—¡Vete! ¡He estado expuesto a la epidemia! ¡Puedo haberme contagiado!
—¡No seas loco! ¡Eres demasiado duro para morir! Abre enseguida, que traigo una botella de vino para ahuyentar a los espíritus malignos.
—Vuélvete a tu casa y bebe ese vino con tu familia. ¡No quiero ser la causa de tu muerte! Tal vez si sigues viviendo puedas llegar a pintar un cuadro bueno.
—¡Ahora! —rió Granacci—. Si estás vivo mañana, ven a terminar la mitad del
Chianti
que te corresponde.
La epidemia cedió. Desde las colinas circundantes, la gente fue regresando a la ciudad. Se abrieron nuevamente los comercios. La Signoria volvió a Florencia, y una de sus primeras resoluciones fue encargar a Miguel Ángel Buonarroti que esculpiera el Hércules que Soderini había encargado veinte años atrás.
Pero…, una vez más intervino el Papa Clemente. De vuelta en el Vaticano, merced a una alianza con el Sacro Imperio Romano, retomó las riendas del poder sobre los renegados cardenales italianos, franceses e ingleses, y formó un ejército con las fuerzas del duque de Urbino, las tropas de Colonia y las españolas. Ese ejército fue enviado ahora contra la independiente Florencia, con el fin de derrocar a la República, castigar a los enemigos de los Medici y restaurar una vez más el poderío de la familia. Spina había subestimado al papa Clemente y a los Medici; Miguel Ángel fue llamado a la Signoria, donde el
gonfaloniere
Capponi ocupaba el escritorio de Soderini y se hallaba rodeado por los miembros del Consejo de Ochenta.
—Puesto que es escultor, Buonarroti —dijo con voz apresurada—, hemos supuesto también que puede ser ingeniero de defensas. Necesitamos muros que no puedan ser vencidos. Puesto que son de piedra y usted es hombre de piedra…
Miguel Ángel calló. ¡Ahora si que se vería realmente envuelto en la guerra, y por ambos bandos!
—Limítese al sector sur de la ciudad —prosiguió Capponi—. Por el norte somos inexpugnables. Y presente su informe lo más rápidamente posible.
Miguel Ángel exploró los varios kilómetros de muros, que comenzaban en el este con la iglesia de San Miniato, en la cima de una colina, y serpenteaban hacia el oeste antes de volver al Arno. Ni los muros ni las torres de defensa se hallaban en buenas condiciones. Además, no había zanjas en la parte exterior de los muros que hicieran más peligroso el avance al enemigo. Las piedras estaban flojas, y los ladrillos, pésimamente cocidos, se desmoronaban; eran necesarias más torres para colocar cañones y agregar más altura a las mismas para que no pudieran ser escaladas. La base principal de la línea de defensa tendría que ser el campanario de San Miniato, desde cuya altura los defensores podrían dominar la mayor parte del terreno donde tendrían que cargar las tropas enemigas.
Volvió al despacho del
gonfaloniere
Capponi con su informe y expuso ante él y los miembros del Consejo de Ochenta el número de picapedreros, albañiles, fabricantes de ladrillos, carreros, porteadores y campesinos que necesitaría para que aquellos muros quedasen en condiciones de ser defendidos. El
gonfaloniere
exclamó impetuosamente:
—¡No toque San Miniato! ¡No hay necesidad de fortificar una iglesia!
—Por el contrario, Excelencia: ¡hay necesidad, y mucha! Si no lo hacemos, el enemigo no tendrá necesidad de derribar nuestros muros. Nos atacarán por el flanco, desde aquí, al este de la colina de San Miniato.
Se le dio permiso para demostrar que su plan era el mejor posible. Inmediatamente pidió la ayuda de todos: Comanacci, la Compañía del Crisol, los canteros del patio de mármoles del Duomo. Los trabajos avanzaron a toda prisa, pues según se anunciaba, el ejército del Papa avanzaba ya sobre Florencia desde varias direcciones: una formidable fuerza de hombres bien adiestrados y poderosamente armados. Miguel Ángel hizo construir un camino desde el río para sus hombres y provisiones y luego comenzó el trabajo en los bastiones de la primera torre, fuera de la portada de San Miniato, hacia San Giorgio, cerrando la colina vital de defensa con elevados muros de ladrillo. Un centenar de
contadini
trabajaban febrilmente, levantando aquellas paredes a toda prisa. Mientras tanto, otras cuadrillas reforzaban, reparaban o reconstruían otras partes débiles de los muros y daban mayor altura a las paredes de las torres, a la vez que construían otras nuevas en los lugares más vulnerables.
Terminada la primera fase del trabajo, la Signoria realizó una inspección de las obras. A la mañana siguiente, cuando entró Miguel Ángel en el despacho de la Signoria, fue saludado con sonrisas.
—Miguel Ángel, ha sido elegido miembro de los Nove della Milizia, con el cargo de gobernador general de las fortificaciones.
—Es un gran honor para mí,
gonfaloniere
.
—Y una responsabilidad todavía mayor. Queremos que haga una gira de inspección a Pisa y Livorio, para asegurarse de que nuestras defensas marítimas están en condiciones.
