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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

Kafka en la orilla (41 page)

BOOK: Kafka en la orilla
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Luego, finalmente, el joven aspiró una bocanada de aire, hincó los codos sobre el tatami y se incorporó tambaleante. El tatami oscilaba de una manera funesta, como el mar antes de una tormenta.

—Le ha dolido, ¿verdad?

El joven, como si intentara comprobar que seguía con vida, sacudió varias veces la cabeza, despacio.

—Eso no es dolor. Eso es como si te despellejaran vivo, te clavaran en una broqueta, te molieran y, luego, te soltaran por encima al galope un rebaño de vacas cabreadas. ¿Pero qué diablos me has hecho?

—He vuelto a colocarle el hueso en su sitio. Probablemente, a partir de ahora, todo vaya bien. Ya no le dolerá la cabeza. Y podrá cagar sin problemas.

En efecto, cuando el intenso dolor remitió, como si se retirara la marea, el joven se dio cuenta de que sentía una inusual ligereza en la zona de la cintura. Aquel dolor sordo y pesado de siempre había desaparecido. Notaba, además, una claridad nueva alrededor de las sienes. Su respiración era más pausada. Incluso le entraron ganas de hacer del vientre.

—¡Jo, pues sí! Parece que, por aquí y por allá, todo anda mejor.

—Sí. Todo era culpa de un hueso de la cintura —dijo Nakata.

—Pero ha dolido mucho, ¡eh! —suspiró Hoshino.

Cogieron un tren expreso en la estación de Tokushima y se dirigieron a Takamatsu. Tanto el alojamiento como el billete del tren los pagó el joven Hoshino de su propio bolsillo. Nakata insistió en pagar él, pero el joven no quiso ni escucharlo.

—Mira, de momento, pago yo. Y luego ya pasaremos cuentas. No me gusta eso de que los hombres adultos vayan pagando a medias.

—Sí. Nakata no se aclara mucho con el dinero, así que lo dejo en sus manos, señor Hoshino —dijo Nakata.

—Pero escucha, gracias a tu
shiatsu
me siento muchísimo mejor. Déjame que te pague algo al menos. Hace mucho tiempo que no me encontraba tan bien. Me siento un hombre nuevo.

—Esto es fantástico. El
shiatsu
no sé muy bien qué es, pero los huesos son algo muy importante.


Shiatsu
, o recolocación de las vértebras, o quiropráctica, no sé cómo llamarle. Lo que sí sé es que tienes muchísimo talento. Si te dedicaras a eso, te forrarías. Te lo garantizo. Sólo con que te enviara a mis amigos camioneros ya harías una pequeña fortuna.

—Al mirar la espalda, Nakata se ha dado cuenta de que el hueso estaba desviado. Y lo ha puesto otra vez en su sitio. He hecho muebles durante mucho tiempo y, cuando veo algo torcido, me entran ganas de ponerlo recto. Soy así desde siempre. Pero es la primera vez que enderezo huesos.

—Pues eso es talento natural —dijo el joven admirado.

—Antes podía hablar con los gatos.

—¡Caray!

—Pero hace poco, de repente, dejé de poder. Posiblemente, fuera culpa de Johnnie Walken.

—Ya.

—Tal como usted sabe, Nakata no es inteligente, así que no entiende de cosas difíciles. Pero, últimamente, pasan cosas difíciles. Por ejemplo, llueven peces y sanguijuelas del cielo.

—Ya.

—De todas formas, me alegro mucho de que haya mejorado su espalda, señor Hoshino. Si usted se siente bien, Nakata se siente bien.

—Yo también me alegro mucho.

—¡Oh! Muy bien.

—Pero eso del otro día…, lo de las sanguijuelas del área de servicio de Fujigawa…

—Sí, Nakata también se acuerda de lo de las sanguijuelas.

—¿No tendrá por casualidad algo que ver contigo?

Nakata se quedó reflexionando unos instantes, cosa que muy pocas veces hacía.

