El cuerpo, como he dicho, era enjuto; pero un vientre enorme despertaba compasión hacia las débiles piernas por las que se hacía conducir sin piedad. El equilibrio se conservaba gracias a la previsión materna que le había dotado de dos andenes de ferrocarril, a guisa de pies, cuyo envoltorio, a no dudarlo, consumía un cuero de baqueta entero. Un día nos confió, en un momento de abandono, que nunca encontraba alpargatas hechas, y que las que obtenía, fabricadas a medida, excedían siempre los precios corrientes.
Debía haber servido en la legión italiana durante el sitio de Montevideo o haber vivido en comunidad con algún soldado de Garibaldi en aquellos tiempos, porque en la época en que fue portero, cuando le tocaba despertar a domicilio, por algún corte inesperado de la cuerda de la campana, entraba siempre en nuestros cuartos cantando a voz en cuello con aire de una diana militar, este verso (!) que tengo grabado en la memoria de una manera inseparable a su pronunciación especial:
Levántasi muchachi,
que la cuatro sun
e lo federali
sun vení o Cordun.
Perdió el gorjeo matinal a consecuencia de un reto del señor Torres que, haciéndole parar el pelo, le puso a una pulgada de la puerta de la calle.
Sin embargo, en la enfermería, cuando entraba por la mañana o al participar, en la comida, del vino que había comprado a hurtadillas para nosotros, tarareaba siempre entre dientes: «Levántasi, muchachi», etc. Cuando le retaban o el doctor Quinche, médico del Colegio, le decía que era un animal, lo que ocurría con regularidad y justicia todos los días, su único consuelo era, así que la borrasca se ausentaba bajo la forma del doctor Quinche, entonar su eterno e inocente estribillo.
Como prototipo de torpeza, nunca he encontrado un
specimen
más completo que nuestro enfermero.
Su escasa cantidad de sesos se petrificaba con la presencia del doctor, a quien había tomado un miedo feroz y de cuya ciencia médica hablaba pestes en sus ratos de confidencia.
Cuando el médico le indicaba un tratamiento para un enfermo, inclinaba la cabeza en silencio y se daba por enterado.
Un día había caído en el gimnasio un joven correntino y recibido, a más de un fuerte golpe en el pecho, una contusión en la rodilla.
El doctor Quinche recetó un jarabe que debía tomarse a cucharadas y un agua para frotar las rodillas.
Una hora después de su partida, oímos un grito en la cama del pobre correntino, a quien el enfermero había hecho tomar una cucharada de un líquido atroz, después de haberle friccionado cuidadosamente la rodilla con el jarabe de que tenía enmelada toda la mano. Fue su última hazaña; el doctor Quinche declaró al día siguiente que uno de los dos, el enfermero o él, estaba de más en el mundo o por lo menos en la enfermería, y como el hilo se
curta
por lo más delgado, según tuvo la bondad de comunicármelo confidencialmente, el pobre enfermero cambió de destino, aunque consolado un tanto de que sus funciones se limitaran siempre a suministrar drogas; fue sirviente de comedor.
Sentimos su salida de todas veras; pero bien pronto una catástrofe mayor nos hizo olvidar aquélla. El vicerrector, alarmado de la manera como se propagaba la epidemia vaga de que he hablado, celebró una consulta médica con el doctor, y ambos de acuerdo establecieron como sistema curativo la dieta absoluta, acompañada de una vigilancia. A las veinticuatro horas nos sentimos sumamente aliviados y el germen de nuestro mal fue tan radicalmente extirpado, que no volvimos a visitar la enfermería en mucho tiempo.
