Kokoro (28 page)

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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

BOOK: Kokoro
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Mientras cenábamos en torno a esta mesa, la señora me explicó que ese día no había venido el pescadero a la hora habitual y por eso tuvo que salir a la calle para comprar alimentos para nosotros. Pensé que era natural que así lo hiciera, ya que tenía unos huéspedes que éramos nosotros. Al pensar esto, la señorita volvió a reírse mirando mi cara. Pero esta vez su madre la regañó y enseguida dejó de reírse.

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Una semana después, nuevamente tuve que pasar por el cuarto de K cuando este y la señorita estaban charlando juntos. Al verme, la señorita se rio. Creo que debí haberle preguntado en ese momento por qué se reía. Pero en realidad, me quedé callado y pasé a mi habitación. Por eso, K tampoco tuvo ocasión de dirigirme su habitual «¿Ya has vuelto?». Muy poco después oí a la señorita abrir la puerta para irse a la sala de estar.

En la cena la señorita dijo que yo estaba raro. No le pregunté por qué decía esto, aunque me di cuenta de que en ese momento la señora le lanzó una mirada severa.

Después de la cena, saqué a pasear a K. Anduvimos por detrás del templo de Dentsuin y recorriendo la calle al lado del jardín botánico, salimos otra vez al pie de la ladera de Tomizaka. No fue un paseo corto, pero apenas conversamos. Por carácter K era más callado que yo. Y yo no era lo que se dice muy hablador. Pero esta vez, mientras caminábamos, traté de hacerle hablar. El tema especial era la familia con la que vivíamos. Deseaba saber su opinión sobre la señora y su hija. Pero K se limitaba a decir palabras para salir del paso. Sus respuestas, además, aunque imprecisas, eran bastante elementales. Parecía tener mucho más interés en las materias de la universidad que en esas dos mujeres. Cierto que los exámenes finales del segundo curso estaban cerca y K, a ojos de la gente normal, encajaba mejor que yo en el molde de buen estudiante. Recuerdo además que me sorprendió al referirse a Swedenborg
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, pues yo era bastante profano en la materia.

Cuando acabamos con éxito nuestros exámenes, la señora nos mostró su satisfacción y nos dijo:

—Bien, ya no os queda más que un año.

Su hija, su gran orgullo, estaba también a punto de acabar el bachillerato en el colegio.

Un día, recuerdo que K me dijo:

—¡Bah! Las mujeres terminan el bachillerato sin haber aprendido nada.

Para él no contaba para nada todo lo que la señorita había aprendido fuera del colegio, como tocar el
koto
, disponer ramos de flores, coser, etc. Me reí de que no tuviera todo eso en cuenta y le repetí aquel viejo argumento de que el valor de las mujeres no se mide en los estudios que han seguido. Esta vez no reaccionó en contra, ni se mostró de acuerdo. Esto me hizo sentir bien. Su tono, en efecto, expresaba su desprecio a las mujeres. Tuve la impresión de que la señorita, en quien yo veía la encarnación de todo el género femenino, no le importaba absolutamente nada. Ahora que lo recuerdo bien, era evidente que por entonces los celos ya habían brotado en mí.

Le pregunté si quería que fuéramos a algún sitio en las vacaciones de verano. Mostró desinterés. Naturalmente, no estaba en condiciones de poder ir donde quisiera, pero si yo le invitaba, tal vez no tendría inconveniente en acompañarme donde fuera.

—Pero ¿por qué no quieres ir? —le pregunté.

—No tengo ninguna razón para ir. Además, creo que me irá mejor quedarme en casa leyendo.

—¡Es mucho más saludable estudiar en algún lugar fresco de vacaciones! —insistí.

—¿Por qué no te vas tú solo entonces a ese lugar? —me preguntó.

