—Pero ¿para qué querían el barro? —pregunté.
—Bueno —dijo el viejo—, imagínese que no convenía que el niño creciera con ese nombre en la mano. Y no hay otra manera de borrar los caracteres inscritos por ese medio en el cuerpo de un niño:
hay que frotar la piel con barro tomado de la tumba del cadáver de la existencia anterior…
[
1
] Nombre con que se conocen los dos silabarios (
hiragana
y
katakana
) más empleados para escribir el japonés actual
(N. del T.)
[
2
] Pieza cuadrada de algodón, o de una tela similar, empleada para llevar bultos pequeños
(N. del A.)
En la colina boscosa que hay detrás de la casa, Robert y yo buscamos anillos de hadas[
1
]. Robert tiene ocho años, es apuesto y sagaz; yo tengo poco más de siete, y reverencio a Robert. Es un fulgurante día de agosto, y el aire cálido vibra el áspero y dulce aroma de la resina.
Aunque no encontramos anillos de hadas, hallamos muchas piñas en el pastizal. Le cuento a Robert la vieja historia galesa del hombre que se durmió, inadvertidamente, dentro de un anillo de hadas, y desapareció por siete años, y no volvió a comer o hablar después de que sus amigos lo libraron del sortilegio.
—Ya sabes, sólo comen puntas de agujas —dice Robert.
—¿Quiénes? —pregunto yo.
—Los duendes —responde Robert.
Esta revelación me deja mudo de asombro y horror… Pero Robert grita de pronto:
—¡Un arpista! ¡Va para la casa!
Y presurosamente bajamos la colina para escuchar al arpista. ¡Pero qué arpista! En nada se parece a los canosos bardos de los libros de cuentos. Es un vagabundo de tez oscura, de aspecto descuidado, robusto, con ojos negros e insolentes que destellan bajo cejas negras y fruncidas, más parecido a un albañil que a un poeta… ¡y su ropa era de pana!
—¿Cantará en galés? —murmuró Robert.
Mi decepción me impide todo comentario. El arpista deja el arpa —un enorme instrumento— en el umbral de nuestra casa, hace sonar las cuerdas con una caricia tosca, se aclara la garganta con una especie de furioso gruñido, y comienza:
Creedme, si esos jóvenes encantos seductores,
Que hoy contemplo con tal deleite…
El acento, la voz, la actitud, todo suscita en mí una inexpresable repulsión, me infunde una sensación de vulgaridad intolerable. Quisiera decirle en voz alta: “¡Usted no tiene derecho a cantar esa canción!” Pues la he escuchado en labios de la criatura más hermosa y adorable de mi pequeño mundo, y que ese hombre rústico y grosero se atreva a cantarla me parece una burla y una injuria. ¡Mas sólo por un instante! Una vez que ha pronunciado estas palabras, esa voz ronca y profunda prorrumpe súbitamente en una ternura trémula e indescriptible, y luego, ¡oh maravilla!, se disuelve en tonalidades tan sonoras y exuberantes como el bajo de un órgano, mientras una ignorada sensación me apresa la garganta… ¿Qué hechicería, qué secreto descubrió este hombre huraño y ambulante? ¿Habrá alguien más en el mundo que pueda cantar de ese modo? La imagen del cantor tiembla y se disipa; y la casa, y el césped, y todas las formas visibles se quiebran y flotan ante mí. Sin embargo, por instinto, temo a ese hombre; diríase que lo odio; y enrojezco de vergüenza y de furia a causa del poder que se arroga para conmoverme.
—Te hizo llorar —observa Robert compadeciéndose y acrecentando mi confusión, en cuanto el hombre se aleja con seis peniques más en la bolsa, aceptados sin agradecimientos—. Pero supongo que debe ser un gitano. Los gitanos son mala gente… son todos brujos… volvamos al bosque.
Y volvemos hacia los pinares, nos acuclillamos en el pasto herido por los destellos del sol, y contemplamos la ciudad y el mar. Pero ya no jugamos como antes: aún perdura el sortilegio del brujo.
—Quizá sea un duende —aventuro al fin—, o un hada.
—No —dice Robert—, sólo un gitano. Pero es casi tan malo como ellos. Ya sabes, roban a los niños.
—¿Qué haremos si vuelve? —digo con voz entrecortada, súbitamente horrorizado ante el desamparo de nuestra situación.
—Oh, no se atrevería —responde Robert—. A la luz del día no, ya sabes…
* * *
Sólo ayer, cerca de la aldea de Takata, al ver una flor que los japoneses denominan casi igual que nosotros (“
Hi-mawari
”, La que se vuelve hacia el sol), la voz del arpista vagabundo cruzó un espacio de cuarenta años y volvió a vibrar en mis oídos:
El girasol vuelve hacia su dios poniente
Idéntica mirada que al verlo ascender.
