La Abadia de Northanger (3 page)

BOOK: La Abadia de Northanger
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—No necesita molestarse, caballero.

—No es molestia, señorita —dijo él, y adoptando una expresión de exagerada seriedad, y bajando afectadamente la voz, preguntó—: ¿Cuánto tiempo lleva usted en Bath?

—Una semana, aproximadamente —contestó Catherine, tratando de hablar con la gravedad debida.

—¿De veras? —dijo él con tono que afectaba sorpresa.

—¿ Por qué se sorprende, caballero ?

—Es lógico que me lo pregunte, pero debe saber que la sorpresa no es una emoción fácil de disimular, sino tan razonable como cualquier otro sentimiento. Ahora le ruego que me diga si ha pasado usted alguna otra temporada en este balneario.

—No señor; ninguna.

—¿De veras? ¿Ha ido usted a otros salones de baile?

—Sí, señor; el lunes pasado.

—Y en el teatro, ¿ ha estado usted ?

—Sí, señor; el martes.

—¿Ha asistido a algún concierto?

—Sí, el del pasado miércoles.

—¿Le gusta Bath?

—Bastante.

—Una pregunta más y luego podemos seguir hablando como seres racionales.

Catherine apartó la vista; no sabía si echarse a reír o no.

—Ya veo cuan mala es la opinión que se ha formado usted de mí —díjole el joven seriamente—. Imagino lo que escribirá mañana en su diario.

—¿Mi diario?

—Sí. Me figuro que escribirá usted lo siguiente: «Viernes: estuve en un salón de baile, vistiendo mi traje de muselina azul y zapatos negros; provoqué bastante admiración, pero me vi acosada por un hombre extraño, que insistió en bailar conmigo y en molestarme con sus necedades.»

—Creo que se equivoca.

—Aun así, ¿me permite que le diga qué debería escribir?

—Si lo desea...

—Pues esto: «Bailé con un joven muy agradable, que me fue presentado por Mr. King; sostuve con él una larga conversación, en el curso de la cual pude convencerme de que estaba tratando con un hombre de extraordinario talento. Me encantaría conocerlo más a fondo.» Eso, señorita, es lo que quisiera que escribiera usted.

—Podría ocurrir, sin embargo, que no tuviese costumbre de escribir un diario.

—También podría ocurrir que en este momento no estuviese usted en el salón. Hay cosas acerca de las cuales no es posible dudar. ¿Cómo, si no escribiese un diario, iban luego sus primas y amigas a conocer sus impresiones durante su estancia en Bath? ¿Cómo, sin la ayuda de un diario, iba usted a llevar cuenta debida de las atenciones recibidas, ni a recordar el color de sus trajes y el estado de su cutis y su cabello en cada ocasión? No, mi querida amiga, no soy tan ignorante ni desconozco las costumbres de las señoritas de la sociedad tanto como usted, por lo visto, supone. La grata costumbre de llevar un diario contribuye a la encantadora facilidad que para escribir muestran las señoras y por la que tan justa han sido celebradas.

Todo el mundo reconoce que el arte de escribir cartas bellas es esencialmente femenino. Tal vez dicha facultad sea un don de la Naturaleza, pero opino que la práctica de llevar un diario ayuda a desarrollar este talento instintivo.

—Muchas veces he dudado —dijo Catherine con aire pensativo— de que la mujer sepa escribir mejores cartas que el hombre. En mi opinión, no es en este terreno donde debemos buscar nuestra superioridad.

—Pues la experiencia me dice que el estilo epistolar de la mujer sería perfecto si no adoleciera de tres defectos

—¿Cuáles?

—Falta de asunto, ausencia de puntuación y cierta ignorancia de las reglas gramaticales.

—De saberlo no me habría apresurado a renunciar al cumplido. Veo que no merecemos su buena opinión en este sentido.

—No me entiende usted; lo que niego es que, con regla general, pueda imponerse la superioridad de un sexo, y que ambos demuestran igual aptitud para todo aquello que está basado en la elegancia y el buen gusto.

