Kazán, perro lobo (23 page)

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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

BOOK: Kazán, perro lobo
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Empujó la embarcación al agua, la proa por delante, y luego, por medio de un remo, llevó a Kazán a la orilla, de manera que a los pocos instantes las patas delanteras del perro estaban en contacto con la corriente. Por espacio de unos instantes Sandy dejó floja la cuerda que sujetaba al perro y luego, con repentino empuje hizo entrar a Kazán en el agua. Inmediatamente lanzó la canoa hacia el centro y empezó a remar de manera que la cuerda que sujetaba al perro tirase del cuello de éste. Y así, a pesar de sus contusiones y heridas, Kazán se vio obligado a nadar para conservar la cabeza fuera del agua. Y como los golpes del remo de Sandy iban siendo más vigorosos, la situación del pobre animal era cada vez más peligrosa y le causaba mayores torturas. A ve­ces su peluda cabeza se veía completamente sumergida. Otras veces Sandy esperaba a que el perro nadase al lado de la barca y entonces, con el remo, le hundía nuevamente. El pobre Kazán sentíase a cada momento más débil y cuando apenas habían recorrido un kilómetro se estaba ahogando. Entonces fue cuando Sandy lo recogió a bordo y le permitió echarse en la canoa. Kazán cayó sobre las tablas pudiendo respirar apenas. Pese a lo brutal del método de Sandy, era preciso reconocer que había logrado su objeto, porque Kazán no tenía el más pequeño deseo de luchar, ni siquiera para conquistar la libertad. Sabía que aquel hombre era su amo y por el momento había perdi­do completamente el ánimo. Todo lo que por entonces deseaba, era estar echado en el fondo de la canoa, fuera del alcance del garrote y alejado del agua. El palo estaba entre él y Sandy y su extremo se hallaba a medio metro de su nariz, permitiéndole oler su propia sangre, de la que estaba manchado.

Durante cinco días y cinco noches continuaron el viaje río abajo y Mac Trigger continuó el sistema educativo de Kazán, dándole tres palizas más y algún que otro chapuzón. En la mañana del sexto día llegaron a Red Gold City y Mac Trigger armó su tienda junto al rio.

Halló en alguna parte una cadena para Kazán y después de atarlo con firmeza en la parte posterior de la tienda, cortó la correa que le impedía abrir la boca.

—No podrías comer con bozal —dijo a su preso—. Y quiero que vuelvas a ser fuerte otra vez y tan fiero como un demonio. He tenido una idea, una idea excelente. Vas a ver cómo me lleno los bolsillos de polvo de oro. Otra vez ya hice lo mismo y ahora lo repetiré.

Después de esto, ofreció dos veces al día carne cruda a su prisionero, el cual recobró prontamente el ánimo. Atenuóse el dolor de sus miembros y se curaron las heridas de su boca. Y a partir del cuarto día, cada vez que se le acercaba Sandy para darle carne, lo recibía con un gruñido de muy mal agüero, pero su amo ya no le pegaba. No le daba pescado, grasa ni harina, sino solamente carne cruda. Y para lograr las entrañas frescas de un reno, hacía a veces viajes de ocho o diez kilómetros. Un día Sandy llegó acompañado de otro hombre y cuando el desconocido dio un paso hacia Kazán, éste saltó repentinamente sobre él. El recién llegado dio a su vez un salto retrocediendo y mascullando una blasfemia.

—¡Ya lo creo que servirá! —exclamó—. Pesa, sin duda alguna, de cinco a siete kilos menos que el Danés, pero como tiene buenos dientes y mucha agilidad, hará una buena demostración antes de ser vencido.

—Te apuesto veinticinco por ciento de mi parte a que no es vencido —arguyó Sandy.

—Hecho —contestó el otro—. ¿Cuándo estará dispuesto?

Sandy se quedó un instante pensativo.

—Dentro de una semana —dijo—. No alcanzará su peso hasta entonces. De hoy en una semana, digamos. El próximo martes por la noche. ¿Te conviene, Harker?

