sobre lo que me quería proponer.

Aproveché este intervalo para relacionarme más estrechamente con Rosalie, decidida a no establecerme en casa de su padre mientras hubiera algo en ella que pudiera molestarme. Examinándolo todo con esta intención, descubrí al siguiente día que aquel hombre tenía un arreglo que a partir de entonces me inspiró furiosas sospechas sobre su conducta.

El señor Rodin tenía en su casa una pensión de niños de ambos sexos; había obtenido ese privilegio en vida de su mujer y no creyeron que debían privarle de él cuando la había perdido. Los pupilos del señor Rodin eran poco numerosos, pero escogidos; eran en total catorce muchachas y catorce muchachos. Jamás los admitía con menos de doce años, y siempre eran despedidos a los dieciséis. Nada tan lindo como los adolescentes que admitía Rodin. Si se le presentaba alguno que tuviera algunos defectos corporales, o fuera feo, tenía el arte de rechazarlo con veinte pretextos, siempre teñidos de sofismas a los que nadie podía responder. Así, o el número de sus pensionistas no estaba completo, o lo que había era siempre encantador. Los niños no comían en su casa, pero iban a ella dos veces al día, de siete a once por la mañana y de cuatro a ocho por la tarde. Si hasta entonces todavía no había visto todo este pequeño alboroto era porque, llegada a casa de ese hombre durante las vacaciones, los escolares estaban fuera; reaparecieron en el momento de mi convalecencia.

El propio Rodin se ocupaba de la enseñanza; su gobernanta se encargaba de la de las muchachas, a la que él pasaba así que había terminado la instrucción de los muchachos. Enseñaba a los jóvenes alumnos a escribir, aritmética, un poco de historia, dibujo, música, y no utilizaba para todo eso otros maestros que él.

Manifesté en primer lugar mi asombro a Rosalie de que, ejerciendo su padre la función de cirujano, pudiera al mismo tiempo desempeñar la de maestro de escuela. Le dije que me parecía extraño que, pudiendo vivir acomodadamente sin practicar ninguna de las dos profesiones, se tomara el trabajo de consagrarse a ellas. Rosalie, con la que ya me entendía muy bien, se rió de mi reflexión; la manera como ella acogió lo que le decía me inspiró aún más curiosidad, y le supliqué que se confiara enteramente conmigo.

–Escucha, Thérèse –me dijo la encantadora muchacha con todo el candor de su edad y toda la ingenuidad de su amable carácter–, escucha, te lo contaré todo, veo que eres una joven honesta... incapaz de traicionar el secreto que voy a confiarte. Muy probablemente, querida amiga, mi padre puede prescindir de todo esto, y que ejerza los dos oficios que tú le ves hacer se explica por dos motivos que voy a revelarte. Practica la cirugía por gusto, por el mero placer de realizar en su arte nuevos descubrimientos. Ha hecho tantos, ha publicado sobre su especialidad unas obras tan apreciadas, que pasa generalmente por ser el hombre más hábil que existe ahora en Francia. Ha trabajado veinte años en París, y se ha retirado al campo por voluntad propia. El verdadero cirujano de Saint–Marcel es un tal Rombeau, que él ha tomado bajo su protección, y al que asocia a sus experiencias. ¿Quieres saber ahora, Thérèse, lo que le lleva a tener pensionistas?... El libertinaje, hija mía, sólo el libertinaje, pasión que él lleva al máximo. Mi padre encuentra en sus escolares de ambos sexos unos objetos que la dependencia somete a sus inclinaciones, y él se aprovecha... Pero ven... sígueme –me dijo Rosalie–, hoy viernes es precisamente uno de los tres días de la semana en que castiga a los que han cometido faltas. En ese tipo de castigo es donde mi padre encuentra sus placeres. Sígueme, te digo, y verás lo que hace. Se puede observar todo desde el cuarto de aseo de mi habitación, contiguo al de sus maniobras. Vayamos allí sin hacer ruido, y procura sobre todo no decir jamás una palabra, tanto de lo que te he contado como de lo que verás.

