Authors: Marqués de Sade
Entonces, el pérfido, utilizando conmigo los más groseros epítetos, me dijo:
–Bribona, ¿reconoces el matorral del que te saqué como una fiera salvaje para devolverte a la vida que habías merecido perder?... ¿Reconoces los árboles donde amenacé con devolverte si alguna vez me obligabas a arrepentirme de mis bondades? ¿Por qué aceptaste los servicios que te pedía contra mi tía si tenías la intención de traicionarme, y cómo has imaginado servir a la virtud arriesgando la libertad de aquel a quien debías la felicidad? Situada necesariamente entre esos dos crímenes, ¿por qué has elegido el más abominable?
–¡Ay de mí! ¿No he elegido el que lo era menos?
–Tenías que negarte –continuó el furioso conde, cogiéndome por un brazo y zarandeándome con violencia–, sí, sin duda, negarte y no aceptar para traicionarme.
Entonces el señor de Bressac me contó todo lo que había hecho para sorprender las misivas de la señora, y cómo había nacido la sospecha que le había llevado a desviarlas.
–¡.Qué has conseguido con tu falsedad, criatura indigna? –prosiguió–. Has arriesgado tus días sin conservar los de mi tía. El golpe está dado. Mi regreso al castillo me ofrecerá sus frutos. Pero es preciso que perezcas, es preciso que aprendas, antes de expirar, que el camino de la virtud no siempre es el más seguro, y que existen circunstancias en el mundo en las que la complicidad con un crimen es preferible a su delación.
Y sin darme tiempo a contestar, sin demostrar la menor piedad por el cruel estado en que me hallaba, me arrastra hacia el árbol que me estaba destinado y donde aguardaba su favorito.
–Ahí tienes –le dijo– a la que ha querido envenenar a mi tía, y que quizás ya ha cometido el horrible crimen, pese a mis esfuerzos por prevenirla. Sin duda habría hecho mejor en entregarla en manos de la justicia, pero allí habría perdido su vida, y yo quiero dejársela para que sufra más tiempo.
Entonces los dos malvados se apoderan de mí y me desnudan en un instante.
–¡Qué hermosas nalgas! –decía el conde con un tono de la más cruel ironía y manipulándolas con brutalidad–. ¡Qué soberbias carnes!... ¡Un excelente almuerzo para mis dogos!
Cuando ya no llevo encima ninguna ropa, me atan al árbol con una cuerda que rodea mi cintura, dejándome los brazos libres para que pueda defenderme lo mejor posible; y por la distancia que dejan a la cuerda puedo avanzar y retroceder unos seis pies. Una vez ahí, el conde, muy excitado, acude a observar mi actitud. Gira a mi alrededor. Por la ruda manera con que me toca, parece que sus manos asesinas quisieran competir con la rabia de los colmillos acerados de sus perros.
–¡Vamos! –le dice a su ayudante–, suelta a los animales, ya es hora.
Les desencadenan, el conde los excita, los tres se arrojan sobre mi desdichado cuerpo. Diríase que se lo reparten para que ninguna de sus partes quede exenta de sus furiosos asaltos. Por mucho que los rechace, me desgarran cada vez con mayor furia, y a lo largo de esta escena horrible, Bressac, el indigno Bressac, como si mis tormentos hubieran encendido su pérfida lujuria... ¡infame!, se ofrecía, examinándome, a las criminales caricias de su favorito.
–Ya basta –dijo, al cabo de unos minutos–, ata a los perros y abandona esta desgraciada a su mala suerte. –¡Bien, Thérèse! –me dijo en voz baja, rompiendo mis ataduras–. Como ves, a veces la virtud cuesta muy cara. ¡Crees que dos mil escudos de pensión no eran mejor que los mordiscos que ahora te cubren?
Pero en el horrible estado en que me encuentro, apenas puedo oírle. Me arrojo a los pies del árbol y estoy a punto de perder el conocimiento.