Fue un día bullicioso aquel en que se nos anunció que en breve empezaría a funcionar la clase de literatura, regida por el señor Gigena. Teníamos hambre de lanzarnos en esa vía del arte; las novelas nos habían preparado el espíritu para esa tarea y nos parecía imposible que al año de curso no nos encontráramos en estado de escribir a nuestra vez un buen romance, con muchos amores, estocadas, sombras, luchas, escenas todas de descomunal efecto. Ya para aquel entonces había yo comenzado a borronear papel y a más de dos cretinismos juveniles que mis parientes de la
Tribuna
publicaron con sendas laudatorias, tenía casi concluida una novela que pasaba en una estancia durante las vacaciones, y cuyo héroe principal era un gaucho cantor. Creo que algo de eso se publicó después, bajo un seudónimo, como si temiera comprometer mi gravedad en tales ligerezas.
Mi compañero de trabajos literarios era Adolfo Lamarque, que me llevaba dos ventajas insuperables: hacía versos y era externo. A pesar de estar sentados juntos en clase, nos dirigíamos frecuentes cartas, las mías siempre en prosa, pero las suyas generalmente rimadas.
Lamarque versificaba con suma facilidad.
Recuerdo que una vez que debíamos hacer una composición en clase sobre
El sueño de Aníbal
, Lamarque, el único, presentó la suya en verso. Para mí fue una obra maestra, y aún tengo en la memoria los primeros versos. Empezaba así:
Despierta, Aníbal, del letargo horrendo
que aquí te tiene encadenado, y vuela
a vengar a Duilio...
Lamarque me enloquecía, pintándome en verso, prosa y narraciones orales, los primores maravillosos del
Orphée aux Enfers,
que se daba entonces por primera vez en el Teatro Argentino. La descripción del traje de la
Opinion Publique
tomaba siete octavas partes de la narración, destinadas a pintar precisamente lo que no cubría. Diana, Venus, la opulenta Juno, completaban el cuadro. No tenía la menor noción de esas grandezas; un deseo inmoderado de gozar yo también de ese espectáculo soberano me impedía estudiar, apartar un instante mi pensamiento de todo ese Olimpo adorable. Así, un día que Gigena nos dio por tema de disertación escrita este cuadro de Suetonio: «Nerón, desde lo alto del Capitolio, rodeado de sus cortesanas, la lira en la mano y ceñida la frente de guirnaldas, contempla el incendio de Roma», no sé qué pasó por mí. Me olvidé de que el objeto primordial retórico, obligado, era vilipendiar a Nerón, ponerle por el suelo en nombre de la moral más elemental y concluir por una peroración vigorosa, en la que ofreciera ese ejemplo abominable a los reyes todos de la tierra. «Amor sonó la lira», como habría dicho don J. C. Varela, y debutó por la pintura de un incendio durante la noche. En vez de hablar de las madres, niños y ancianos víctimas del fuego, en vez de mencionar gravemente los capitales perdidos y las obras de arte destruidas, no veía sino las llamas colosales jugueteando en la atmósfera, el humo denso y abrillantado por el resplandor, el rugido de las hogueras, la muchedumbre humana en convulsión. Y allá en la altura, Nerón, bello como un Dios pagano, desnudo como un efebo, cantando versos sonoros y vibrantes, mientras mujeres de incomparable hermosura sostenían su cabeza con sus blancos senos, le escanciaban vinos selectos y humedecían su sien con la guirnalda siempre fresca... Insensiblemente pasé por los límites verdosos de la ilusión discreta, llegué a las licencias de Petronius, alcancé a Lucius, y al final ciertas páginas de Gautier habrían sido cartas de Chesterfield al lado de mi composición. Gigena se alarmó y me hizo suspender la lectura a la mitad a pesar de las protestas de los compañeros, que viendo aquel
boccato,
querían gozarlo íntegro.
