Karate-dō: Mi Camino (2 page)

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Authors: Gichin Funakoshi

BOOK: Karate-dō: Mi Camino
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En mi opinión hay tres clases de enfermedades que afectan al ser humano: enfermedades que causan fiebre, mal funcionamiento del sistema gastrointestinal y daños físicos. Casi invariablemente la causa de inhabilidad tiene sus raíces en una forma de vida insalubre, en hábitos irregulares y en escasa circulación. Si un hombre que tiene alta temperatura practica karate hasta que comienza a sudar, encontrará que rápidamente su temperatura se normaliza y que se ha curado su enfermedad. Si un hombre con problemas gástricos hace lo mismo, hace que su sangre circule más libremente y así alivia su aflicción. Los daños físicos son otro problema, pero muchos de ellos pueden evitarse con un buen entrenamiento, cuidado y precaución. El Karate-dō no es solo un deporte que enseña a golpear y patear, es también una defensa contra la enfermedad.

Solo recientemente adquirió popularidad internacional, pero esta es una popularidad que los maestros de karate deben fomentar y usar con mucho cuidado. Ha sido muy gratificante para mí ver el entusiasmo con que hombres y mujeres y aún niños han tomado el deporte, no solo en mi propio país sino en todo el mundo.

Esta es una de las razones, sin duda, por la que el
Sangyō Keizai Shimbun
“Journal of Commerce and Industry” me ofreció que escribiera acerca del Karate-dō. Inicialmente contesté que yo era un hombre viejo y un humilde y común ciudadano, con muy poco que decir. Sin embargo es verdad que dediqué virtualmente toda mi vida al Karate-dō, así que acepté la oferta con la condición de que me permitiesen escribir una especie de autobiografía.

Al mismo tiempo, ya habiendo comenzado la tarea, me vi en una situación embarazosa, así que debo decirles a mis lectores que me perdonen por hablar de estos asuntos de poca importancia. Les pido a ellos que consideren mi libro como los delirios de un anciano. Yo, por mi parte, trataré de poner en movimiento este viejo cuerpo y, con la ayuda de mis lectores, centralizar mis energías en descubrir la gran ley del cielo y de la tierra por el bien de la nación y de las generaciones futuras. En pos de este esfuerzo pido el sincero apoyo y cooperación de mis lectores.

Quiero expresar aquí mi gratitud a Hiroshi Irikata del
Weekly Sankei Magazine
, por su asistencia editorial y a Toyohiko Nishimura de la misma revista, por el diseño del libro (de la edición japonesa).

Gichin Funakoshi

Tokio

Septiembre, 1956.

Comenzando el camino
Perdiendo un rodete

La Restauración Meiji y yo nacimos en el mismo año, 1868. La primera en la antigua capital de Edo, que posteriormente se transformará en Tokio. Yo nací en el distrito de Yamakawa-chō en la okinawense capital real de Shuri. Si alguien tiene la inquietud de consultar los registros oficiales, podrá ver que yo nací en el tercer año de Meiji (1870), pero realmente mi nacimiento ocurrió en el primer año del reino y tuve que falsificar el registro oficial para ser aceptado en los exámenes de la escuela médica de Tokio.

En ese tiempo había una reglamentación que sólo aquellos nacidos en el año 1870 o después podían ser considerados para rendir los exámenes, así que yo no tenía alternativa, excepto tratar de falsificar el registro oficial que era más fácil de hacerlo porque, aunque parezca extraño, el registrarse no era tan estricto como lo es actualmente.

Habiendo así alterado los datos de mi nacimiento, me presenté al examen y lo aprobé, pero aún no entro en la escuela médica de Tokio. La causa, que me pareció muy razonable, ahora no me parece tanto, me imagino.

Entre las muchas reformas introducidas por el joven gobierno Meiji durante los primeros veinte años de su vida, fue la abolición del rodete, un peinado que fue una parte tradicional de la vida japonesa por mucho más tiempo del que cualquiera se puede imaginar. En Okinawa en particular, el rodete era considerado un símbolo no sólo de madurez y virilidad sino de valor. Como el edicto prohibiendo el venerado rodete fue en toda la nación, hubo una oposición en todo el país, pero principalmente en Okinawa.

Estaban los que creían que el destino futuro del Japón requería que se adoptasen ideas occidentales y los que veían lo opuesto, que estaban en constante crítica de la mayoría de las reformas instauradas por el gobierno.

Nada, sin embargo pareció conmover tanto a los okinawenses como la cuestión de la abolición del rodete. En general los hombres de la clase “shizoku” (o privilegiada) se opusieron obstinadamente, mientras que los de la clase “heimin” (o común) así como pocos de la “shizoku” sostenían que podía aprobarse la abolición. El segundo grupo fue conocido como el “Kaikatō” (el Partido Ilustrado) y el primero como el “Gankotō” (literalmente, el Partido Obstinado).