–Soy muy bueno al salvarte la vida –dice el traidor, al que mis males irritan–, vigila por lo menos el uso que harás de este favor...
Después me ordena que me levante, que recoja mis ropas y que abandone cuanto antes el lugar. Como la sangre mana de todas partes, a fin de que mi vestido, el único que me queda, no se manche, arranco hierba para refrescarme y después secarme, mientras Bressac se pasea de un lado a otro, mucho más ocupado en sus ideas que en mí.
La hinchazón de mis carnes, la sangre que sigue manando, los espantosos dolores que soporto, hacen que me resulte casi imposible la operación de vestirme, sin que en ningún momento el deshonesto hombre que acaba de situarme en tan cruel estado... él, por el que antes yo habría sacrificado mi vida, se dignara concederme la menor señal de conmiseración. Así que estuve preparada, me dijo:
–Ve donde quieras. Debe quedarte dinero, no te lo quito, pero procura no volver a aparecer por ninguna de mis casas, tanto en la ciudad como en el campo. Hay dos poderosas razones en contra. En primer lugar, conviene que sepas que el proceso que creías terminado no lo está. Se te ha dicho que había sido sobreseído, te han engañado. El decreto sigue vigente. Te dejaban en esta situación para ver cómo te portabas. En segundo lugar, aparecerás públicamente como la asesina de la marquesa. Si sigue en vida, haré que se vaya con esta idea a la tumba, y lo sabrá toda la casa. Así que te enfrentas a dos procesos en lugar de uno, y en lugar de un vil usurero tendrás como adversario a un hombre rico y poderoso, decidido a perseguirte hasta el infierno, si abusas de la vida que su piedad te ha concedido.
–Pero, señor –contesté–, cualesquiera que sean vuestros rigores hacia mí, no temáis nada de mis pasos. He creído que debía actuar contra vos cuando se trataba de la vida de vuestra tía, jamás emprenderé nada cuando sólo se trate de la desdichada Thérèse. Adiós, señor, ¡ojalá vuestros crímenes os hagan tan feliz como tormentos me ocasionan vuestras crueldades! Y sea cual sea la suerte que me depare el cielo, en tanto que quiera conservar mis deplorables días sólo los utilizaré en rezar por vos.
El conde alzó la cabeza. No le quedaba más remedio que mirarme ante estas palabras, y como me vio vacilante y cubierta de lágrimas, por el temor de con moverse sin duda, el cruel se alejó y ya no volví a verle. Totalmente entregada a mi dolor, me dejé caer al pie del árbol, y allí, dándoles el más libre curso, hice resonar el bosque con mis gemidos. Abracé la tierra con mi desdichado cuerpo, y regué la hierba con mis lágrimas.
–¡Oh, Dios mío! –exclamé–, vos lo habéis querido; estaba escrito en vuestros eternos decretos que el inocente fuera la presa del culpable. Disponed de mí, Señor, todavía estoy muy lejos de los males que habéis sufrido por nosotros. ¡Ojalá los que yo soporto adorándoos me hagan digna un día de las recompensas que prometéis al débil, cuando os tiene por objeto en sus tribulaciones y os glorifica en sus penas!
Caía la noche. Se me hacía imposible proseguir; apenas podía sostenerme. Dirigí la mirada al matorral donde me había acostado cuatro años antes; como pude me arrastré hasta él y, colocándome en el mismo lugar, atormentada por mis heridas todavía sangrantes, abrumada por los males de mi espíritu y por las penas de mi corazón, pasé la noche más cruel que quepa imaginar.
Como el vigor de mi edad y de mi temperamento me habían devuelto un poco de fuerza al apuntar el día, demasiado asustada por la vecindad de aquel cruel cas tillo, me alejé rápidamente de él. Abandoné el bosque y, decidida a ocupar, al riesgo que fuera, la primera habitación que encontrara, entré en la aldea de Saint-Marcel, a unas cinco leguas de París. Pregunté por la casa del cirujano y me la indicaron. Le rogué que curara mis heridas y le conté que, al escapar por una historia de amor de la casa de mi madre en París, había sido asaltada de noche por unos bandidos en el bosque que, para vengarse de las resistencias que había opuesto a sus deseos, me habían hecho tratar así por sus perros.