—Eso Nakata tampoco lo sabe. Pero cuando Nakata abrió el paraguas, cayeron muchas sanguijuelas del cielo.

—Ya.

—Se mire como se mire, es malo matar a alguien —dijo Nakata. Y asintió con un categórico movimiento de cabeza.

—Pues claro. Matar a alguien es malo —convino el joven.

—Sí —asintió Nakata con otro categórico movimiento de cabeza.

Se apearon en la estación de Takamatsu. Entraron en una
udon-ya
que había delante de la estación y cada uno se tomó un bol de udon para almorzar. Por la ventana se veían varias grúas grandes en el puerto. En las grúas había posadas muchas golondrinas. Nakata se comió los fideos saboreándolos equitativamente, uno tras otro.

—Estos
udon
están buenísimos —dijo Nakata.

—¡Qué bien! —exclamó Hoshino—. ¿Qué tal, pues? ¿Te parece bien este sitio?

—Sí, señor Hoshino. Está bien. Nakata tiene esa impresión.

—O sea, que es el lugar correcto. ¿Y qué haremos ahora?

—Debemos encontrar la piedra de la entrada.

—¿La piedra de la entrada?

—Sí.

—¡Caray! —dijo el joven—. Seguro que es una historia muy larga.

Nakata inclinó el bol y se bebió hasta la última gota del caldo de los fideos.

—Sí, es una historia muy larga. Pero es demasiado larga y Nakata no la conoce bien. Aunque creo que, una vez vayamos allí, lo sabremos.

—Como siempre. Una vez vayamos, lo sabremos.

—Sí. Exactamente y antes de ir no sabremos nada.

—Sí. Antes de ir, Nakata tampoco sabe nada.

—¡En fin! ¡Qué más da! Las historias largas no me van. Total, que ahora tenemos que encontrar la
piedra de la entrada
.

—Sí. Exactamente.

—¿Y dónde está?

—Nakata tampoco tiene ni idea.

—¡No sé por qué pregunto! —dijo el joven sacudiendo la cabeza.

25

Duermo un rato, me despierto, vuelvo a dormirme, me despierto de nuevo. Esto se repite una y otra vez. Quiero sorprenderla en el instante en que aparezca. A la que me doy cuenta, la jovencita ya está sentada en la misma silla de anoche. Las agujas fosforescentes del reloj, en la cabecera de la cama, señalan poco más de las tres. Las cortinas, que estoy seguro de haber corrido antes de acostarme, han sido descorridas en algún instante. Como anoche. Pero hoy no hay luna. Ésta es la única diferencia. Gruesos nubarrones cubren el cielo, incluso es posible que esté lloviznando. En la habitación reina una oscuridad mucho más profunda que anoche, matizada solamente por las luces del jardín que, desde lo lejos, llegan a través de los árboles. Pasa cierto tiempo hasta que mis ojos se acostumbran a la oscuridad.

La jovencita está con el codo hincado en la mesa, la barbilla apoyada en la palma de la mano, mirando el óleo de la pared. El vestido que lleva también es el mismo que la víspera. Debido a la oscuridad de la habitación no logro distinguir sus facciones por mucho que fije la vista. Pero, por el contrario, los contornos del rostro y del cuerpo destacan en las tinieblas, llenos de volumen, con una nitidez asombrosa. La que está ahí es, sin duda alguna, la señora Saeki cuando era joven.

Parece hallarse sumida en profundas reflexiones. O tal vez sólo esté en medio de un largo y profundo sueño. No, quizás ella
sea
, en sí misma, el largo y profundo sueño de la señora Saeki. En todo caso, permanezco inmóvil, conteniendo el aliento, para no romper el equilibrio de la escena. No hago un solo movimiento. Únicamente lanzo de vez en cuando una mirada al reloj para comprobar la hora. El tiempo va transcurriendo despacio, aunque uniforme y certero.