Era demasiado importante para mí conocer las costumbres del nuevo personaje que me ofrecía un asilo para que descuidase nada de lo que podía desvelármelas. Sigo los pasos de Rosalie, me coloca al lado de un tabique bastante mal hecho que deja, entre los tablones que lo forman, varias rendijas que bastan para distinguir todo lo que ocurre en la habitación vecina.

Apenas nos hemos apostado entra Rodin, trayendo consigo a una muchacha de catorce años, blanca y bonita como el Amor. La pobre criatura hecha un mar de lágrimas, desgraciadamente al corriente de lo que la espera, acompaña gimiendo a su duro maestro, y se arroja a sus pies, implora su perdón, pero Rodin, inflexible, enciende en su propia severidad las primeras chispas de su placer que ya brotan de su corazón a través de sus feroces miradas...

–¡Oh, no, no! –exclama él– ¡No, no! Son ya demasiadas veces lo mismo, Julie. Me arrepiento de mis bondades, sólo han servido para sumirte en nuevas faltas, pero ¿la gravedad de ésta podría dejarme utilizar la clemencia, en el supuesto de que lo quisiera?... ¡Darle una nota a un muchacho al entrar en clase!

–¡Señor, le prometo que no!

–¡Cómo! Yo lo he visto, lo he visto. No te creas nada –me dijo en este momento Rosalie–, son faltas que él inventa para apoyar sus pretextos. Esta pequeña es un ángel y, como se le resiste, la trata con dureza.

Y mientras tanto, Rodin, muy nervioso, coge las manos de la muchacha, las sube hasta atarlas a la argolla de una columna colocada en el centro de la cámara de castigo. Julie está indefensa... sólo... su hermosa cabeza lánguidamente vuelta hacia su verdugo, los soberbios cabellos en desorden, y unas lágrimas que inundan el más bello rostro del mundo... el más dulce... el más interesante. Rodin contempla esta escena y se excita. Coloca una venda sobre los ojos que le imploran. Julie ya no ve nada Rodin, más a sus anchas, desprende los velos del pudor, la camisa arremangada bajo el corsé sube hasta la mitad de las caderas... ¡Cuánta blancura, cuántas bellezas! Son rosas deshojadas sobre lirios por las propias manos de las Gracias. ¿Quién será, pues, tan duro como para condenar al tormento unos encantos tan frescos... tan excitantes? ¿Qué monstruo puede buscar el placer en el seno de las lágrimas y del dolor? Rodin la mira... su mirada extraviada le recorre de arriba abajo, sus manos se atreven a profanar las flores que sus crueldades marchitarán. Totalmente de frente, no puede escapársenos ningún gesto. A veces el libertino entreabre y otras oculta los lindos encantos que le fascinan; nos los ofrece bajo todas sus formas, pero sólo se limita a eso. Aunque el auténtico templo del amor esté a su alcance, Rodin, fiel a su culto, no le dirige ni una sola mirada, teme incluso su aparición. Si la actitud lo expone, él lo encubre. La más leve digresión turbaría su homenaje, no quiere que nada lo distraiga... Al fin su furor supera los límites, lo expresa primeramente con insultos, colma de amenazas y de frases soeces a la pobrecita desdichada, temblorosa bajo los golpes con que se ve a punto de ser desgarrada. Rodin ya está fuera de sí, coge un puñado de varas de una cuba, donde adquieren, en el vinagre que las empapa, mayor humedad y penetración...

Vamos –dice acercándose a su víctima–, prepárate, hay que sufrir...

Y el cruel, dejando caer con un brazo vigoroso los haces a plomo sobre todas las partes que se le ofrecen, comienza por asestar veinticinco vergajazos que no tardan en colorear de bermellón el tierno rosicler de esa piel tan fresca.