Al llegar a este punto, Mrs. Allen interrumpió la conversación.

—Querida Catherine —dijo—, te suplico que me quites el alfiler con que llevo prendida esta manga. Temo que haya sufrido un desperfecto, y lo lamentaré, pues se trata de uno de mis vestidos predilectos, a pesar de que la tela no me ha costado más que nueve chelines la vara.

—Precisamente en eso estimaba yo su corte —intervino Mr. Tilney.

—¿Entiende usted de muselinas, caballero?

—Bastante; elijo siempre mis corbatines, y hasta tal punto ha sido elogiado mi gusto, que en más de una ocasión mi hermana me ha confiado la elección de sus vestidos. Hace unos días le compré uno, y cuantas señoras lo han visto han declarado que el precio no podía ser más conveniente. Pagué la tela a cinco chelines la vara, y se trataba nada menos que de una muselina de la India...

Mrs. Allen se apresuró a elogiar aquel talento sin igual.

—¡Qué pocos hombres hay —dijo— que entiendan de estas cosas! Mi marido no sabe distinguir un género de otro. Usted, caballero, debe de ser de gran consuelo y utilidad para su hermana.

—Así lo espero, señora.

—Y ¿podría decirme qué opinión le merece el traje que lleva Miss Morland?

—El tejido tiene muy buen aspecto, pero no creo que quede bien después de lavado. Estas telas se deshilachan fácilmente.

—¡Qué cosas dice! —exclamó Catherine entre risas—. ¿Cómo puede usted ser tan... iba a decir «absurdo» ?

—Coincido con usted, caballero —dijo Mrs. Allen—, y así se lo hice saber a Miss Morland cuando se decidió a comprarlo.

—Como bien sabrá, señora, las muselinas tienen mil aplicaciones y son susceptibles de innumerables cambios. Seguramente Miss Morland, llegado el momento, aprovechará su traje haciéndose con él una pañoleta o una cofia. La muselina no tiene desperdicio; así se lo he oído decir a mi hermana muchas veces cuando se ha excedido en el coste de un traje o ha echado a perder algún trozo al cortarlo.

—¡Qué población tan encantadora es ésta!, ¿verdad, caballero? Y cuántos establecimientos de modas se encuentran en ella. En el campo carecemos de tiendas, y eso que en la ciudad de Salisbury las hay excelentes; pero está tan lejos de nuestro pueblo... Ocho millas... Mi marido asegura que son nueve, pero yo estoy persuadida de que son ocho, y... es bastante; pues siempre que voy a dicha ciudad vuelvo a casa rendida. Aquí, en cambio, con salir a la puerta se encuentra todo cuanto pueda desearse.

Mr. Tilney tuvo la cortesía de fingir interés en cuanto le decía Mrs. Allen, y ésta, animada por se atención, le entretuvo hablando de muselinas hasta que se reanudó la danza. Catherine empezó a creer, al oírlos que al joven caballero le divertían tal vez en exceso las debilidades ajenas.

—¿En qué piensa usted? —le preguntó Tilney mientras se dirigía con ella hacia el salón de baile—. Espero que no sea en su pareja, pues a juzgar por los movimientos de cabeza que ha hecho usted, meditar en ello no debió de complacerla.

Catherine se ruborizó y contestó con ingenuidad

—No pensaba en nada.

—Sus palabras reflejan discreción y picardía; pero yo preferiría que me dijera francamente que prefiere no contestar a mi pregunta.

—Está bien, no quiero decirlo.

—Se lo agradezco; ahora estoy seguro de que llegaremos a conocernos, pues su respuesta me autoriza a bromear con usted acerca de este punto siempre que nos veamos, y nada como tomarse a risa esta clase de cosas para favorecer el desarrollo de la amistad.