Ya ni siquiera pensaba en su querida escultura. Ahora tenía una misión específica que cumplir. Florencia lo había llamado en un momento de peligrosa crisis. Jamás se había imaginado como jefe militar, ni organizador, pero ahora descubrió que la creación de complicadas obras de arte le había enseñado a coordinar cada detalle importante para lograr un resultado final completo. Y hasta se lamentaba de no poseer algo del genio inventivo de Leonardo da Vinci.
A su regreso de Pisa y Livorio, inició la excavación de una serie de grandes zanjas, tan profundas como fosos. La tierra y piedras de aquellas excavaciones fue empleada en la construcción de nuevas barricadas. Después ordenó que se derribasen todos los edificios que se hallaban entre los muros defensivos y la base de las colinas circundantes, sobre una extensión de algo más de un kilómetro y medio al sur, para limpiar el terreno desde donde atacaría el enemigo. Sólo unos cuantos soldados obedecieron la orden de derribar algunas pequeñas capillas. Cuando el mismo Miguel Ángel llegó al refectorio de San Salvi y vio La última cena de Andrea del Sarto, con todo su esplendor, exclamó:
—¡Déjenla! Es una obra de arte demasiado grande para ser destruida.
La Signoria lo envió a Ferrara para estudiar las nuevas fortificaciones del duque de Ferrara. Éste, un hombre culto y entusiasta aficionado a la pintura, escultura, poesía y teatro, le rogó que aceptase ser invitado suyo en el palacio. Miguel Ángel rechazó muy cortés el ofrecimiento y se alojó en una posada, donde experimentó la alegría de un ruidoso reencuentro con Argiento, que llevó a sus nueve hijos para que besaran su mano.
—Dime, Argiento, ¿has conseguido ser un buen agricultor? —preguntó Miguel Ángel.
—No —respondió Argiento—. Pero la tierra hace crecer las cosas, por mucho que yo haga en contra. Los niños son mi principal cosecha.
Cuando Miguel Ángel agradeció al duque de Ferrara por haberlo acompañado a recorrer las estructuras de defensa, el duque dijo:
—Pinte algo para mí. Con eso me recompensará con creces.
—En cuanto termine la guerra —respondió Miguel Ángel, sonriente.
De regreso a Florencia, se encontró con que el general Malatesta, de Perugia, había sido llevado a la ciudad con el cargo de comandante. Seria uno de los que mandarían las fuerzas de defensa. Inmediatamente discutió con Miguel Ángel, respecto al plan de éste de levantar soportes de piedra a las fortificaciones, tal como había visto en Ferrara.
—¡Ya nos ha cargado con demasiados muros! —dijo—. Llévese a sus campesinos y deje que mis soldados se encarguen de la defensa de Florencia.
Aquella noche, Miguel Ángel recorrió la base de los baluartes. Llegó a un lugar donde había ocho piezas de artillería dadas a Malatesta para defender el muro de San Miniato. En lugar de colocarlas dentro de las fortificaciones o en los parapetos, estaban fuera de los muros. Miguel Ángel despertó a Malatesta, que dormía.
—¿Qué significa esto de exponer sus piezas de artillería de esa manera? —inquirió, severo—. Las hemos protegido con nuestras vidas hasta su llegada. Cualquiera podría robarías o destruirlas ahí afuera.
—¿Es usted el comandante del ejército florentino? —preguntó Malatesta, lívido de ira.
—No, nada más que de los muros de defensa.
—Entonces, vaya a construir sus ladrillos de bosta, y no venga a decirle a un soldado cómo debe pelear.
De regreso a San Miniato, Miguel Ángel encontró al general Mario Orsini, quien le preguntó:
—¿Qué ha sucedido, amigo mío? ¡Su rostro tiene una expresión sombría!
Miguel Ángel le contó lo que acababa de ocurrirle con el general Malatesta. Cuando hubo terminado, el general Orsini le dijo con evidente tristeza.
—Debe saber que todos los hombres de su casa son traidores. A su tiempo, éste también traicionará a Florencia.
—¿Ha denunciado eso a la Signoria?
—No. Soy un soldado contratado, como Malatesta, no un florentino.
A la mañana siguiente, Miguel Ángel esperó en el gran salón del palacio hasta que fue admitido a la presencia del
gonfaloniere
. La Signoria no se mostró muy impresionada por sus palabras.
—Deje de preocuparse respecto de nuestros oficiales. Limítese a la realización de sus nuevos planes para los muros defensivos. Éstos no deberán ser vulnerados, recuerde.
—No será necesario, si los defiende Malatesta. Él mismo se encargará de vulnerarlos.
—Vaya a descansar… ¡Está agotado!
