En cuanto a mí, recordaba bien que de los ocho a los doce años no había faltado casi una noche a la Ópera ; mi padre me llevaba siempre consigo. Era, pues, un
dilettante
de raza y tradición. Tamberlick me había acariciado y la incomparable Madama Lagrange, aquella artista con un corazón a la Malibran, se había entretenido en hacerme charlar durante los entreactos en su camarín, adonde solía llevarme mi hermano Jacinto. Y hoy, que era hombre, que podía apreciar todas aquellas bellezas que habían encantado a mi padre y que flotaban en mi memoria como una nube, tenía que volverme triste y solo al Colegio, dando la espalda al mundo de la luz.
Una noche no pude resistir al pasar frente al Colón; vi entrar a un pariente amigo con su familia; comprendí que tenía un palco donde meterme medio escondido y tomando mi entrada penetré bravamente, un poco pálido, por la convicción profunda de que todo el mundo me observaba.
El pariente tenía felizmente un palco bajo y oscuro de la ochava; llamé, me resistí con energía a las sillas de adelante y acurrucándome en el fondo, lancé una mirada investigadora a la platea. Yo sabía que el vicerrector era un melómano decidido; en efecto, a poco le descubrí en las tertulias. De un lado cierta irritación por su presencia, mientras nos confinaba en el claustro tan cruelmente, y de otro el temor que me descubriese, me agitaron y la luz, la música, ese curioso y penetrante ambiente de los teatros de buen tono, la proximidad de una criatura idealmente bella, que estaba en el palco, sus ojos dulces como un pedazo de cielo, su voz tímida y armoniosa, aquel color diáfano, transparente, sombreado a cada instante por un tenue velo de púrpura, esa emanación exquisita de la pureza, de la inocencia y de la gracia, que subyuga en todas las edades, todo en un encanto misterioso se apoderó de mí por completo. Quince años han pasado sobre mi cabeza desde aquella noche, quince años bien llenos y agitados pasarán veinte más y no perderé ese recuerdo suave y melancólico, que trae a mi alma la impresión fresca de las primeras emociones puras de mi juventud. Sonrío a veces al recordar mi idilio adolescente, los entusiasmos de mi espíritu, ese estado de sensibilidad enfermiza, la necesidad imperiosa que sentía de hacer versos, mi desesperación por no poder medir una cuarteta, las páginas enteras desgarradas con desaliento, las cartas ideales, que jamás debían llegar a su destino, en los que derramaba todos mis sueños y esperanzas. La veía en todas partes, en todas la buscaba. Me parecía inútil obtener su cariño; el mío me bastaba, me llevaba, me daba intensidad al espíritu, fuerza a la voluntad, brillo a la imaginación, nobleza al corazón. Cambié de carácter; fui dulce, afable, perdí la ironía amarga con mis compañeros, dejé en paz los ridículos ajenos; me observaba, me corregía, me mejoraba...
De nuevo sonrío a través de los años; pero quisiera volver a esas horas incomparables, a esa explosión de la savia, trepando al árbol al son de los cantos primaverales y desenvolviéndose en hojas, en flores, en perfumes. ¡Quisiera volver a amar como amé entonces y como sólo entonces se ama, puro el corazón, celeste el pensamiento!...
Todo pasó en el rápido correr del tiempo; pero la figura deliciosa, a la que los años han circundado de esa atmósfera vaporosa que da Murillo a sus Vírgenes, queda fija allá en el pasado, cerniéndose al principio de la ruta, como una luz ideal...
Hay que caer a la tierra y recordar que, de una u otra manera, tenía que entrar en el Colegio. Poco antes del último acto salí, corrí a la puerta que da sobre el atrio de San Ignacio, me saqué el paletó, golpeé fuerte y cuando el viejo portero preguntó quién era, imité la voz del vicerrector y una vez la puerta abierta, abatí la vela que el cerbero traía en la mano con un golpe de mi sobretodo, le eché una zancadilla que dio con él en tierra, y antes que volviera de la sorpresa, ya corría yo por esos claustros como una exhalación.
Pero la hora había sonado para mí. Los castigos me irritaban, los consejos me ponían en un estado de nervios insoportable: no podía continuar en el Colegio. Pasaba los días enteros ideando medios para escaparme, a veces con riesgo de la vida, como cuando nos deslizábamos, con un compañero fiel, por una cuerda flotante que los albañiles dejaban durante la noche en el edificio que se construía entonces sobre la calle Moreno. Los exámenes estaban encima y no abría un libro. Había perdido la emulación por completo; las glorias de clase me parecían ridículas y no habría dado un paso por recuperar el puesto de honor al que estaba habituado y que sentía escapárseme de entre las manos. Al fin triunfé, y una mañana radiante se me abrieron para siempre aquellas puertas, en cuyos umbrales hubiera entonces sacudido mi planta como el númida.