De repente, sin previo aviso, el corazón me empieza a latir desacompasado. Con un latido duro y seco, como si alguien estuviera golpeando la puerta sin cesar. Y este sonido, dueño de una especie de determinación, resuena con fuerza en la silenciosa estancia durante la madrugada. La persona más asustada por el ruido soy yo mismo y a punto estoy de saltar temerariamente de la cama.

La negra silueta de la niña oscila un poco. Levanta la cabeza, aguza el oído en las tinieblas. Los latidos de mi corazón han llegado a sus oídos. Ladea un poco la cabeza, como un animal del bosque que, concentra toda su atención en un ruido extraño. Luego se vuelve hacia mi cama. Pero mi figura no se reflejará en sus pupilas. Lo sé. Porque yo no formo parte de su sueño. Ella y yo pertenecemos a dos mundos distintos, separados por una línea divisoria.

Poco después, los furiosos latidos de mi corazón remiten tan deprisa como se han desbocado. El ritmo de mi respiración vuelve a la normalidad. Me hago invisible de nuevo. Y la jovencita deja de aguzar el oído. Vuelve a dirigir la mirada a
Kafka en la orilla del mar
. Con el codo hincado en la mesa, su corazón vuela hacia el muchacho en el verano del cuadro.

Tras permanecer unos veinte minutos en la misma posición, la hermosa niña desaparece. Como anoche, se levanta descalza de la silla, se encamina en silencio hacia la puerta y, sin abrirla, desaparece al trasponerla. Dejo pasar un rato, me incorporo, salto de la cama. Sin encender la luz, rodeado de tinieblas, me siento en la silla donde estaba sentada la niña. Poso ambas manos sobre la mesa, me sumerjo en la resonancia que ha dejado en la habitación. Cierro los ojos, capto el temblor que allí queda del corazón de la niña y lo hago mío. Permanezco con los ojos cerrados.

Al menos, aquella jovencita y yo tenemos algo en común. Caigo en la cuenta. Sí, es cierto. Los dos estamos enamorados de alguien que ya no está en este mundo.

Poco después me duermo. Mi sueño es inestable. Mi cuerpo reclama un sueño profundo, mi mente se lo niega. Y yo oscilo entre ambos como un péndulo. Al acercarse el alba, los pájaros del jardín empiezan su frenética actividad y sus trinos acaban por despejarme del todo.

Me pongo unos tejanos, una camisa de manga larga sobre la camiseta y salgo afuera. Son poco más de las cinco de la mañana, todavía no hay nadie por los alrededores. Atravieso la hilera de casas antiguas, el bosque de protección contra el viento, cruzo el rompeolas, salgo a la playa. El viento apenas me acaricia la piel. El cielo está cubierto por una capa uniforme de nubes grises, pero no parece que vaya a llover. Una mañana silenciosa. Las nubes absorben los diversos ruidos de la superficie de la tierra.

Mientras camino por el paseo que bordea la costa, me pregunto si aquel muchacho recorrería el mismo camino que yo, si más adelante sacaría la silla de lona y se sentaría en algún punto de la playa. Sin embargo, no puedo precisar dónde. En el fondo del cuadro sólo aparecen la arena, el horizonte, el cielo y las nubes. Y una isla. Pero islas hay varias, no logro recordar con exactitud qué forma tenía la del cuadro. Me siento en la arena, miro hacia el mar y trazo con el dedo, a mi capricho, un marco. Coloco dentro del marco la figura del muchacho sentado. Y un cielo sin viento, una golondrina que lo cruza sin decisión. Y pequeñas olas que rompen en la playa a intervalos regulares, que dibujan suaves curvas en la arena y se retiran dejando un pequeño rastro de espuma.

Me doy cuenta de que tengo celos del muchacho.

—Tienes celos del chico del cuadro —cuchichea el joven llamado Cuervo.