Julie grita... unos gritos tan agudos que desgarraban mi alma... las lágrimas manan bajo su vendas y caen como perlas sobre sus hermosas mejillas. Rodin aún se enfurece más... Lleva sus manos a las partes maltratadas, las toca, las aprieta, parece prepararlas para nuevos asaltos. No tardan en seguir a los primeros, Rodin comienza de nuevo, no asesta un solo golpe que no vaya precedido de un insulto, de una amenaza o de un reproche... aparece la sangre... Rodin se extasía; se deleita contemplando las pruebas palpables de su ferocidad. Ya no puede contenerse, el estado más indecente manifiesta su llama; ya no teme descubrirse del todo. Julie no puede verle... Por un instante se acerca a la brecha, le gustaría encaramarse sobre ella como un vencedor, pero no se atreve. Recomenzando nuevas tiranías, Rodin fustiga con toda su fuerza. Acaba por entreabrir a fuerza de cintarazos el asilo de las gracias y de la voluptuosidad... Está totalmente fuera de sí; su borrachera ha llegado al punto de impedirle el uso de la razón: jura, blasfema, vocifera, nada escapa a sus bárbaros golpes, todo cuanto se ve es tratado con el mismo rigor; pero el malvado consigue dominarse, percibe la imposibilidad de ir más lejos sin el peligro de perder unas fuerzas que le son necesarias para nuevas operaciones.

–Vístete –le dice a Julie, desatándola y vistiéndose también él–. Si vuelves a repetirlo, piensa que no te escaparás con tan poco.

Devuelta Julie a su clase, Rodin va a la de los muchachos. Trae consigo inmediatamente un joven escolar de quince años, hermoso como el día. Rodin lo regaña; más cómodo con él sin duda, lo mima, lo besa mientras le sermonea:

–Mereces ser castigado –le dice–, y lo serás...

Después de estas palabras, supera con el niño todos los límites del pudor. Pero aquí todo le interesa, no se excluye nada, lo velos se alzan, todo se palpa indistintamente. Rodin amenaza, acaricia, besa, insulta. Sus dedos impíos intentan hacer nacer en el muchacho los sentimientos de voluptuosidad que también le exige.

–Vaya –le dice el sátiro, al contemplar su éxito–, te veo en el estado que te había prohibido... Apuesto a que con dos sacudidas más me lo echarás todo encima...

Harto seguro de las titilaciones que produce, el libertino se acerca para recoger el homenaje, y su boca es el templo ofrecido al dulce incienso. Sus manos provocan los chorros, los atrae, los devora, él mismo está a punto de estallar, pero quiere llegar al final.

–¡Ah! Voy a castigarte por esta tontería –dice levantándose.

Inmoviliza las dos manos del joven y se ofrece por entero el altar donde quiere sacrificar su furor. Lo entreabre, sus besos lo recorren, su lengua se hunde y se pierde en él. Rodin, ebrio de amor y de ferocidad, mezcla ambas expresiones y sentimientos...

–¡Ah!, briboncillo –exclama–, tengo que vengarme de la ilusión que me procuras.

Enarbola las varas. Rodin fustiga; más excitado sin duda que con la vestal, sus golpes se tornan mucho más fuertes y mucho más numerosos; el niño llora, Rodin se extasía, pero nuevos placeres le reclaman, suelta al niño y vuela hacia otros sacrificios. Una chiquilla de trece años sucede al muchacho, y a ésa otro escolar, seguido de una muchacha. Rodin azota a nueve, cinco muchachos y cuatro muchachas; el último es un chiquillo de catorce años, con una cara deliciosa: Rodin quiere disfrutar de él, el escolar se defiende; extraviado por la lujuria, lo azota, y el malvado, que ya está fuera de sí, lanza los chorros espumosos de su llama sobre las partes maltratadas de su joven alumno, lo moja de las caderas a los talones: nuestro corrector, furioso por no haber tenido la fuerza suficiente para contenerse por lo menos hasta el final, suelta al niño de mala gana, y lo devuelve a la clase asegurándole que no le pasará nada. Eso fue lo que escuché y las escenas que me sorprendieron.

–¡Oh, cielos! –le dije a Rosalie cuando las espantosas escenas terminaron–, ¿cómo puede entregarse a semejantes excesos? ¿Cómo puede deleitarse con los tormentos que inflige?