Pero yo no podía permitir que se quedara solo en la casa. Francamente, sentía cierta inquietud al ver cómo poco a poco crecía su amistad con las dos mujeres de la casa. Por otro lado, sin embargo, ¿por qué me sentía inquieto cuando en realidad las cosas iban saliendo como yo había planeado? No cabe duda de que me estaba comportando como un idiota.

Ese día intervino, por fin, la señora, que no podía cruzarse de brazos escuchando nuestra interminable discusión. Finalmente, decidimos ir los dos a Boushu
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.

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K no había viajado mucho. Boushu era un destino nuevo también para mí. Sin tener ninguno de los dos información del lugar, desembarcamos en el primer puerto en donde tocó tierra el barco que nos llevaba. Creo que el puerto se llamaba Hota. Ahora no sé si habrá cambiado ese lugar, pero entonces no era más que un pueblo perdido de pescadores. Por todas partes, olía a pescado. Si nos bañábamos en la playa, las fuertes olas hacían rodar los guijarros del tamaño de un puño que había en el suelo lastimándonos pies y manos.

No tardé en cansarme. Pero K ni se quejaba, ni manifestaba agrado por el lugar. Como mucho, mostraba su habitual expresión de indiferencia, aunque ni una sola vez había salido del mar sin hacerse daño. Acabé convenciéndole y partimos hacia Tomiura. De Tomiura nos dirigimos a Nako. Aquella parte de la costa era ya desde entonces muy popular entre estudiantes y cualquiera de sus playas era de nuestro agrado. Solíamos sentarnos en una roca al borde del mar y contemplar el color del agua en la distancia o el fondo del mar a nuestros pies. Las aguas que se veían desde las rocas eran especialmente hermosas. Podíamos señalar todos esos pececitos de color rojo o azul plateado que habitualmente no se ven en las pescaderías y que nadaban entre das olas cristalinas.

A menudo, yo, sentado en estas rocas, estaba con un libro abierto. A mi lado, K permanecía callado sin hacer nada. No podría decir si pensaba o miraba con admiración el paisaje o imaginaba algo de su agrado. De vez en cuando, alzaba la vista y le preguntaba qué hacía. Me contestaba que no estaba haciendo nada en particular.

Muchas veces me venía a la cabeza lo agradable que sería tener a la señorita a mi lado en lugar de tener a K. Lo malo era que este agradable pensamiento iba seguido de este otro: K, sentado a mi lado, ¿no le estaría dado vueltas en la cabeza a esta misma idea? Entonces, incapaz de concentrarme en la lectura, me levantaba y me ponía a gritar resueltamente. Lejos de conformarme con recitar una poesía o entonar una canción, me ponía a chillar como un salvaje.

En una ocasión, recuerdo que desde atrás agarré bruscamente a K por el cuello de su ropa. Entonces le pregunté:

—¿Y si te empujo y te tiro al mar?

K no se movió. Sin cambiar de postura y dándome la espalda, contestó:

—De acuerdo. Hazlo.

Rápidamente, solté las manos.

Por aquellos días, la neurastenia de K parecía haber mejorado mucho. En cambio, yo sentía cada vez más tensión. Me daba envidia y rabia verle más tranquilo que yo. No mostraba nunca interés en lo que yo decía. Eso me parecía una muestra de confianza en sí mismo que a mí no me causaba ninguna satisfacción. Deseaba conocer la razón de esa confianza que tenía en sí mismo y llevar adelante mis sospechas. ¿Sería que había recuperado la luz en sus estudios y en sus planes de futuro? Esa era mi pregunta. Si no era más que eso, entonces no había ningún conflicto entre nuestros intereses, y yo me alegraría por él y por haber contribuido a ello con mi protección. Pero si su nueva paz de espíritu era el resultado de su amistad con la señorita, entonces me resultaba imposible perdonarle. Curiosamente, él parecía no darse cuenta de mis gestos de amor hacia la señorita. Desde luego, yo ponía cuidado en que no se diera cuenta. En estas cosas, K era bastante poco perspicaz. Y justamente esa falta suya de perspicacia era lo que me hacía sentirme seguro con él desde un principio y un motivo para haberle llevado a vivir en la casa.