Mi familia atacó por generaciones las leyes oficiales y la totalidad se opuso unánime y firmemente al corte del rodete. Aunque este hecho fue totalmente aborrecido por mi familia, yo personalmente no me sentía totalmente convencido. El hecho fue que fui influenciado por la presión de mi familia y en la escuela rechazaban a los que persistían en el estilo tradicional, y así el curso de mi vida fue influenciado por un pequeño motivo como el espeso rodete.

En ese momento, como la mayoría, yo estaba conforme, pero después, como suele suceder, quise volver varios años atrás. Mi padre Gisu era oficial inferior y yo fui su único hijo. Nacido prematuramente, fui un niño enfermizo y como mis padres y abuelos creían que no estaba destinado a una larga vida, me cuidaban especialmente. Particularmente fui mimado y consentido por mis abuelos. Prácticamente después de mi nacimiento viví con mis abuelos maternos y mi abuelo me enseñó los “Cuatro Clásicos Chinos” y los “Cinco Clásicos Chinos” de la tradición de Confucio, esencial para los hijos de “shizoku”.

Fue durante mi estada en la casa de mis abuelos donde hice la escuela primaria y después de un tiempo me hice íntimo amigo de uno de mis compañeros de clase. Esto también estuvo destinado a alterar el curso de mi vida (y en forma más importante que el rodete), porque mi compañero de clase era el hijo de Yasutsune Azato un hombre maravilloso que fue uno de los más grandes expertos okinawenses en el arte del karate.

El Maestro Azato pertenecía a una de las dos principales familias “shizoku” de Okinawa: la “Udon” era la clase más alta y era equivalente a “daimyo” entre los clanes de afuera de Okinawa; los “Tonochi” eran jefes hereditarios de pueblos y villas. Azato provenía de este último grupo, su familia ocupaba una alta posición en la villa de Azato, localizada entre Shuri y Naha. Tan grande era su prestigio que los Azato no eran tratados como vasallos por el gobernador de Okinawa sino como íntimos amigos en el mismo nivel.

El Maestro Azato no sólo no era superado en todo Okinawa en el arte del karate sino también sobresalía en equitación, en esgrima japonesa (Kendo) y en arquería. Él fue, más bien, un brillante erudito. Fue mi buena suerte que me prestara su atención y que recibiese mi primera instrucción en karate en tan extraordinarias manos.

En aquel tiempo la práctica del karate estaba prohibida por el gobierno, así que las sesiones se tenían que hacer en secreto, y a los alumnos se les prohibía estrictamente decir a cualquiera que aprendían karate. Después diré algo más al respecto, por el momento es suficiente decir que la práctica del karate solo se hacía de noche y en secreto. La casa de Azato estaba bastante lejos de la de mis abuelos, donde yo todavía vivía, pero por mi entusiasmo por el arte nunca encontré las caminatas nocturnas demasiado largas. Después de un par de años de práctica mi salud mejoró notablemente y no fui más el chico débil que era antes. Me gustaba el karate pero –más que eso– me sentía profundamente en deuda con el arte por mi bienestar, y fue en ese tiempo donde comencé a considerar seriamente hacer el Karate-dō una forma de vida.

Sin embargo, esa idea no entró en mi mente ya que necesitaba empezar una profesión, y aunque la controversia del rodete puso la carrera médica fuera de mi alcance, comencé a considerar alternativas. Como había aprendido los clásicos chinos en mi infancia, enseñados por mi abuelo y Azato, decidí usar estos conocimientos para enseñarlos como maestro de escuela. De acuerdo con esto, dí los exámenes y fui instructor de escuela primaria. Mi primera experiencia en dar clase fue en 1888, cuando tenía 21 años.

Pero el rodete se seguía entrometiendo, ya que antes de hacerme cargo como maestro se me exigió deshacerme de él. Esto me pareció totalmente razonable. Japón estuvo luego en un estado de gran fermentación; ocurrían grandes cambios en todos lados, en todas las facetas de la vida. Yo sentía, como maestro, una obligación de ayudar a nuestra joven generación, que un día iba a forjar el destino de nuestra nación, como un puente en la amplia laguna que se abría entre el viejo y nuevo Japón. Yo podría haber objetado duramente el edicto oficial que convirtió a nuestro tradicional rodete en una reliquia del pasado. Sin embargo, temblaba cuando pensaba qué dirían los miembros antiguos de mi familia.

En ese tiempo, los maestros de escuela usaban uniformes oficiales (semejantes a aquellos que usaban los estudiantes en la Escuela Peer antes de la última guerra), una chaqueta negra abrochada hasta el cuello, los botones de latón con un diseño de una flor de cerezo y una gorra con una insignia que también tenía una flor de cerezo.

Fue usando este uniforme y sintiendo deshonra por mi rodete, que hice una visita a mis padres para decirles que me había empleado como instructor asistente en una escuela primaria.

Mi padre casi no podía creer lo que veían sus ojos. “¿Qué has hecho con tu persona?”, gritó irritado. “¡Vos, el hijo de un samurai!”. Me madre, tan irritada como él, se negó a hablarme. Ella se fue, dejando la casa por la puerta de atrás, hacia la casa de sus padres. Me imagino que todo este alboroto le debe parecer a la juventud de estos días como inconcebiblemente ridículo.