Volvió a los muros y continuó dirigiendo los trabajos, bajo el sol calcinante de septiembre, pero no le era posible arrancar de su mente al general Malatesta. En cualquier sitio, oía historias contra el militar: había entregado Perugia sin combatir, sus hombres se negaron a luchar contra las fuerzas del Papa en Arezzo. No bien los ejércitos invasores llegasen a Florencia, Malatesta entregaría la plaza…
Su agitación creció. Veía ya a las tropas del Papa entrar en la ciudad y destruirla, como Roma había sido arrasada, y dedicarse al saqueo y al pillaje. Las obras de arte serían destruidas. Desvelado, incapaz de dormir, comer ni concentrar su atención en las obras defensivas, comenzó a oír comentarios que lo convencieron de que Malatesta había reunido a los oficiales en el muro meridional y estaba conspirando contra Florencia.
Pasó seis días y sus noches sin dormir ni alimentarse, imposibilitado de dominar su ansiedad. Una noche, oyó una voz que le hablaba, y se dio la vuelta instantáneamente en el parapeto.
—¿Quién es? —inquirió.
—Un amigo suyo.
—¿Qué desea?
—Salvarle la vida.
—¿Está en peligro?
—¡De la peor clase!
—¿A causa del ejército del Papa?
—No. Malatesta.
—¿Qué trama Malatesta?
—Hacerlo matar.
—¿Por qué?
—Por haber denunciado sus planes de traición.
—¿Qué debo hacer?
—Huir.
—Pero eso sería otra traición.
—Mejor que ser muerto.
—¿Y cuándo debo partir?
—Ahora mismo… ¡Inmediatamente!
Bajó del parapeto, cruzó el Arno y se dirigió a la Vía Mozza. Ordenó a Mini que pusiera ropas y dinero en sus alforjas. Los dos montaron a caballo y al llegar a la Puerta de Prato fueron detenidos. Sin embargo, uno de los guardias exclamó:
—¡Déjenlo pasar! Es Miguel Ángel, miembro de los Nove della Milizia.
Se dirigió a Bolonia, Ferrara, Venecia, Francia… hacia la seguridad.
Siete semanas después, volvió humillado, deshonrado. La Signoria lo multó y lo suspendió de su cargo en el Consejo por un periodo de tres años. Pero debido a que los ejércitos del Papa estaban acampados ahora en número de treinta mil, en las colinas, frente a las defensas meridionales de la ciudad, lo mandaron de nuevo a hacerse cargo de las fortificaciones.
—Debo confesar que la Signoria te ha tratado con excesiva benevolencia —dijo Granacci, severo—. Sobre todo, si se considera que has regresado cinco semanas después de aprobarse la Ley de Exclusión de los Rebeldes. Podías haber perdido todas tus propiedades de Toscana. Creo que será mejor que lleves una manta a San Miniato y suficientes provisiones para un año de sitio…
—No te preocupes, Granacci, no cometeré dos veces la misma estupidez.
—Pero ¿qué fue lo que te pasó?
—Oí voces.
—¿De quiénes?
—Mías.
Granacci rió de buena gana y replicó:
—En mi misión me ayudaron los rumores de la recepción de que habías sido objeto en la corte de Venecia, el ofrecimiento del Dux para que le diseñases un puente sobre el Rialto, y los esfuerzos del embajador de Francia para llevarte a la corte francesa. La Signoria opinó que eras un idiota, lo cual también es cierto. No les agradaba eso de que te radicases en Venecia o París. Tienes que dar gracias a tu buena estrella por saber esculpir, pues de lo contrario a lo mejor no volverías a ver el Duomo.
Llevó todos sus efectos a la torre de San Miniato y contempló a la luz de la luna los centenares de tiendas de campaña del enemigo, a un kilómetro y medio de distancia, más allá de los terrenos que él había hecho limpiar para que no ofreciesen protección alguna a los atacantes.
Al amanecer lo despertó el fuego de artillería. Como había esperado, el ataque enemigo se concentraba en la torre de San Miniato. Si las fuerzas del Papa conseguían derribarla, entrarían fácilmente en la ciudad. Ciento cincuenta piezas de artillería hacían fuego sostenidamente. Las balas y granadas habían destruido ya algunas partes de ladrillo y piedra.
El ataque duró dos horas. Cuando terminó, Miguel Ángel salió por un túnel y se detuvo en la base de la torre del campanario para observar los daños.
Pidió voluntarios entre los hombres que sabía capaces de trabajar la piedra y el cemento. Bastiano dirigió los trabajos desde dentro. Miguel Ángel llevó un grupo afuera y, a la vista de las fuerzas papales, reparó los desperfectos causados por el bombardeo en los muros. Por una razón que no pudo comprender, quizá porque no sabían la extensión de los daños que habían causado, las tropas enemigas permanecieron en su campamento.
Ordenó a sus canteros que transportaran arena del Arno y bolsas de cemento; envió corredores para reunir piquetes de obreros y al anochecer puso a trabajar a todos aquellos hombres en la reparación de la torre. Trabajaron toda la noche, pero el cemento necesitaba tiempo para fraguar. Si la artillería enemiga abría fuego demasiado pronto, sus defensas serían arrasadas. Miró hacia la cima del campanario, con su cornisa almenada, sobresalía un poco más de un metro en los cuatro lados de la torre. Si pudiera idear algún modo de colgar algo de aquel parapeto, algo que pudiera absorber los impactos de las balas de hierro y piedra de los cañones, antes de que pudieran hacer blanco en la torre propiamente dicha…