Este contestó afirmativamente.

—El próximo martes por la noche —dijo—. Y apuesto la mitad de mi parte a que el Danés mata a tu perro lobo.

Sandy miró largamente a Kazán y contestó:

—No quiero ganarte la apuesta, porque estoy seguro de que no hay perro entre esta región y el Yukón capaz de matar al lobo.

Capítulo 22 - El profesor Mac Gill

Red Gold City estaba en la mejor época para una noche de esparcimiento. Había habido su poquito de juego, algunas peleas y derroche más que suficiente de licores para originar la excitación necesaria, pero la presencia de la policía montada contribuyó a que todo transcurriese por excepción mansamente, comparado con los sucesos ocurridos algunos centenares de kilómetros más al Norte, en la región de Dawson. La diversión organizada por Sandy Mac Trigger y Jan Harker fue acogida con entusiasmo extraordinario. La noticia se difundió por treinta kilómetros a la redonda de Red Gold City y no hubo nunca en la ciudad excitación semejante a la que reinó durante la tarde y la noche del combate. Ello se debía, en gran parte, a que Kazán y el enorme Danés habían sido expuestos a la admiración pública, cada uno en su jaula correspondiente, y empezó la fiebre de las apuestas. Tres­cientos hombres, cada uno de los cuales estaba dispuesto a pagar cinco dólares por presen­ciar la lucha, examinaban a los gladiadores a través de los barrotes de sus jaulas. El perro de Harker era una combinación de danés y mastín, nacido en el Norte y educado en el ti­ro de trineos. Las apuestas lo favorecieron en la proporción de dos a uno y a veces llegaron a tres a uno. Los que apostaban su dinero por Kazán eran hombres acostumbrados a vivir en el desierto, que sabían lo que eran perros y que conocían muy bien el significado de la mancha roja en sus ojos. Un viejo minero de Kootenay, dijo en voz baja al oído de otro:

—He apostado por él porque tengo la seguridad de que vencerá al Danés. Este no sabe pelear.

—Pero lo aventaja en peso —objetó el otro—. Míralo bien.

—Sí, pero tiene el cuello blando y el vientre desarrollado —contestó el hombre de Kootenay—. Por lo que más quieras no apuestes por el Danés.

Otros partidarios tenía Kazán, el cual, al principio, gruñía enfurecido a los rostros que se aparecían delante de la jaula, pero luego dejó de hacerles caso y solamente de vez en cuan­do volvía los ojos a ellos, echado como estaba en la jaula, con la cabeza entre sus patas delanteras.

El combate debía efectuarse en el establecimiento de Harker, que era un poco salón de baile y de café. Los bancos y mesas habían sido retirados y en el centro se instaló una enorme jaula de tres metros y medio de lado, sobre una tarima de un metro de alto. Alrededor de ella se colocaron los asientos para los trescientos espectadores y casi encima de la jaula que no tenía techo, había colgadas dos enormes lámparas de petróleo.

Eran las ocho de la noche cuando Harker, Mac Trigger y otros dos hombres hicieron entrar a Kazán en el lugar del combate por medio de unas barras de madera. El Danés estaba ya en el recinto destinado a la lucha. Parpadeaba deslumbrado por la brillante luz de las lámparas y al ver a Kazán enderezó las ore­jas, pero el recién llegado no enseñó los dientes y en ninguno de los perros se advertía la menor señal de la esperada animosidad. Era la primera vez que se veían uno a otro y al advertir los espectadores la actitud pacífica de los animales, hubo un murmullo de disgusto. El Danés se quedó tan inmóvil como una roca cuando Kazán fue obligado a entrar en la jaula destinada a la lucha. No saltó ni gruñó, si­no que se quedó mirando a Kazán en actitud interrogante y luego miró de nuevo a las ansiosas caras de los espectadores. Por espacio de unos instantes Kazán permaneció con las patas rígidas frente a frente del Danés. Luego abandonó su rigidez y también a su vez miró fríamente a la multitud que había esperado una lucha a muerte. Una carcajada burlona recorrió las filas de los allí reunidos y en seguida se oyeron voces irónicas y gritos insultantes para Harker y Mac Trigger, reclamando el dinero de la entrada, y a cada momento crecía el descontento. El rostro de Sandy estaba rojo de ira y las azules venas de la frente de Harker habían adquirido un volumen doble del normal. Después, enseñando su cerrado puño a la multitud, gritó:

—¡Esperad! ¡Tened un poco de paciencia, estúpidos!