Bailaron una vez más, y al terminar la fiesta se separaron con vivos deseos, al menos por parte de ella, de que aquel conocimiento mutuo prosperase. No sabemos a ciencia cierta si mientras sorbía en la cama su acostumbrada taza de vino caliente con especias Catherine pensaba en su pareja lo bastante para soñar con él durante la noche; pero, de ocurrir así, es de esperar que el sueño fuera de corta duración, un ligero sopor a lo sumo; porque si es cierto, y así lo asegura un gran escritor, que ninguna señorita debe enamorarse de un hombre sin que éste le haya declarado previamente su amor, tampoco debe estar bien el que una joven sueñe con un hombre antes de que éste haya soñado con ella.

Por lo demás, hemos de añadir que Mr. Allen, sin tener en cuenta, tal vez, las cualidades que como soñador o amador pudieran adornar a Mr. Tilney, hizo aquella misma noche indagaciones respecto al nuevo amigo de su joven protegida, mostrándose dispuesto a que tal amistad prosperase, una vez que hubo averiguado que Mr. Tilney era ministro de la Iglesia anglicana y miembro de una distinguidísima familia.

4

Al día siguiente Catherine acudió al balneario más temprano que de costumbre. Estaba convencida de que en el curso de la mañana vería a Mr. Tilney, y dispuesta a obsequiarle con la mejor de sus sonrisas; pero no tuvo ocasión de ello, pues Mr. Tilney no se presentó. Seguramente no quedó en Bath otra persona que no frecuentase aquellos salones. La gente salía y entraba sin cesar; bajaban y subían por la escalinata cientos de hombres y mujeres por los que nadie tenía interés, a los que nadie deseaba ver; únicamente Mr. Tilney permanecía ausente.

—¡Qué delicioso sitio es Bath! —exclamó Mrs. Allen cuando, después de pasear por los salones hasta quedar exhaustas, decidieron sentarse junto al reloj grande—. ¡Qué agradable sería contar con la compañía de un conocido!

Mrs. Allen había manifestado ese mismo deseo tantas veces, que no era de suponer que pensase seriamente en verlo satisfecho al cabo de los días. Sin embargo, todos sabemos, porque así se nos ha dicho, que «no hay que desesperar de lograr aquello que deseamos, pues la asiduidad, si es constante, consigue el fin que se propone», y la asiduidad constante con que Mrs. Allen había deseado día tras día encontrarse con alguna de sus amistades se vio al fin premiada, como era justo que ocurriese.

Apenas llevaban ella y Catherine sentadas diez minutos cuando una señora de su misma edad, aproximadamente, que se hallaba allí cerca, luego de fijarse en ella detenidamente le dirigió las siguientes palabras:

—Creo, señora... No sé si me equivoco; hace tanto tiempo que no tengo el gusto de verla... Pero ¿acaso no es usted Mrs. Allen?

Tras recibir una respuesta afirmativa, la desconocida se presentó como Mrs. Thorpe, y al cabo de unos instantes logró Mrs. Allen reconocer en ella a una antigua amiga y compañera de colegio, a la que sólo había visto una vez después de que ambas se casaran. El encuentro produjo en ellas una alegría enorme, como era de esperar dado que hacía quince años que ninguna sabía nada de la otra. Se dirigieron mutuos cumplidos acerca de la apariencia personal de cada una, y después de admirarse de lo rápidamente que había transcurrido el tiempo desde su último encuentro, de lo inesperado de su entrevista en Bath y de lo grato que resultaba el reanudar su antigua amistad, procedieron a interrogarse la una a la otra acerca de sus respectivas familias, hablando las dos a la vez y demostrando ambas mayor interés en prestar información que en recibirla. Mrs. Thorpe llevaba sobre Mrs. Allen la enorme ventaja de ser madre de familia numerosa, lo cual le permitía hacer una prolongada disertación acerca del talento de sus hijos y de la belleza de sus hijas, dar cuenta detallada de la estancia de John en la Universidad de Oxford, del porvenir que esperaba a Edward en casa del comerciante Taylor y de los peligros a que se hallaba expuesto William, que era marino, y congratularse de que jamás hubiesen existido jóvenes más estimados y queridos por sus respectivos jefes que aquellos tres hijos suyos.