Tienes celos de un desgraciado muchacho que apenas había cumplido los veinte años —y de eso, encima, han pasado treinta años—, lo asesinaron de una forma absurda, confundiéndolo con otra persona. Unos celos tan violentos que te quitan la respiración. Es la primera vez que envidias a alguien. Ahora, por fin, has comprendido qué son los celos. Y ahora abrasan tu corazón como el fuego en el campo.

Jamás en la vida habías envidiado a nadie, jamás habías querido ser otra persona. Pero tú, ahora, envidias con todas tus fuerzas a ese muchacho. Si te fuera posible, te cambiarías por él. Aunque supieras que a los veinte años ibas a ser torturado, golpeado hasta la muerte con una tubería de hierro. Ni siquiera así te importaría. Serías él y, de los quince a los veinte años, amarías sin reservas a la señora Saeki de carne y hueso, y tú, a tu vez, serías amado sin reservas por ella. Te unirías a ella libremente, haríais el amor una y otra vez. Tus dedos recorrerían cada rincón de su cuerpo, los suyos recorrerían cada rincón del tuyo. E, incluso después de muerto, vuestro amor seguiría vivo en su corazón como una historia, como una imagen. Y tú serías amado por ella noche tras noche en sus recuerdos.

Sí, te encuentras en una situación muy curiosa. Tú te has enamorado de una muchacha que ya no existe, estás celoso de un muchacho que ya ha muerto. Con todo, estos sentimientos son los más reales que has experimentado en toda tu vida, y los más dolorosos. Y no hay salida. No hay posibilidad alguna de hallar una salida. Estás perdido en el laberinto del tiempo. Y el problema más grave es que tú no tienes ganas en absoluto de encontrar la salida. ¿Me equivoco?

Ôshima llega más tarde que ayer. Antes de que lo haga he pasado la aspiradora por la planta baja y por el primer piso, he fregado las mesas y las sillas, he abierto las ventanas y las he limpiado, he hecho la limpieza de los lavabos, he vaciado las papeleras, he cambiado el agua de los jarrones. He encendido las luces, conectado los ordenadores. Sólo falta abrir la puerta. Ôshima lo inspecciona todo, una cosa tras otra, y asiente satisfecho.

—Aprendes enseguida. Y, además, trabajas rápido.

Caliento agua y le preparo un café. Yo me tomo un té Earl Grey, como ayer. Fuera, ya ha empezado a llover. Bastante fuerte. A lo lejos se oye un trueno. Aún no es mediodía, pero está tan oscuro como al anochecer.

—Ôshima, me gustaría pedirte un favor.

—¿De qué se trata?

—¿Crees que podría conseguir la partitura de
Kafka en la orilla del mar
?

Ôshima piensa unos instantes.

—Quizá puedas encontrarla en internet. Si estuviera en el catálogo de la
web
de algún editor de partituras, pagando una tarifa te la podrías bajar. Luego te lo miro.

—Gracias.

Ôshima se sienta en un extremo del mostrador, se pone un minúsculo terrón de azúcar en el café, luego lo remueve cuidadosamente con una cucharilla.

—¿Qué? ¿Te ha gustado la canción?

—Mucho.

—A mí también. Es preciosa y, a la vez, original. Sencilla, pero profunda. Dice mucho de la persona que la ha compuesto.

—Claro que la letra es muy simbólica —digo.

—La poesía y el simbolismo siempre han estado indivisiblemente unidos. Como los piratas y el ron.

—¿Crees que la señora Saeki comprendía el significado de los versos?

Ôshima alza la cabeza, aguza el oído para escuchar un trueno que retumba a lo lejos, calcula la distancia y, luego, me mira.

—No necesariamente. El simbolismo y el significado son dos cosas distintas. Es posible que ella lograra encontrar las palabras precisas sin usar procedimientos redundantes como el significado y la lógica. Debió de capturar las palabras de los sueños, como si agarrara suavemente por las alas una mariposa que volara por el espacio. Los artistas son capaces de evitar la redundancia.

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