Por lo demás, forzoso me es declarar que aquella clase de literatura tuvo efectos funestos sobre nosotros. Fundamos diarios manuscritos, cuya «impresión» nos tomaba noches enteras, en los que yo escribía artículos literarios donde hablaba del «festín de las brisas y los céfiros en el palacio de las selvas», y en los que Lamarque, F. Cuñado, D. del Campo y otros publicaban versos. Esos diarios hicieron allí el mismo efecto que en los pueblos de campaña: turbaron la armonía y la paz, agitaron y agriaron los ánimos, y más de un ojo debió el obscuro ribete con que apareció adornado a las polémicas vehementes sostenidas por la «prensa». Por mi parte, tuve un duelo feroz. Ignoro hoy si mi adversario sufrió; pero sí recuerdo que, aunque el honor quedó en salvo, salí de la arena mal acontecido, sin ver claro, con una variante en la forma nasal y un dedo de la mano derecha fuera de su posición normal.
Un joven romano habría jurado no ocuparse más de prensa en su vida; pero las preocupaciones se van y los instintos quedan. ¡Oh! ¡Qué himnos cantara hoy al periodismo si sólo golpes y magullones me hubiera costado!...
Pasábamos las vacaciones en nuestra casa de campo, como considerábamos legítimamente el punto que hasta hace poco tiempo fue conocido con el nombre de
Chacarita de los Colegiales,
y que más tarde, al perder el último término de su denominación, debía adquirir tanta fama por los acontecimientos de junio de 1880.
Pocos puntos hay más agradables en los alrededores de Buenos Aires. Situado sobre una altura, a igual distancia de Flores, Belgrano y la capital, el viejo edificio de la Chacarita, monacal en su aspecto, pero grande, cómodo, lleno de aire, domina un paisaje delicioso, al que las caprichosas ondulaciones del terreno dan un carácter no común en las campiñas próximas a la ciudad. En aquel tiempo poseíamos como feudo señorial, no sólo los terrenos que aun hoy pertenecen a la Chacarita, sino los que en 1871 fueron destinados al cementerio tan rápidamente poblado. Así, nuestros límites eran extensos y no nos faltaba, por cierto, espacio para llenar de aire puro los pulmones, organizar carreras y dar rienda suelta a la actividad juvenil que nos castigaba la sangre. A pesar de la inmensidad de nuestros dominios, teníamos pleitos con todos los vecinos, sin contar el famoso proceso con la Municipalidad de Belgrano, especie de
Jarndyce versus Jarndyce
, del que habíamos oído hablar como de una tradición vetusta, cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, proceso cuyos antecedentes ignorábamos en absoluto, lo que no nos impedía declarar con toda tranquilidad que el Municipio de Belgrano era representado por una compañía de ladrones, neta y claramente clasificados. Este viejo pleito tenía para nosotros, sin embargo, algunas ventajas.
Cuando cruzábamos frente al juzgado de paz de Belgrano, a galope tendido, algunos honorables miembros de la partida de policía, viendo la traza arcaica de nuestros corceles (fuera de funciones en esos momentos, por cuanto su profesión habitual era arrastrar carradas de leña o sacar agua), abandonaban el noble juego de la taba en que estaban absorbidos, y cabalgando a su vez, emprendían animosos nuestra persecución. Generalmente íbamos dos en cada caballo, lo que, como se supone, no aumentaba sus condiciones de velocidad. Pero compensábamos este inconveniente por una metódica y razonada división del trabajo,
avant-goût
de nuestros estudios económicos del futuro. La dirección del cuadrúpedo estaba entera y absolutamente confiada al que iba delante, tarea grave y trascendental, no sólo por las veleidades fantásticas de la bestia y por la necesidad de cortar campo, sino por la preocupación incesante del jinete para evitar la probable operación de la talla, practicada inconscientemente por una cruz pelada y puntiaguda, a favor del convulsivo movimiento de una manquera tradicional. El ciudadano que ocupaba el anca desempeñaba las funciones de foguista; él debía suministrar, con medios a su arbitrio, los elementos necesarios para producir el movimiento. Por lo demás, se procedía siempre de acuerdo con una tabla sancionada por la estadística experimental; se sabía que el uso del rebenque firme, apoyado por el talón incansable, producía el trote; si el compañero de adelante podía distraerse hasta el punto de menear talón a su vez, se obtenía un simulacro de galopito expirante, y por fin el «máximum», esto es, un galope normal, de tres cuadras exactas de duración, se alcanzaba por la hábil combinación del rebenque, cuatro talones y una pequeña picana, dirigida con frecuencia hacia aquellos puntos que el animal, en su inocencia, había dado muestras de considerar como los más sensibles de su individuo.