Y, sin embargo, ¡cuántas cosas dejaba allí dentro! Dejaba mi infancia entera, con las profundas ignorancias de la vida, con los exquisitos entusiasmos de esa edad sin igual, en la que las alegrías explosivas, el movimiento nervioso, los pequeños éxitos reemplazan la felicidad, que más tarde se sueña en vano.
Abandonaba el Colegio para siempre y, abriendo valerosamente las alas, me dejaba caer del nido, en medio de las tormentas de la vida.
Muchos años más tarde, volví a entrar un día al Colegio; a mi turno, iba a sentarme en la mesa temible de los examinadores. Al cruzar los claustros, al ver mi nombre al pie de algunos dibujos que aun se mantenían fijos en la pared, con sus modestos cuadros negros; al pasar junto a mi antiguo dormitorio, teatro de tantas y tan renombradas aventuras; al cruzar frente a la puerta sombría del encierro, que por primera vez recibió una mirada cariñosa de mis ojos; al ver el grupo de estudiantes tímidos, callados, que en un rincón procuraban penetrar mi alma y leer en mi cara sus futuras clasificaciones; al estrechar la mano de mis compañeros de hoy, mis maestros de otro tiempo; al respirar, en una palabra, aquel ambiente que había sido mi atmósfera de cinco años, sentía una impresión extraña, grata y dulce, y una vaga melancolía me llevó por un momento a vivir la vida del pasado.
Me lancé a todos los viejos rincones conocidos, y al pasar bajo las bóvedas del claustro, se levantaban mis recuerdos, obedientes a una evocación simpática. Aquí, me decía, el buen Cosson, tan afectuoso, tan justo, nos leía las elegías de Gilbert con un entusiasmo sincero, o nos recitaba la tirada de
Théramène,
sin mirar el libro; aquí fue donde el profesor Rossetti, encantado de mi exposición, me predijo que sería un ingeniero distinguido, si perseveraba en las matemáticas, para las que había nacido; en aquel banco expuse a Puiggari mi deplorable conferencia sobre el iodo, que destruyó todas las esperanzas de verme convertido en un Lavoisier; en este sitio memorable fui sostenido por M. Jacques, cuando, habiendo sido llamado a dar examen de francés ante el doctor Costa, Costa, ministro de Instrucción Pública, me tocó en suerte traducir a primera vista el
Incendio de Moscou,
de M. de Segur y me trabé en descomunal batalla con Larsen sobre la significación de la palabra
tôle;
aquí Jacques me dijo que era un imbécil, pero que tenía razón, cuando sostuve ante él, en una discusión con un compañero, que este título de un capítulo de La Bruyère:
Les esprits forts,
no debía traducirse por «Los espíritus fuertes»; en aquel rincón me batí una tarde con denuedo contra un muchacho Arriaza, quien, si bien sacó del combate la nariz demolida y con una forma pintoresca, me dejó ciego por una semana; en este escaño se sentaba mi madre, me tomaba las manos, me acariciaba con sus ojos llenos de lágrimas, me apretaba contra sí, y al fin, cuando la noche caía y era necesario separarnos, me dejaba su alma en un beso... y diez pesos en la mano que, yo corría a convertir en cigarros en la portería; aquí fue donde el padre Agüero pilló al alba a Adolfo Saldías, que volvía de una escapada, y a la luz de la luna que entraba por los cristales del gimnasio, lo hizo arrodillar en el claustro helado y pedir perdón de su delito, mientras yo, con el mate en la mano y tras la puerta entreabierta del dormitorio del anciano, contemplaba el cuadro, poniendo la ausente barba en remojo; he aquí el cuarto famoso donde fue introducida por engaño la sirvienta que traía la ropa limpia al
mono
Latorre sufriendo las excesivas galanterías de los circunstantes, mientras el referido
mono,
amarrado al pie de un lecho, ofrecía el espectáculo confuso de un sátiro enardecido llorando a lágrima viva...
—Los exámenes van a comenzar, doctor. Sólo a usted se espera.
—Voy al momento.
¡Ah!, he aquí el cuarto de Eyzaguirre, aquel informe
mare mágnum
del que éramos pilotos expertos.
En esa ventana asamos una noche memorable las aves robadas en el corral de la despensa, aves sagradas para nosotros y que jamás figuraron en la mesa del refectorio; allí el salón de los exámenes escritos, donde algunos jóvenes valerosos entraban llevando el enorme Ganot distribuido por capítulos en todo el cuerpo y conociendo la topografía del terreno como César los campos de Munda; la fuente me saluda, la fuente de pico recto, la fuente que era necesario conquistar a puñetazos, porque el compañero que esperaba, interrumpía a menudo la absorción haciéndola interminable, por medio de la broma llamada del
ternero mamón;
aquí un condiscípulo querido de todos nosotros, que temíamos no pasara en el examen escrito, nos dio una minuciosa explicación de cómo había repartido sus fuerzas para el combate; en la nuca, entre camisa y camiseta, los capítulos de
La Inteligencia,
salvo
La Razón,
que, muy doblada, se ocultaba bajo el cuello, unida a la corbata por un alfiler; entre el elástico del botín derecho,
La Sensibilidad,
formando
pendant
con el izquierdo,
La teoría de las facultades del alma;
en un falso bolsillo del pantalón
La Voluntad,
excepto el
Libre Albedrío,
que ocupaba un sitio indigno de su importancia filosófica; y allí, sobre el estómago, a mano como un puñal de misericordia, como recurso extremo, el
Discurso sobre el método,
que, bien manejado, es un proteo multiforme, apto para satisfacer el programa entero...