De cualquier forma, la suerte estaba echada. A despecho de la enérgica objeción de mis padres yo emprendí la profesión que seguiría durante treinta años. Pero no abandoné mi primer y verdadero amor. Iba a la escuela en el día y luego, como aún existía la prohibición de hacer karate, me escabullía en plena noche, llevando una débil linterna cuando no había luna, a la casa del Maestro Azato. Cuando, noche tras noche, llegaba a mi casa justo antes del amanecer, los vecinos conjeturaban sobre quién era y que hacía. Algunos decidieron que la única respuesta posible a ese curioso enigma era que venía del burdel.

Ciertamente, la verdadera respuesta era muy diferente. Noche tras noche, a menudo en el patio trasero de la casa de Azato, con el maestro mirando, yo practicaba un kata (un ejercicio de forma) semana tras semana y a veces mes tras mes, hasta que mi maestro consideraba que lo había aprendido. Esta constante repetición de un kata particular era agotadora, a menudo exasperarte y en ocasiones humillante. Más de una vez caí agotado en el piso del Dojo o del patio de Azato. Pero la práctica era estricta y nunca se me permitió pasar a otro kata hasta que Azato estaba convencido de que había entendido satisfactoriamente lo que había estado trabajando.

Aunque considerablemente avanzado en años él siempre se sentaba erguido sobre el balcón cuando nosotros trabajábamos afuera usando un “hakama”, con una débil lámpara a su lado. A menudo, a causa del agotamiento, yo no podía distinguir la lámpara.

Después de ejecutar un kata yo debía esperar su opinión. Si estaba insatisfecho con mi técnica murmuraba “Hágalo de nuevo” o “Un poco más!”. Un poco más, un poco más, tantas veces un poco más, hasta que sudaba abundantemente y estaba casi por caerme; esta era su forma de decirme que aún había algo que aprender. Luego, si le satisfacía mi progreso, expresaba su opinión en una sola palabra “¡Bien!”. Esta única palabra era su mayor elogio.

Sin embargo, hasta que yo no la escuchaba varias veces no me animaba a preguntarle que me enseñase otro kata.

Pero después de nuestras prácticas, generalmente en las primera horas de la madrugada, él era una clase distinta de maestro. Teorizaba sobre la esencia del karate o, como un padre bondadoso, me preguntaba acerca de mi vida como maestro de escuela. Cuando la noche estaba por terminar, tomaba mi linterna y me dirigía a mi casa consciente de que mi jornada terminaba con las suspicaces miradas de mis vecinos.

Bajo ninguna circunstancia debo omitir mencionar a un amigo de Azato, un hombre que también nació en una familia “shisoku” de Okinawa y que era considerado tan diestro en karate como el mismo Azato. A veces yo practicaba bajo la tutela de los dos maestros, Azato e Itosu, al mismo tiempo. En esas ocasiones yo escuchaba atentamente las discusiones entre los dos y esto hizo que aprendiese mucho acerca del arte, tanto en su aspecto espiritual como físico.

Si no fuese por esos dos grandes maestros yo sería una persona muy distinta actualmente. Es casi imposible expresar mi gratitud hacia ellos por haberme guiado en el sendero que me proveyó mi principal fuente de gratificación durante ocho décadas de mi vida.

Reconociendo lo sin sentido

Creo que es esencial, justamente aquí en el comienzo, hacer un breve comentario acerca de lo que no es karate ya que se escribió mucho de esto sin sentido en los últimos años. Más tarde, cuando llegue la ocasión; trataré de aclarar que es el karate. Pero antes de seguir creo que es correcto extenderse en aclarar algunos conceptos equivocados que oscurecen la esencia del arte.

Una vez, por ejemplo, escuché a alguien que decía ser una autoridad, hablándole a su asombrada audiencia que “en karate tenemos un kata llamado “nukite”. Usando solo los cinco dedos de la mano un hombre puede penetrar la caja torácica de su adversario agarrándole los huesos y arrancándoselos del cuerpo. Esto es, por supuesto” proseguía la así llamada autoridad, “un kata muy difícil de aprender”. “Uno comienza a entrenarse introduciendo los dedos dentro de una cuba llena de habas todos los días por horas y horas, cientos y cientos de veces. Al principio los dedos comenzarán a lacerarse por el ejercicio y la mano sangrará. Con el tiempo la sangre se coagulará y el aspecto de los dedos cambiará grotescamente”.

“Eventualmente la sensación de dolor desaparecerá. Luego las habas se reemplazan por arena, la arena es más firme y los dedos encuentran más resistencia. Sin embargo a medida que avanza el entrenamiento los dedos atraviesan la arena y llegan al fondo de la cuba. Después del entrenamiento con arena comienza el entrenamiento con piedras, lo que requiere mucho mayor tiempo de práctica para alcanzar el éxito. Finalmente comienza el entrenamiento con trozos de plomo. A través de largas y arduas sesiones de entrenamiento los dedos se pondrán fuertes y capaces de no solo romper de un golpe una gruesa tabla de madera sino también una pesada piedra o atravesar el cuero de un caballo”.

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