Tien volvió para informar de que la operación había sido un éxito y el lord Vor estaba convenientemente acomodado.
—Tien, ¿lo observaste de cerca? —preguntó Ekaterin—. Un muti, un muti Vor, y sin embargo se comportaba como si no fuera nada del otro mundo. Si él puede…
Se interrumpió, dejando el final de la frase, «tú también puedes», para que Tien la concluyera.
Tien frunció el ceño.
—No empieces otra vez con eso. Está claro que piensa que las reglas no se aplican a él. Es el hijo de Aral Vorkosigan, por el amor de Dios. Prácticamente es el hermano adoptivo del Emperador. No me extraña que tenga un enchufe imperial.
—No lo creo, Tien. ¿Es que no le has estado escuchando? Creo… Creo que es la mano derecha del Emperador, enviado a juzgar todo el Proyecto Terraformador. Poderoso… tal vez peligroso.
Tien sacudió la cabeza.
—Su padre era poderoso y peligroso. Él es sólo un privilegiado. Un petimetre Vor. No te preocupes por él. Tu tío se lo llevará pronto.
—No es él quien me preocupa.
La cara de Tien se ensombreció.
—¡Me estoy cansando de todo esto! Discutes todo lo que digo, prácticamente insultas mi inteligencia delante de tu noble pariente…
—¡No!
¿Lo he hecho?
Empezó a revisar mentalmente sus comentarios de la velada. ¿Qué demonios había dicho para ponerlo tan nervioso?
—¡Ser la sobrina del gran Auditor no te convierte en alguien, muchacha! Esto es deslealtad, eso es lo que es.
—No… no. Lo siento…
Pero él ya se marchaba. Habría un frío silencio entre ellos esta noche. Ekaterin casi corrió tras él, para pedirle perdón. Tenía mucha presión en el trabajo, había sido muy inoportuno por su parte presionar por una resolución a su dilema médico. Pero de repente se sintió demasiado cansada para seguir intentándolo. Terminó de retirar la comida, y se llevó la botella de vino y una copa al balcón. Apagó las luces de colores y se sentó a la tenue iluminación que reflejaba la ciudad sellada. El copo roto del espejo solar casi había alcanzado el horizonte occidental, siguiendo al sol-verdadero hacia la noche mientras el planeta giraba.
Una sombra blanca se movió silenciosamente en la cocina, sobresaltándola por un instante. Pero era sólo el lord muti, que se había quitado su elegante túnica gris y, al parecer, sus botas. Asomó la cabeza por las puertas.
—¿Hola?
—Hola, lord Vorkosigan. Estaba contemplando la puesta del espejo. ¿Le apetece, hum, un poco más de vino? Espere, le traeré una copa.
—No, no se levante, señora Vorsoisson. La traeré yo.
Su pálida sonrisa desapareció en las sombras. Unos cuantos sonidos apagados se oyeron en el interior, y luego salió silenciosamente al balcón. Ella sirvió, como buena anfitriona, generosamente en la copa que él depositó junto a la suya. Después él la recogió y se acercó a la barandilla para estudiar lo que podía verse del cielo más allá de las vigas de la cúpula.
—Es lo mejor de este lugar —dijo ella—. Este trocito de vista hacia el oeste.
El espejo era amplificado por la atmósfera cercana al horizonte, pero sus normales efectos de color sobre las nubes quedaban reducidos por los daños.
—Las puestas del espejo suelen ser más hermosas.
Ella sorbió su vino, frío y dulce, y notó que por fin empezaba a sentirse un poco achispada. Bien. Eso la calmaba.
—Imagino cómo debe de ser —reconoció él, sin dejar de mirar. Bebió copiosamente. ¿Había cambiado, entonces, de resistirse a quedar dormido por el alcohol a desearlo?
—Este horizonte es tan abarrotado, comparado con el de casa. Me temo que todas esas cúpulas selladas me resultan un poco claustrofóbicas.
—¿Y dónde está su casa? —Se volvió a mirarla.
—En el Continente Sur. Vanderville.
—Así que creció cerca de la terraformación.
—Los komarreses dirían que eso no era terraformación, sino sólo acondicionamiento del suelo.
Él se echó a reír con ella, ante su acertada descripción del tecnoesnobismo komarrés.
—Tienen razón, claro —continuó Ekaterin—. No puede decirse que tuviéramos que pasar medio milenio alterando la atmósfera de un planeta. Lo único que nos lo puso difícil, en la Era del Aislamiento, fue tratar de hacerlo prácticamente sin tecnología. Añoro aquel amplio cielo, de horizonte a horizonte.
—Eso pasa en todas las ciudades, con cúpula o sin ella. ¿Así que es una chica de campo?
—En parte. Aunque me gustó Vorbarr Sultana cuando estuve en la universidad. Tenía otros tipos de horizontes.
—¿Estudió botánica? He visto los libros de plantas en su habitación. Impresionante.
—No. Es sólo una afición.
—¿De veras? Pues parecía una pasión. O una profesión.
—No. Entonces no sabía lo que quería.