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Había tomado la decisión de abrirle mi pecho. No era una resolución del momento, sino tomada ya antes de partir de viaje. El problema era cómo crear una ocasión para confesarme a él o bien cómo atrapar esa ocasión.

Ahora que lo pienso bien, los compañeros que por entonces me rodeaban eran algo extraños. No había ninguno que se expresara con libertad sobre el tema de las mujeres. Quizás era porque muchos no tenían materia de que hablar, y, aunque la tuvieran, guardar silencio era lo normal entonces. A vosotros, que respiráis un aire relativamente más libre ahora, seguro que esto os parecerá muy extraño. Te dejo que decidas tú si esa reserva era debida a nuestra formación confuciana o a que simplemente sentíamos vergüenza.

La relación entre K y yo nos permitía poder hablar de todo. No digo que no hubiera ocasiones en que hablamos del amor y del enamoramiento, pero la conversación acababa siempre en abstracciones. Aún así, ese tema era muy raro entre nosotros. Nuestros temas solían limitarse a libros, estudios, proyectos de futuro, nuestras ambiciones, la formación espiritual. La intimidad entre nosotros tenía un tono de seriedad del que no podíamos prescindir de repente. Sólo dentro de esa seriedad se desarrollaba nuestra intimidad. Por eso, desde cuando se me ocurrió confesarle a K mis sentimientos sobre la señorita ¡cuántas veces me sentí impotente para hacerlo! Hubiera deseado hacer un agujero en alguna parte de la cabeza de mi amigo y meter allí dentro una bocanada de aire tierno.

Cosas que a vosotros os parecerán absurdas, representaban para mí en aquel tiempo una inmensa dificultad. Estaba siendo tan cobarde en el viaje como cuando estaba en la casa. Continuamente observaba a K, acechando la ocasión para hablarle; pero su actitud distante me desarmaba. Era como si su corazón estuviera revestido de una gruesa capa de laca negra y yo intentara derramar sobre él mi sangre. ¡Todas las gotas resbalaban por la laca no consiguiendo que penetrara ni una sola gota! En alguna ocasión, sin embargo, ese aspecto suyo tan distante y digno, me ofrecía cierto consuelo. Entonces me arrepentía por sospechar de él y en el fondo de mi corazón le pedía perdón. Al humillarme así, de repente me invadía una sensación de inferioridad con respecto a él, que me hacía sentir mal. Al cabo de un rato, sin embargo, me acometían de nuevo y con redoblada fuerza las dudas de antes.

Estos pensamientos, que no procedían más que de mis sospechas, me empujaban a compararme con él, y con resultado siempre desfavorable para mí. Para empezar, su fisonomía me parecía más del agrado de las mujeres que la mía. También su carácter, al no ser tan puntilloso como el mío, creía que gustaba más a las mujeres. Y en cuanto a su indiferencia por las cosas pequeñas, ¿acaso no pensaban las mujeres que es una prueba de hombría? En los estudios, aunque no siguiéramos la misma carrera, no podía competir con él. Así, una vez que empezaba a observar las cualidades de K, enseguida volvía a sentir la misma ansiedad de antes.

K, al darse cuenta de mi estado de intranquilidad, me dijo:

—Bueno, si quieres, podemos de momento volver ya a Tokio.

Bastó esta simple propuesta para quitarme las ganas de volver. Quizás, en realidad, lo que yo no deseaba era llevarle a él a Tokio.