–Aún no lo sabes todo –me contesta Rosalie–; escucha –me dice regresando conmigo a su habitación–, lo qué has visto puede hacerte entender que, cuando mi padre halla algunas facilidades en sus jóvenes alumnos, lleva sus horrores mucho más lejos. Abusa de las jóvenes de la misma manera que de los muchachos –de aquella criminal manera, me dio a entender Rosalie, que yo misma había pensado llegar a ser víctima con el jefe de los bandidos, en cuyas manos había caído después de mi evasión de la Conciergerie, y con la que había sido manchada por el negociante de Lyon–. Con ello –prosiguió la joven–, las jóvenes no quedan deshonradas, ningún embarazo a temer, y nada les impide encontrar esposo; no hay año que no corrompa así a todos los muchachos, y por lo menos a la mitad de las restantes criaturas. De las catorce muchachas que has visto, ocho ya han sido marchitadas de esta manera, y ha disfrutado de nueve muchachos; las dos mujeres que le sirven son sometidas a los mismos horrores... Oh, Thérèse –añadió Rosalie precipitándose a mis brazos–, oh, querida amiga, yo también, también a mí me ha seducido desde mi tierna infancia; apenas tenía once años cuando ya era su víctima... lo era, ¡ay de mí!, sin poder defenderme...

–Pero, señorita –le interrumpí, asustada...–, ¿y la religión? Os quedaba por lo menos este camino... ¿No podíais consultar con un director y confesárselo todo?

–¡Ah! ¿No sabes, pues, que a medida que nos pervierte, sofoca en nosotros todas las semillas de la religión, y nos prohíbe todas sus prácticas?... Y además, ¿qué podía hacer yo? Casi no me ha instruido. Lo poco que me ha contado sobre esas materias sólo ha sido por el temor de que mi ignorancia traicionara su impiedad. Pero jamás me he confesado, nunca he hecho mi primera comunión; sabe ridiculizar tan bien todas estas cosas, absorber en nosotros hasta las menores ideas, que aleja para siempre de sus deberes a las que ha sobornado; o, si se ven obligadas a cumplirlos a causa de su familia, es con una tibieza y una indiferencia tan totales que no teme nada de su indiscreción. Pero convéncete, Thérèse, convéncete con tus propios ojos –prosigue empujándome rápidamente al retrete de donde salíamos– ven, esa habitación en la que castiga a los escolares es la misma en la que disfruta de nosotras; ya ha terminado la clase, es la hora en que, excitado por los preliminares, vendrá a desquitarse de la presión que le impone a veces su prudencia. Regresa al lugar donde estabas, querida amiga, y tus ojos lo descubrirán todo.

Por escasa curiosidad que sintiera por esos nuevos horrores, era mejor para mí, sin embargo, ocultarme en ese retrete que dejarme sorprender con Rosalie durante las clases. Rodin infaliblemente habría concebido sospechas. Así que me siento. Apenas he entrado, aparece Rodin con su hija. La conduce al lugar donde ha estado antes, y acuden también las dos doncellas. Allí, el impúdico Rodin, libre ya de medidas que guardar, se entrega a sus anchas y sin el menor velo a todas las irregularidades de su desenfreno. Las dos campesinas, completamente desnudas, son azotadas con todas las fuerzas. Mientras actúa sobre una, la otra se lo devuelve, y, en el intervalo, abruma con las más sucias caricias, las más desenfrenadas, las más asquerosas, el mismo altar que Rosalie, subida a un sillón, le presenta un poco inclinada. Le llega finalmente el turno a esa desdichada: Rodin la ata al poste como a sus escolares, y mientras que una tras otra, y a veces las dos juntas, sus doncellas le desgarran a él, él azota a su hija y la golpea desde la mitad de los riñones hasta el final de los muslos, extasiándose de placer. Su agitación es extrema, aúlla, blasfema, flagela; apenas sus varas se graban en algún lugar, sus labios se pegan a él. Y el interior del altar, y la boca de la víctima... todo, excepto la parte delantera, todo es devorado a chupetones. Pronto, sin variar de posición, limitándose a situárselo más fácil, Rodin penetra en el asilo estrecho de los placeres; y el mismo trono, durante ese tiempo, es ofrecido a sus besos por su gobernanta, mientras la otra muchacha le azota con todas sus fuerzas. Rodin está en la gloria, atraviesa, desgarra, mil besos a cual más cálido expresan su ardor sobre lo que se ofrece a su lujuria: la bomba estalla, y el embriagado libertino se atreve a saborear los más dulces placeres en el seno del incesto y de la infamia.

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