Rodin, así se llamaba aquel artista, me examinó con la mayor atención y no descubrió nada peligroso en mis llagas. Me dijo que habría garantizado devolverme en menos de quince días tan fresca como antes de mi aventura si hubiera llegado a su casa en el mismo instante; pero la noche y la angustia habían emponzoñado las heridas y tardaría un mes en restablecerme. Rodin me alojó en su casa, me dio todos los cuidados posibles, y al día treinta ya no quedaba en mi cuerpo ningún vestigio de las crueldades del señor de Bressac.
Tan pronto como el estado en que me hallaba me permitió tomar aire, mi primera preocupación fue intentar encontrar en la aldea una joven suficientemente hábil e inteligente para ir al castillo de la marquesa para informarme de todas las novedades ocurridas desde mi marcha. La curiosidad no era el verdadero motivo que me impulsaba a este paso. Esta curiosidad, probablemente peligrosa, habría estado con toda seguridad muy fuera de lugar; pero todo lo que había ganado con la marquesa seguía en mi habitación, apenas llevaba seis luises encima, y poseía más de cuarenta en el castillo. No me imaginaba que el conde fuera tan cruel como para negarme lo que me pertenecía tan legítimamente. Persuadida de que pasado el primer furor, no querría cometer conmigo semejante injusticia, escribí una carta lo más conmovedora posible. Le oculté cuidadosamente el lugar donde vivía, y le supliqué que me enviara mis ropas junto con el escaso dinero que tenía en mi habitación. Una campesina de veinticinco años, despierta e inteligente, se encargó de mi carta, y me prometió informarse bajo mano para comunicarme a su vuelta los diferentes temas cuyo esclarecimiento le dejé ver que me resultaba necesario. Le recomendé, por encima de todo, que ocultara el nombre del lugar donde me hallaba, que no hablara de mí para nada, y que dijera que había recibido la carta de un hombre que la traía de más allá de quince leguas. Jeannette se fue, y, veinticuatro horas después, me trajo la respuesta. Todavía existe, aquí está, señora, pero permitidme contaros, antes de leérosla, lo que había ocurrido en casa del conde desde mi ausencia.
La marquesa de Bressac había caído gravemente enferma el mismo día de mi desaparición del castillo, y murió dos días después en medio de unos dolores y unas convulsiones espantosas. Acudieron los parientes, y el sobrino, que parecía sumido en la mayor desolación, pretendió que su tía había sido envenenada por una camarera que se había evadido aquel mismo día. La estaban buscando, y tenían la intención de dar muerte a esa desdichada si la encontraban. Por otra parte, gracias a esta sucesión, el conde acabó siendo mucho más rico de lo que había creído. La caja fuerte, la cartera y las joyas de la condesa, objetos todos ellos de los que no se tenía conocimiento, ponían a su sobrino, al margen de las rentas, en posesión de más de seiscientos mil francos. En medio de su afectado dolor, al joven le costaba mucho esfuerzo, se decía, ocultar su alegría, y los parientes, convocados para la exhumación del cuerpo exigida por el conde, después de haber deplorado la suerte de la desdichada marquesa, y jurado vengarla si la culpable caía en sus manos, lo dejaron en la plena y tranquila posesión de su maldad. El propio señor de Bressac habló con Jeannette y le formuló varias preguntas, pero como la joven había contestado con tanta franqueza y firmeza, finalmente se decidió a darle su respuesta sin acuciarla más.
–Aquí tenéis esta carta fatal –dijo Thérèse entregándola a la señora de Lorsange–, sí, ahí la tenéis, señora, a veces mi corazón sigue necesitándola, y la conservaré hasta mi muerte. Si podéis, leedla sin estremeceros.