—Señor doctor, le están esperando...
—Voy al momento.
¡Cuánta sonrisa en aquellas caras juveniles, si hubieran leído las cosas que llenaban mi alma, y dádose cuenta de las impresiones bajo las cuales ocupaba mi silla de examinador!
Decían las cosas que en otro tiempo yo había dicho; usaban las mismas estratagemas que yo había empleado y se lanzaban a cuerpo perdido en las partes de la bolilla que les eran conocidas, evitando con una habilidad de pilotos consumados las arcanas secciones no holladas por sus ojos infantiles. ¡Con qué elasticidad el compañero de atrás hacía de mimbre su cuerpo, alargaba el pescuezo como una jirafa y llamando en su auxilio la voz más susurrante
soplaba
con coraje! Yo nada veía, nada quería ver. Mis preguntas envolvían clara y precisa la respuesta cuando el discípulo era flojo, y con una sonrisa animadora, impulsaba a desenvolver su charla graciosa y ligera al que, habiendo estudiado, quería lucir su ciencia. ¡Ciencia divina, superficial, epicúrea, ciencia de un adolescente griego, explicando a su manera infantil los mitos homéricos, ciencia deliciosa que flota como un sueño en la región de la teoría borrándose al mes siguiente, porque no tiene la mordiente áspera de la experiencia propia!
Y así pasaba ante mis ojos la filosofía y la historia, serena, olímpica, a la manera de Hesíodo , saliendo de aquellos labios puros, como el reflejo de leyendas de otros tiempos, en mundos distintos del que nos rodea. ¡Con qué placer, entre mis examinandos, encontraba un cartaginés endurecido, ardiente admirador de Aníbal, que tal vez había llegado, como yo en las horas pasadas, pesaroso y triste, a las páginas de Zama! ¡Cómo sonaba en mi alma el entusiasmo por las cruzadas, y con qué viveza venía a mi memoria el largo discurso de Pedro el Ermitaño, que yo había compuesto en la clase de retórica!... Los muchachos sonreían y corría la voz eléctrica de que yo era un examinador insuperable. No sabían que les habría abrazado a todos y que al más imbécil hubiera dado el
máximum
, con el alma y la conciencia tranquila.
Más tarde dictaba una cátedra de historia en la Universidad. Muchas veces, al final de mi conferencia, notaba en las caras de mis discípulos, siempre cultos y atentos conmigo, una ligera expresión de cansancio que me contagiaba. Era una época en que vivía agobiado por el trabajo; a más de mi cátedra, dirigía
El Correo,
pasaba un par de horas diarias en el Consejo de Educación, y, sobre todo, redactaba
El Nacional
, tarea ingrata, matadora, si las hay. Así solía llegar a la clase fatigado, y cuando el tema no era interesante, mi palabra salía pálida y difícil. ¡Pero la campana del Colegio Nacional estaba allí! Desde el aula la oía fácilmente y a sus primeros ecos recordaba mis horas de estudiante, el ansioso anhelo por salir de la clase, miraba a mis alumnos fatigados y cortaba familiarmente la conferencia. En otras ocasiones el eco de la campana me servía de excitante, y si alguna vez salieron mis discípulos contentos, ignoraban que lo debían al vago sonido que me traía los más dulces recuerdos de mi infancia, mis ambiciones de estudiante, mi esfuerzo por ocupar el primer puesto y la memoria del gran maestro que nos hizo amar el estudio y la ciencia.
Sí, amar el estudio; a esa impresión primera debemos todos los que en el Colegio Nacional nos hemos educado, la preparación que nos ha hecho fácil el acceso a todas las sendas intelectuales. Se pueden emprender los estudios superiores a cualquier edad; los preparatorios, no. Es necesaria la disciplina que sólo se acepta en la infancia, la dedicación absoluta del tiempo, el vigor de la memoria, nunca más poderoso que en los primeros años, la emulación constante y la ingenua curiosidad. Mucho se olvida más tarde, el tecnicismo, el detalle; pero a la menor concentración intelectual los caracteres perdidos en el fondo de la memoria reaparecen con la claridad de las líneas de un palimpsesto ante un reactivo, que obra el último trazado. En una semana un hombre regularmente dotado, puede estudiar a fondo una cuestión de Derecho; pero si no tiene una preparación sólida, si no ha ejercitado su espíritu en los largos años de bachillerato, la expondrá como un notario, jamás como un jurisconsulto. Falta de ideas generales, mis amigos.