Se me dirá, tal vez, que con semejantes elementos era una verdadera insensatez arrostrar las iras policiales de la partida; pero esa crítica cesará cuando se sepa que los medios de locomoción de nuestros adversarios eran de una fuerza análoga a aquellos de que disponíamos. Iniciada la persecución, oíamos un ruido confuso de latas y denuestos tras de nosotros; silenciosos, como convenía a hombres que tenían en juego, a más de sus cinco sentidos, todas sus articulaciones, aspirábamos a llegar a los terrenos ya casi neutrales del otro lado del Circo; en general, según cálculo hecho y resultado previsto, rodábamos tres veces antes de llegar allí. Pero sabíamos también que el honorable miembro de la partida a quien tal fracaso sucedía, no conseguía poner en pie su cabalgadura, sino después de media hora de exhortaciones expresivas. Llegados a campo abierto, entre zanjas, arroyos y alambrados habíamos vencido; porque, echando pie a tierra, abandonábamos la bestia que partía con increíble velocidad hacia la Chacarita, mientras nosotros saltábamos un cerco, detrás del cual, por medio de cascotes, rechazábamos con pérdida las cargas efímeras de la caballería enemiga. Cuando una hora más tarde el sargento de la partida osaba llegar a nuestro castillo y presentar sus quejas a las autoridades del Colegio, ya éstas habían sido informadas por nosotros de los desafueros que, a causa del proceso pendiente, se habían permitido los seides del juez de paz de Belgrano. El sargento salía corrido y las hostilidades tomaban un carácter feroz.
Buena, sana, alegre, vibrante aquella vida de campo. Nos levantábamos al alba; la mañana inundada de sol, el aire lleno de emanaciones balsámicas, los árboles frescos y contentos; el espacio abierto a todos los rumbos, nos hacían recordar con horror las negras madrugadas del Colegio, el frío mortal de los claustros sombríos, el invencible fastidio de la gente de estudio. En la Chacarita estudiábamos poco, como que era natural; podíamos leer novelas libremente, dormir la siesta, salir en busca de
camuatís
, y, sobre todo, organizar con una estrategia científica, las expediciones contra los «vascos».
Los «vascos» eran nuestros vecinos hacia el Norte, precisamente en la dirección en que los dominios colegiales eran más limitados. Separaba las jurisdicciones respectivas un ancho foso, siempre lleno de agua y de bordes cubiertos de una espesa planta baja y bravía. Pasada la zanja, se extendía un alfalfar de media cuadra de ancho, pintorescamente manchado por dos o tres pequeñas parvas de pasto seco. Más allá, el jardín de las Hespérides, los Campos Elíseos, el Edén, la tierra prometida. Allí, en pasmosa abundancia crecían las sandías, robustas, enormes, cuyo solo aspecto apartaba la idea de la
caladura
previsora; la sandía ajena, vedada, de carne roja como el lacre, el
cucúrbita citrullus
famoso, cuya reputación ha persistido en el tiempo y el espacio; allí doraba el sol esos melones de origen exótico, redondos, incitantes en su forma ingénita de tajadas, los melones exquisitos, de suave pasta perfumada y de exterior caprichoso, grabado como un papiro egipcio. No tenía rivales en la comarca, y; es de esperar que nuestra autoridad sea reconocida en esa materia. Las excursiones a otras chacras nos habían siempre producido desengaños; la nostalgia de la fruta de los «vascos» nos perseguía a todo momento y jamás vibró en oído humano, en sentido menos figurado, el famoso verso de Garcilaso de la Vega.