Estas palabras acallaron momentáneamente las protestas. Kazán se había vuelto, mientras tanto, y miraba a su enorme contrario, el cual también dirigía su atención hacia Kazán. Este se adelantó un poco, prudentemente, y preparado para el ataque. Los pelos de la espalda del Danés se erizaron y a su vez se acercó algo a Kazán, de manera que los dos estaban rígidos a un metro y medio de distancia. En aquellos instantes se habría oído volar una mosca en el gran salón. Sandy y Harker, que estaban junto a la jaula, apenas se atrevían a respirar, mientras los dos espléndidos animales, vence­dores en cien luchas y valientes hasta la temeridad, se miraban uno a otro. Nadie pudo, ver la interrogadora mirada en sus ojos de irra­cional y nadie sabía que en aquel emocionante momento la invisible mano del maravilloso espíritu de las selvas se interponía entre ellos y obraba el milagro de dotar a sus mentes de comprensión. De Haberse encontrado en campo abierto, o si hubieran sido rivales en tiro de un trineo, no Hay duda de que ya habrían empeñado tremenda batalla, pero en el lugar en que se Hallaban, sintieron la llamada de la fraternidad. En el momento final, cuando solamente los separaba un paso y los hombres esperaban la terrible acometida, el espléndido Danés levantó lentamente la cabeza y por en­cima de la espalda de Kazán miró a las luces brillantes. Harker tembló y por lo bajo maldijo a su perro, pues su garganta quedaba expuesta a su contrario. Pero no había peligro alguno, pues entre los dos animales se había celebrado un silencioso tratado de paz. Kazán no saltó, sino que unió amistosamente su cuerpo al del Danés, y, magníficos ambos en su desdén hacia el hombre, miraban a través de los barrotes de su prisión a aquel mar de rostros Humanos.

Un rugido salió de entre la multitud, rugido de cólera, de amenaza. En su rabia, Harker empuñó el revólver y apuntó al Danés, pero en aquel instante, dominando el tumulto de la multitud, lo hizo detenerse una voz que gritó:

—¡Alto! ¡Alto en nombre de la Ley!

Por un momento reinó el silencio y todos los rostros se volvieron hacia el que acababa de hablar. Detrás de la última fila había dos hombres, uno de los cuales era el Sargento Brokaw, de la Real Policía Montada del Noroeste, quien acababa de dar aquella orden. Tenía la mano derecha levantada, imponiendo el silencio y la atención. En la silla inmediata a la su­ya había otro hombre, delgado, con los hombros caídos y de pálido y liso rostro, un hombre pequeño cuyo aspecto físico y hundidas mejillas no daban a entender los muchos años que había pasado en el límite de las regiones árticas. Y este hombre habló mientras el sargento tenía la mano levantada. Su voz era baja y tranquila, y dijo:

—Doy quinientos dólares a los dueños de esos perros si quieren venderlos.

Todos los que estaban en el salón oyeron la oferta y Harker miró a Sandy. Por un instante se juntaron sus cabezas.

—No pelearán y, en cambio, serán dos excelentes perros de trineo —continuó diciendo el hombrecillo—. Doy a sus dueños quinientos dólares.

Harker levantó la mano, diciendo:

—Dé usted seiscientos y los vendemos.

El hombrecillo vaciló, pero luego hizo una señal de asentimiento.

—Daré seiscientos dólares —dijo.

Entre la turba de los espectadores surgió un coro de murmullos de descontento y Harker se subió sobre el extremo de la tarima.