—¿Lo sabe ahora?
Ella se rió, un poco incómoda. Como no contestó, él simplemente sonrió y paseó por el balcón examinando las plantas. Se detuvo ante el
skellytum
, que se alzaba en su maceta como un brillante Buda alienígena rojo, los tentáculos alzados en una pose de plácida súplica.
—Tengo que preguntarlo: ¿qué es esta cosa?
—Un bonsái
skellytum
.
—¿De veras? Es… No sabía que se podía hacer eso a un
skellytum
. Normalmente tienen cinco metros de altura. Y son de un marrón bastante feo.
—Tenía una tía-abuela por parte de madre que amaba la jardinería. De niña la solía ayudar. Era una dura mujer de la frontera, muy Vor; fue al Continente Sur justo después de la Guerra de Cetaganda. Sobrevivió a una sucesión de maridos, sobrevivió… bueno, a todo. Heredé el
skellytum
de ella. Es la única planta que traje a Komarr desde Barrayar. Tiene más de setenta años.
—Santo Dios.
—Es el árbol completo, plenamente funcional.
—Y, ¡ja!, pequeño.
Ella temió por un momento haberlo ofendido sin darse cuenta, pero al parecer no había sido así. Él terminó su inspección y regresó a la barandilla, y a su vino. Contempló de nuevo el horizonte, y el espejo, el ceño fruncido.
Tenía una presencia que, ignorando sus peculiaridades físicas, desafiaba al observador a atreverse a hacer algún comentario. Pero el pequeño lord había tenido toda una vida para ajustarse a su condición. No como la horrible sorpresa que Tien había descubierto entre los papeles de su difunto hermano, y que más tarde había confirmado en sí mismo y en Nikolai después de unas cuidadosas pruebas secretas.
Puedes hacerte pruebas anónimamente
, había argumentado ella.
Pero no me pueden tratar anónimamente
, replicó él.
Desde que vinieron a Komarr, ella había estado a punto de desafiar la costumbre, las leyes y las órdenes de su marido y señor, para llevar por su cuenta a su hijo y heredero a que recibiera tratamiento. ¿Sabrían los médicos komarreses que una madre Vor no era la tutora legal de su hijo? ¿Tal vez podría fingir que el defecto genético procedía de ella, no de Tien? Pero los genetistas, si había alguno bueno, sin duda descubrirían la verdad.
—La principal lealtad de un varón Vor se supone que debe ser hacia su Emperador, pero la de una mujer Vor es hacia su marido —comentó Ekaterin un rato después.
—Histórica y legalmente así es —su voz sonaba divertida cuando se volvió a mirarla—. Eso no fue siempre una desventaja para la mujer. Cuando ejecutaban al hombre por traición, ella quedaba en libertad, porque se suponía que tan sólo actuaba siguiendo órdenes. En realidad, me pregunto si el motivo práctico subyacente era que un mundo subpoblado no podía permitirse pasar sin su trabajo.
—¿No le parece que eso es extrañamente asimétrico?
—Pero más sencillo para ella. La mayoría de las mujeres normalmente sólo tiene un marido, pero los Vor con demasiada frecuencia tuvieron que escoger entre diversos emperadores, ¿y dónde estaba la lealtad entonces? Las malas decisiones podían ser fatales. Aunque cuando mi abuelo el general Piotr, con su ejército, abandonó al Loco Emperador Yuri por el Emperador Ezar, fue fatal para Yuri. Pero bueno para Barrayar, claro.
Ella volvió a beber. Desde donde estaba sentada, la silueta de él se recortaba contra la oscura cúpula, entre sombras, enigmática.
—En efecto. ¿Su pasión es entonces la política?
—¡Cielos, no! No lo creo.
—¿La historia?
—Sólo de pasada —vaciló—. Solía ser el ejército.
—¿Solía?
—Solía —repitió él con firmeza.
—¿Y ahora?
No contestó. Contempló su copa, ladeándola para hacer girar los restos del vino.
—En la teoría política de Barrayar —dijo finalmente—, todo se conecta. Los súbditos corrientes son leales a sus condes, los condes son leales al emperador, y el emperador, presumiblemente, es leal a todo el Imperio, el cuerpo del Imperio en la forma de todos sus, ehh, cuerpos. Aquí es donde se vuelve un poco abstracto para mi gusto: ¿cómo puede responder ante todos y sin embargo no responder ante cada uno? Y así volvemos al principio —apuró su copa—. ¿Cómo somos fieles unos a otros?
Ya no lo sé
…
Guardaron silencio, y ambos contemplaron el último destello del espejo perderse tras las colinas. Un pálido brillo en el cielo dejó todavía un halo de su paso durante un par de minutos.
—Bueno, me temo que me estoy emborrachando —a ella no le parecía borracho, pero él agitó la copa entre las manos y se apartó de la barandilla donde había estado apoyado—. Buenas noches, señora Vorsoisson.
—Buenas noches, lord Vorkosigan. Que duerma bien.
Él se llevó la copa y desapareció en el apartamento a oscuras.