Mrs. Allen quedaba, claro está, muy a la zaga de su amiga en tales expansiones maternales, ya que, puesto que no tenía hijos, le era imposible despertar la envidia de su interlocutora refiriendo triunfos similares a los que tanto enorgullecían a ésta; pero halló consuelo a semejante desaire al observar que el encaje que adornaba la esclavina de su amiga era de calidad muy inferior a la de la suya.

—Aquí vienen mis hijitas queridas —dijo de repente Mrs. Thorpe señalando a tres guapas muchachas que, cogidas del brazo, se acercaban en dirección al grupo—. Tengo verdaderos deseos de presentárselas, y ellas tendrán también gran placer en conocerla. La mayor, y más alta, es Isabella. ¿Verdad que es hermosa? Tampoco las otras son feas; pero, a mi juicio, Isabella es la más bella de las tres.

Una vez presentadas a Mrs. Allen las señoritas Thorpe, Miss Morland, cuya presencia había pasado inadvertida hasta el momento, fue a su vez debidamente introducida. El nombre de la muchacha les sonó muy familiar a todas, y tras el cambio de cortesías propio en estos casos, Isabella declaró que Catherine y su hermano James se parecían mucho.

—Es cierto —exclamó Mrs. Thorpe, conviniendo acto seguido que la habrían tomado por hermana de Mr. Morland donde quiera que la hubieran visto.

Catherine se mostró sorprendida, pero en cuanto las señoritas Thorpe empezaron a referir la historia de la amistad que las unía con su hermano, recordó que James, primogénito de la familia Morland, había trabado amistad poco tiempo antes con un compañero de universidad cuyo apellido era Thorpe, y que había pasado la última semana de sus vacaciones de Navidad en casa de la familia de este muchacho, que residía en las proximidades de Londres.

Una vez que todo quedó debidamente aclarado, las señoritas de Thorpe manifestaron vivos deseos de trabar amistad con la hermana de aquel amigo suyo, etcétera, etcétera.

Catherine, por su parte, escuchó complacida las frases amables de sus nuevas conocidas, correspondiendo a ellas como pudo, y en prueba de amistad Isabella la tomó del brazo y la invitó a dar una vuelta por el salón. La muchacha estaba encantada de ver cómo aumentaba el número de sus amistades en Bath, y tanto se interesó en lo que le decía Miss Thorpe que prácticamente se olvidó de su pareja de la víspera. La amistad es el mejor bálsamo para las heridas que produce en el alma un amor mal correspondido.

La conversación giró en torno a los temas habituales de las jóvenes, como el vestido, los bailes, el cuchicheo y las chanzas. Claro que Miss Thorpe, que era cuatro años mayor que Catherine y disponía, por lo tanto, de otros tantos de experiencia más que ésta, aventajaba a su amiga en la discusión de dichos asuntos. Podía, por ejemplo, comparar los bailes de Bath con los de Tunbridge, las modas del balneario con las de Londres, y hasta rectificar el gusto de Catherine en lo que a indumentaria se refería, además de saber descubrir un coqueteo entre personas que aparentemente no hacían más que cambiar leves sonrisas.

Catherine celebró semejantes dotes de observación, y el respeto que sintió por su nueva amiga habría resultado excesivo si la llaneza de trato de Isabella y el placer que aquella amistad le inspiraban no hubieran hecho desaparecer del ánimo de la muchacha los sentimientos de vago temor que siempre provocaba en ella lo desconocido, inculcándole en su lugar una tierna admiración. El creciente afecto que ambas se profesaron no podía, desde luego, quedar satisfecho con media docena de vueltas por los salones, y exigió, cuando llegó el momento de separarse de Miss Thorpe, acompañase a Catherine hasta la puerta misma de su casa, donde se despidieron con un cariñoso apretón de manos, no sin antes prometerse que se verían aquella noche en el teatro y asistirían al templo a la mañana siguiente.

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