Una vez más vi los intersticios de sol entre las sombras de esa distante colina galesa, y por un segundo Robert se irguió ante mí con su rostro de niña y sus rizos de oro. Buscábamos anillos de hadas… Pero todo cuanto existía del verdadero Robert ha de haberse transformado hace tiempo en algo prodigioso y extraño…
Nadie cuenta con mayor riqueza que ésta: que un hombre dé su vida por su amigo…
[
1
] Vierto literalmente el nombre inglés del
Marasmius oreades
, una especie de hongo cuya denominación,
fairy ring
, también designa a la vegetación donde se lo encuentra; derívase ese nombre de la creencia popular de que en tales sitios las hadas se reunían a bailar.
En España no eran precisamente las hadas; su denominación correcta es “corro de brujas”
(N. del T.)
.
Visión azul de una profundidad que se ahonda en lo alto… el cielo y el mar intercambian mutuos fulgores. Un día de primavera, por la mañana.
Sólo el cielo y el mar… vasta extensión de azur. En primer plano, las ondas captan un destello de plata, se arremolinan las hebras de espuma. Pero un poco más allá, no se vislumbra movimiento alguno, nada salvo el color: el cálido y tenue azul del agua que se dilata hasta confundirse con el azul del aire. No hay horizonte: sólo la distancia que se eleva al espacio, una cóncava infinitud que se ahueca sobre mí, el color que con la altura se torna más profundo. Mas en la azul lejanía pende una lánguida visión de torres palaciegas, de altos tejados filosos y curvados como lunas… sombras de un antiguo y extraño esplendor, iluminado por un sol brumoso como la memoria.
Esto que intenté describir es un
kakémono
, o sea, una pintura japonesa trazada sobre seda, que cuelga de la pared de mi alcoba; su nombre es
Shinkirô
, que significa “espejismo”. Pero las formas del espejismo son inequívocas. Aquéllos son los rutilantes pórticos de la bendita Hôrai, y aquéllos son los tejados de luna del Palacio del Rey-Dragón; y su estilo (aunque obra de un pincel japonés de hoy) es el estilo de ciertas cosas chinas de hace veintiún siglos.
Esto es lo que dicen los libros de esa época sobre ese lugar:
En Hôrai no existen la muerte o el dolor, y no existe el invierno. Allí jamás se marchitan las flores, jamás se pudren los frutos; y basta que un hombre pruebe una vez dichos frutos para que jamás vuelva a padecer el hambre o la sed. En Hôrai crecen las mágicas plantas
So-rin-shi
, y
Riku-gô-aoi
, y
Ban-kon-tô
, que curan todas las enfermedades y también la hierba mágica
Yô-shin-shi
, que resucita a los muertos; y esa mágica hierba se alimenta de aguas encantadas, de las que basta beber un sorbo para obtener perpetua juventud. La gente de Hôrai come su arroz en unas escudillas muy pequeñas; pero el arroz jamás mengua, por mucho que uno coma, hasta que se haya satisfecho el apetito. Y toman el vino en copas muy, muy pequeñas, pero no hay hombre capaz de vaciarlas, por muy excesivamente que beba, antes de ser vencido por el plácido sueño de la ebriedad.
Esto y mucho más cuentan las leyendas de la época de la dinastía Shin. Pero no es creíble que la gente que transcribió esas leyendas haya visto Hôrai, siquiera en un espejismo. Pues en verdad no hay frutas encantadas que dejen a quien las come eternamente satisfecho, ni mágicas hierbas que revivan a los muertos, ni fuentes de agua hechizadas, ni escudillas en las que jamás falte el arroz, ni copas en las que jamás falte el vino. No es cierto que el dolor y la muerte jamás entren en Hôrai, ni que jamás sobrevenga el invierno. El invierno de Hôrai es gélido y sus vientos traspasan los huesos; y monstruosos cúmulos de nieve se agolpan sobre los tejados del Rey-Dragón.