Rodeamos el cabo de Boushu y salimos por otra dirección. Nos pusimos a caminar con sufrimiento bajo un sol ardiente y continuamente engañados por los lugareños de Azusa. En esa región si preguntas a alguien el camino, te dicen que el lugar que buscas está ahí mismo, pero para ellos «ahí mismo» significa cuatro kilómetros. Yo no sabía bien por qué nos estábamos dando estas caminatas. Y así se lo dije medio en broma a K. Pero él me contestó:

—Caminamos porque tenemos piernas.

Cuando teníamos calor, K sugería que nos bañásemos. Así, en cualquier lugar de la costa, nos metíamos en el mar. Pero después otra vez, expuestos a un sol abrasador, volvíamos a sentir nuestros cuerpos agotados y pesados.

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Con esas caminatas bajo el sol y en medio de la fatiga, el organismo no puede sino sentirse afectado. No es que llegáramos a caer enfermos. Era simplemente la sensación de que el alma se te sale del cuerpo y emigra a otro. Yo, hablando como de costumbre con K, empecé a sentir que el alma se me iba. La amistad y el odio hacia K cobraron entonces un carácter peculiar durante solamente ese viaje. Es decir, los dos entramos, a causa del calor, el mar y la caminata, en una nueva fase de nuestra relación distinta a las anteriores. Era como si nos hubiéramos convertido en dos buhoneros, que se juntan por azar en un camino. Aunque conversábamos bastante, nunca tocábamos temas delicados que nos hicieran pensar demasiado.

De ese modo, llegamos finalmente a Choushi.

Hubo un incidente excepcional que no puedo olvidar. Antes de alejarnos de Boushu, nos detuvimos en Kominato y fuimos a visitar la bahía de Tainoura. De eso hace ya mucho tiempo y, por no tener tanto interés entonces, no lo recuerdo demasiado bien, pero sí que sabía que en ese lugar había nacido Nichiren
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. Según la leyenda, el día que nació Nichiren, las olas arrojaron dos besugos
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a la playa. Desde entonces, al parecer, los pescadores se abstienen de pescar besugos en la bahía. Al oír que, por esa razón, abundan esos peces en estas costas, decidimos alquilar una barca para ir a verlos. Durante el trayecto en barca yo no dejaba de fijarme en las olas. Observaba con interés y sin cansarme los besugos de color suavemente violáceo que nadaban entre las olas. A K, en cambio, no parecían interesarle mucho los besugos. Más bien, me daba la impresión de que estaba todo el tiempo pensando en Nichiren.

En esos parajes había un templo budista llamado Tanjou-ji, es decir, «Templo del Nacimiento», nombre sin duda debido a ser el lugar de nacimiento de Nichiren. Era un templo espléndido. K empezó a decir que quería visitarlo y hablar con el bonzo titular del templo. La verdad es que los dos llevábamos un aspecto bastante extraño. Especialmente K que, por haber perdido su sombrero arrebatado hacia el mar por la brisa, se había comprado uno de bambú como el que se ponen los campesinos para trabajar y que ahora llevaba puesto. Nuestros quimonos, además, estaban mugrientos y sudorosos. Le dije que era mejor no hacer esa visita. Pero K, terco como era, no me hizo caso. Y dijo:

—Bueno, si tú no quieres, me puedes esperar fuera del templo.

Resignado, fui con él hasta la entrada del templo creyendo, sin embargo, que no se nos iba a recibir. Pero el bonzo resultó ser más amable de lo que yo pensaba y accedió a vernos. Nos recibió en una sala grande donde se nos hizo pasar enseguida.

K y yo teníamos intereses muy diferentes y yo no seguí con atención lo que K y el bonzo hablaron, pero creo que K le preguntó muchas cosas sobre Nichiren. Cuando el bonzo dijo que a Nichiren lo llamaban
Sou
Nichiren porque sabía escribir muy bien en letra cursiva o
sou-sho
, K, cuya caligrafía no era nada buena, puso una expresión desdeñosa. No me he olvidado de eso. Supongo que a K esa información le parecía trivial y deseaba saber algo más profundo de la filosofía de Nichiren.

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