—Nada se nos puede reprochar si no han querido pelearse —gritó—, pero si hay alguno de vosotros lo bastante miserable para reclamar el dinero de la entrada, se le dará a la salida. Los perros nos han engañado y eso es todo. Nada se nos puede recriminar.

El hombrecillo se abría paso por entre las sillas, acompañado por el sargento de policía. Y una vez estuvo ante la jaula miró de cerca a Kazán y al enorme Danés.

—Me parece que seremos buenos amigos —dijo en voz tan baja que solamente pudieron oírlo los perros—. Es un precio crecido, pero me resignaré, pues necesito un par de amigos de cuatro patas y de vuestra calidad.

Y nadie supo por qué Kazán y el Danés se acercaron al lado de la jaula en que estaba su nuevo dueño, cuando éste sacó un gran fajo de billetes y contó seiscientos dólares para Harker y Sandy Mac Trigger.

Capítulo 23 - Sola en las tinieblas

Nunca el terror y la soledad de la ceguera agobiaron a Loba Gris como en los días que siguieron a la captura de Kazán por Sandy Mac Trigger. Horas después que éste hubo disparado contra el perro, ella se echó junto a un matorral que había más allá del río, esperan­do que Kazán se reuniese con ella. Tenía fe en que lo haría, como ocurriera antes en muchas ocasiones, y estaba echada sobre el vientre, olfateando el aire y gimiendo al no descubrir el olor de su macho. El día y la noche eran iguales para ella, un interminable caos de obscuridad, pero se daba muy buena cuenta de cuándo se ponía el sol. Sentía las primeras sombras de la tarde y sabía que habían salido ya las estrellas y que el río estaba alumbrado por la luz de la luna. Era una de esas noches que incitan a los lobos a vagar de una parte a otra, y poco rato después empezó a moverse intranquila y profirió su primera llamada a Kazán. Desde el río llegó el acre olor del humo e instintivamente comprendió que era el humo y la proximidad del hombre lo que retenía a Kazán alejado de ella. Pero no se acercó por eso, porque la ceguera le había enseñado a esperar. Desde el día de la tragedia de la Roca del Sol, cuando el lince le destruyó los ojos, Kazán no la ha oía abandonado. En la primera parte de aquella noche, lo llamó tres veces y en vista de que no contestaba, se acurrucó junto a un matorral y allí esperó hasta que fue de día.

Así como se daba cuenta de cuándo desaparecía el sol en el horizonte, de igual manera percibía, sin verla, la aparición del día. Y hasta que sintió el calor del sol en su espalda no venció su ansiedad a su prudencia. Lentamente se dirigió hacia el río, oliendo el aire y gimiendo. Ya no sentía en el aire el olor del humo, ni tampoco pudo descubrir el del hombre, y en vista de ello siguió su propio rastro hacia la barra de arena del río y, al abrigo de un matorral cercano, se detuvo "y escuchó. Después de un momento se atrevió a avanzar y se dirigió al lugar en que estuvo bebiendo Kazán cuando recibió el balazo. Entonces descubrió el lugar manchado con la sangre de Kazán y supo que pertenecía a su macho porque el olor de éste se percibía aún en la arena, confundido con el de Mac Trigger. Olfateó el rastro de éste hasta la corriente, por la que se alejó Sandy en la canoa, y encontró el árbol caído a que estuvo atado Kazán. También pudo olfatear uno de los garrotes que Sandy usara para pegar al perro y reducirlo a la sumisión. El palo estaba cubierto de sangre y pelos, y ello impresionó de tal manera a Loba Gris, que dejándose caer sobre sus ancas, levantó la cabeza y profirió un aullido dirigido a Kazán, que el viento se encargó de extender en muchos kilómetros a la redonda. Hasta entonces, nunca Loba Gris había aullado de aquella manera. No era la llamada que se oye en las noches de luna, ni el grito de caza o el aullido de la hembra que busca pareja. El aullido de Loba Gris llevaba consigo el lamento de la muerte. Y luego la loba se retiró nuevamente a su abrigo del matorral, en donde se echó, aunque con la cabeza vuelta hacia la corriente.

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