Miles despertó de un sueño en el que el cabello de su anfitriona, si no exactamente erótico, sí era embarazosamente sensual. Libre del severo peinado que usaba ayer, se le había descubierto de un brillante marrón oscuro con reflejos de ámbar; una masa de seda que fluía fríamente entre sus manos… suponía que eran sus manos, puesto que había sido su sueño después de todo.
He despertado demasiado pronto
. Maldición. Al menos la visión no se había teñido con ninguna de las sangrientas escenas de las pesadillas que a veces le asaltaban y de las que despertaba helado y empapado, con el corazón desbocado. Se sentía cálido y cómodo en la tonta y rebuscada gravi-cama que ella había insistido en traerle.
No era culpa de la señora Vorsoisson el pertenecer al tipo físico que despertaba viejos recuerdos en la memoria de Miles. Algunos hombres se obsesionaban con cosas mucho más extrañas. Su propia fijación, lo había reconocido tristemente hacía mucho tiempo, eran las morenas frías con expresiones de silenciosa reserva y cálidas voces de contralto. Cierto, en un mundo donde la gente cambiaba de cara y de cuerpo casi con la misma indiferencia con que cambiaba su vestuario, no había nada extraño en la belleza de ella. Hasta que uno recordaba que no era de aquí, y advertía que sus rasgos marfileños, casi con toda certeza, no habían sido modificados. ¿Había reconocido ella su charla de idiota, anoche en el balcón, como pánico sexual reprimido? ¿Aquella extraña observación sobre los deberes de la mujer Vor fue una forma indirecta de decirle que no la molestara? Pero él no había intentado nada, creía. ¿Tan transparente era?
Miles se había dado cuenta a los cinco minutos de su llegada de que probablemente no tendría que haber dejado que el apabullante Vorthys lo convenciera para bajar al planeta, pero el hombre parecía constitucionalmente incapaz de no compartir una invitación. Al profesor no se le había ocurrido que los placeres de esta reunión familiar tal vez no fueran compartidos por un extraño… ni por la familia a la que había sido impuesto.
Miles suspiró, envidiando a su anfitrión. El administrador Vorsoisson parecía haber conseguido un clan Vor perfecto. Naturalmente, había tenido la inteligencia de empezar hacía una década. La llegada de las técnicas de selección de sexo había provocado una escasez de nacimientos femeninos en Barrayar. La falta de mujeres había llegado a su punto más alto en la generación de Miles, aunque los padres parecían estar recuperando ahora el juicio. De cualquier forma, todas las mujeres Vor de su edad que Miles conocía ya estaban casadas, y desde hacía un montón de años. ¿Iba a tener que esperar otros veinte años para encontrar novia?
Si es necesario. Nada de corretear detrás de mujeres casadas, muchacho. Ahora eres un Auditor Imperial
. Los nueve Auditores Imperiales tenían que ser modelo de rectitud y respetabilidad. No podía recordar haber oído nunca ningún tipo de escándalo sexual relacionado con los agentes observadores cuidadosamente elegidos por el Emperador Gregor.
Por supuesto que no. Todos los demás Auditores tienen ochenta años y llevan cincuenta casados
. Hizo una mueca. Además, ella probablemente pensara que era un mutante, aunque, por suerte, había sido demasiado educada para decirlo. En su cara.
Así que averigua si tiene una hermana, ¿vale?
Se libró de las garras de la gravi-cama y se sentó, forzando su mente a ponerse en marcha. Como mínimo, unas doscientas mil palabras de nuevos datos sobre el accidente y sus consecuencias le estarían esperando. Decidió empezar con una ducha fría.
Nada de ropa cómoda hoy. Después de seleccionar entre tres trajes civiles formales que había traído de Barrayar (en tonos de gris, gris y gris) Miles se peinó cuidadosamente y se dirigió a la cocina de la señora Vorsoisson, de donde llegaban voces y el aroma de café. Allí encontró a Nikolai comiendo cereales estilo barrayarés y leche; al administrador Vorsoisson ya vestido y, al parecer, a punto de marcharse, y al profesor Vorthys, todavía en pijama, contemplando unos discos de datos con el ceño fruncido. A su lado había un rosado zumo de frutas, intacto.
Vorthys alzó la cabeza.
—Ah, buenos días, Miles. Me alegro de que estés despierto.
—Buenos días, lord Vorkosigan —secundó amablemente Vorsoisson— Espero que haya dormido bien.
—Muy bien, gracias. ¿Qué sucede, profesor?
—Ha llegado tu comunicador de la oficina local de SegImp —Vorkosigan indicó el aparato que tenía junto al plato—. Ya he visto que a mí no me han mandado ninguno.
Miles sonrió.
—Su padre no fue tan famoso en la conquista de Komarr.
—Cierto —reconoció Vorthys—. El viejo caballero cayó en esa extraña generación entre guerras, demasiado joven para combatir en Cetaganda, demasiado viejo para los pobres komarreses. Esta falta de oportunidad militar fue fuente de gran pesar personal para él, según nos hicieron comprender a los niños.