En Hôrai, empero, hay cosas de maravilla; y ningún escritor chino mencionó jamás lo más maravilloso de todo. Aludo a la atmósfera de Hôrai. Es una atmósfera exclusiva de ese lugar y, gracias a ella, el sol resplandece en Hôrai con una
blancura
ignorada en otros lugares, una luz láctea que jamás enceguece, muy tenue, aunque asombrosamente diáfana. Esa atmósfera no es de nuestro periodo humano: es muy antigua (a tal punto que sólo mencionar su antigüedad me aterra) y no es una combinación de nitrógeno y oxígeno. No está hecha de aire, sino de espíritu, la sustancia de miríadas y miríadas de generaciones de almas fundidas en una única y traslúcida extensión, las almas de gente que pensó de modos harto diversos de los nuestros. El mortal que inhale esa atmósfera comunica a su sangre la vibración de esos espíritus, y éstos transmutan su percepción, remodelando sus nociones del Espacio y del Tiempo, de modo que dicho mortal sólo podrá ver como ellos veían y sentir como ellos sentían y pensar como ellos pensaban. Tales cambios de la percepción son suaves como el sueño; y Hôrai, de tal modo vislumbrada, podría ser descrita con estas palabras:
“Como en Hôrai nadie tiene conocimiento del mal, los corazones jamás envejecen. Y, siendo siempre jóvenes de corazón, los habitantes de Hôrai sonríen desde que nacen hasta que mueren, salvo cuando los Dioses les infligen algún dolor; y los rostros permanecen velados hasta que ese dolor se disipa. Toda la gente de Hôrai ama al prójimo y confía en él, tal como si todos integraran una sola familia; y la voz de las mujeres semeja el canto de un pájaro, porque sus corazones son ligeros como los de los pájaros, y el susurro de las mangas de las doncellas, cuando juegan, evoca fugaces y pesados aleteos. Salvo las penas, nada se oculta en Hôrai, porque allí no hay motivo de vergüenza; y nada se encierra bajo llave, porque allí no se concibe el robo; y tanto de día como de noche las puertas permanecen sin tranca, porque no hay nada que temer. Y como quienes habitan Hôrai son seres sobrenaturales, aunque mortales, todos los objetos de Hôrai (salvo el palacio del Rey-Dragón) son diminutos, preciosos y extraños; y esas criaturas comen el arroz, sí, en escudillas muy pequeñas, y beben el vino en copas muy, muy pequeñas…”
Buena parte de tal apariencia se debería a la inhalación de esa atmósfera espectral, mas no su totalidad. Pues el sortilegio forjado por los muertos no es sino el encanto de un Ideal, el destello de una antigua esperanza; y tal esperanza de algún modo se ha colmado en muchos corazones —en la sencilla belleza de las vidas sin egoísmo— en la dulzura de la Mujer…
Maléficos vientos del Oeste arrecian sobre Hôrai, y disipan, ay, esa atmósfera mágica. Ésta hoy se demora sólo en franjas y fragmentos… esas rutilantes franjas de nubes, por ejemplo, que atraviesan los paisajes de los pintores japoneses. Aún puede hallarse a Hôrai bajo los jirones de ese vapor etéreo, mas en ninguna otra parte… Recordemos que Hôrai también se llama Shinkirô, que significa Espejismo: la Visión de lo Intangible. La Visión se difumina y jamás volverá a aparecer, salvo en cuadros y sueños y poemas.
Una vez que ustedes conozcan la historia, no la olvidarán jamás. Cada verano, cuando voy a la costa (y especialmente en días muy plácidos y tenues), me seduce su presencia tenaz. Hay múltiples versiones nativas de ella, que han sido inspiración de innumerables obras de arte. Pero la más conmovedora y antigua se encuentra en el
Manyefushifu
, una colección de poemas que abarca del siglo V al IX. De esta antigua versión, el gran estudioso Aston realizó una versión al inglés, en prosa, y el gran estudioso Chamberlain realizó una en prosa y otra en verso. Pero para los lectores ingleses creo que la versión más encantadora es la que Chamberlain hizo para niños, en las
Japanese Fairy-Tale Series
, a causa de sus dibujos, deliciosamente coloreados por artistas nativos. Teniendo a la vista ese libro, intentaré contar la leyenda una vez más, con mis propias palabras.
Hace mil cuatrocientos dieciséis años, el joven pescador Urashima Taro partió en bote de la costa de Suminoyé.
Entonces, los días estivales eran como los de hoy: somnolientos y diáfanos, de un azul apenas interrumpido por nubes ligeras y algodonadas que se reflejaban en el espejo del mar. También las colinas eran como las de hoy: formas azules y distantes que se confundían con el cielo azul. Soplaban perezosos vientos.
Y el joven pescador, también perezoso, dejó que su bote flotara a la deriva mientras él pescaba. Era un bote extraño, despintado y sin timón, cuya forma quizás ustedes no hayan visto jamás. Pero aún hoy, después de mil cuatrocientos años, tales botes pueden verse ante las antiguas aldeas de la costa del Mar del Japón.
Tras una larga espera, Urashima pescó algo y lo sacó del agua. Mas descubrió que sólo era una tortuga.
Ahora bien, las tortugas son sagradas para el Dios Dragón del Mar, y su longevidad llega hasta los mil —hasta los diez mil, según algunos— años. De modo que está muy mal matarlas. El joven con sumo cuidado soltó la tortuga del sedal y la dejó ir, murmurando una plegaria a los dioses.
Pero no pescó nada más. Y el día estaba muy cálido, y el mar y el aire y todas las cosas guardaban un inquebrantable silencio. Un gran sopor se adueñó del joven, que se durmió en el bote a la deriva.
Entonces una hermosa muchacha surgió del mar somnoliento —tal como la que retrata la ilustración del “Urashima” del profesor Chamberlain—, vestida de azul y carmesí, con una larga cabellera negra que le llegaba hasta los pies, al estilo de la hija de un príncipe de hace mil cuatrocientos años.
Deslizándose sobre las aguas, tenue como la atmósfera, se acercó al muchacho que dormía en el bote y lo despertó sin brusquedad, diciéndole:
—No te sorprendas. Mi padre, el Rey-Dragón del Mar, me envió a ti a causa de tu corazón generoso. Pues en el día de hoy diste libertad a una tortuga. Y ahora iremos al palacio de mi padre, que se yergue en la isla donde jamás muere el estío; y seré, si lo deseas, tu delicada esposa, y viviremos allí felices para siempre.