La señora de Lorsange, después de recoger la nota de manos de nuestra bella aventurera, leyó en ella las palabras siguientes:
«La desalmada que ha envenenado a mi tía tiene la osadía de atreverse a escribirme después de su execrable delito. Lo mejor que hace es ocultarme su retiro; puede estar segura de que lo pasará mal si la descubrimos. ¿Qué se atreve a reclamar? ¿Cómo habla de dinero? El que haya podido dejar equivale a los robos que ha cometido, tanto durante su estancia en la casa como al consumar su último crimen. Que evite un segundo envío semejante a éste, pues se le comunica que se arrestaría a su portador hasta que el lugar que encubre a la culpable fuera conocido por la justicia».
–Proseguid, querida niña –dijo la señora de Lorsange devolviendo la nota a Thérèse–, son actitudes que horrorizan. Nadar en oro, y negar a una desdichada que no ha querido cometer un crimen lo que ha ganado legítimamente, es una infamia gratuita que carece de parangón.
–¡Ay, señora! –continuó Thérèse, retomando el hilo de su historia–, pasé dos días llorando con esta malaventurada carta. Gemí mucho más por el comportamiento horrible que demostraba que por los rechazos que contenía. ¡Así que era culpable!, exclamé, ¡denunciada por segunda vez a la justicia por haber sabido respetar en exceso sus leyes! De acuerdo, no me arrepiento: por muchas cosas que puedan ocurrirme, jamás conoceré los remordimientos mientras mi alma siga pura y no haya cometido otro mal que el de haber atendido en exceso los sentimientos equitativos y virtuosos que jamás me abandonarán.
Me resulta imposible creer, sin embargo, que las investigaciones de que me hablaba el conde fueran reales. Eran tan poco verosímiles, resultaba tan peligroso para él hacerme aparecer ante la justicia que supuse que, en el fondo de sí mismo, él debía estar mucho más asustado de verme que yo temblorosa por sus amenazas. Estas reflexiones me decidieron a seguir donde estaba, e incluso a instalarme allí si era posible, hasta que mis fondos crecieran y me permitieran alejarme. Comuniqué mi proyecto a Rodin, que lo aprobó, y hasta me propuso que permaneciera en su casa; pero antes de contaros la decisión que tomé, es necesario daros una idea de ese hombre y de su entorno.
Rodin era un hombre de cuarenta años, moreno, de cejas espesas, mirada viva, apariencia vigorosa y saludable, pero al mismo tiempo libertina. Muy por encima de su estado, y poseyendo de diez a doce mil libras de rentas, Rodin sólo ejercía el arte de la cirugía por gusto. Tenía una preciosa casa en Saint–Marcel que sólo ocupaba, habiendo perdido a su mujer desde hacía unos años, con dos jóvenes para servirle y su hija. Esta joven, llamada Rosalie, acababa de cumplir catorce años; reunía todos los encantos más atractivos: un talle de ninfa, una cara redonda, fresca, extraordinariamente animada, de rasgos amables y pícaros, la más bonita boca posible, unos grandes ojos negros, llenos de expresión y de sentimiento, unos cabellos castaños que caían hasta su cintura, la piel de un resplandor... de una finura increíbles; además, los más bellos senos del mundo; aparte de la inteligencia, vivacidad, y una de las almas más bellas que haya podido crear la naturaleza. En cuanto a las compañeras con las que debía servir en esta casa, eran dos campesinas, de las que una hacía de gobernanta y la otra de cocinera. La que desempeñaba el primer cometido podía tener veinticinco años, la otra tenía dieciocho o veinte, y ambas eran extraordinariamente bonitas; esta elección despertó mis sospechas sobre el deseo que manifestó Rodin de conservarme. ¿Qué necesidad tiene de una tercera doncella, me decía, y por qué las quiere bonitas? Seguramente, continuaba, en todo eso hay algo poco conforme con las costumbres regulares de las que no quiero apartarme jamás; examinémoslo.