—¿Entonces, para usted, la escultura es una investigación, una búsqueda?
Miguel Ángel sonrió con cierta timidez.
—¿Acaso no lo es para todos los artistas? Cada hombre ve la verdad a través de sus ojos. Cuando me encuentro ante un nuevo cuerpo, siento lo mismo que debe sentir el astrónomo cada vez que descubre una nueva estrella. Tal vez si me fuese posible dibujar a todos los hombres del mundo, podría acumular toda la verdad sobre el hombre.
—Entonces —dijo Leo—, le recomendaría que venga conmigo a los baños. Allí podrá dibujar centenares de cuerpos en una sola sesión.
Llevó a Miguel Ángel a hacer un recorrido por la vastísima zona de las ruinas de los antiguos baños de Caracalla, Trajano, Constantino y Diocleciano, y le informó de que los antiguos romanos habían utilizado los baños como clubes, lugares de reunión y demás. En realidad, pasaban en ellos la mayor parte de su vida.
—Ya oirá la frase popular atribuida a César: «
Dad al pueblo pan y circo
». Sin embargo, algunos emperadores consideraban igualmente importante dar agua al pueblo, pues creían que su popularidad dependía en gran parte de la belleza de los baños públicos.
Leo era muy conocido en los baños de la Piazza Scossacavalli, que pertenecían al cardenal Riario. Después de tomar un baño caliente y nadar en la pileta fría, se sentaron en un banco. Había numerosos grupos de hombres sentados y de pie, que discutían, reían, contaban anécdotas. Miguel Ángel dibujó febrilmente una escena tras otra, entusiasmado ante los soberbios planos que se le ofrecían, así como ante la belleza de aquellos cuerpos desnudos, en infinidad de actitudes distintas.
—¡Nunca he visto nada parecido! —dijo—. En Florencia, los baños públicos son únicamente para los pobres.
—Haré correr la noticia de que se halla en Roma por invitación del cardenal. Entonces podrá dibujar aquí cuanto quiera —dijo Leo.
En las semanas que siguieron, Baglioni llevó a Miguel Ángel a los baños de los hostales, monasterios, antiguos palacios, de la Vía dei Pastini y de Sant Angelo, en la Pesceria. En todas partes lo presentaba de modo que pudiera volver solo más adelante. Y el joven escultor encontraba en cada juego de luz, color de ambiente, reflejos de agua y sol en los cuerpos, nuevas verdades y modos de expresarlas con sencillas y audaces líneas.
Pero nunca pudo acostumbrarse por completo a dibujar cuando también él estaba desnudo.
Una tarde, Leo le preguntó:
—¿No le agradaría dibujar algunas mujeres? Hay baños en los que entran hombres y mujeres. Son administrados por prostitutas, pero su clientela es perfectamente respetable.
—No —respondió Miguel Ángel—. No me interesa el cuerpo femenino.
—Con eso, elimina suMaríamente la mitad de los cuerpos del mundo.
—Sí. Pero yo sólo encuentro belleza y fuerza estructural en el cuerpo masculino.
Roma, como ciudad, le desagradaba, pero la verdad era que no se trataba de una ciudad, sino de muchas. Alemanes, franceses, portugueses, corsos, griegos, sicilianos, árabes, levantinos y judíos se congregaban en sus respectivos barrios, y como los florentinos, no recibían con buenos ojos a los extraños. Puesto que no existía un gobierno, leyes, ni policía o juzgados que los protegiesen, cada barrio se gobernaba a sí mismo lo mejor que podía. El cementerio más conveniente para los crímenes era el río Tíber, donde todas las mañanas se encontraban cadáveres flotando en las perezosas aguas. Tampoco existía una distribución equitativa de la riqueza, la justicia, la sabiduría y las artes.
Los residentes no sentían el menor orgullo de su ciudad, ni deseo de mejorarla ni de brindarle los cuidados más elementales. Muchos le decían a Miguel Ángel: «
Roma no es una ciudad; es una iglesia. No tenemos el poder suficiente para controlarla ni modificarla
». Y cada vez que preguntaba: «
Entonces, ¿por qué se queda la gente aquí?
», alguien le respondía: «
Porque existen probabilidades de ganar dinero
». Y Roma contaba con la peor reputación de toda Europa.
Los contrastes con la homogénea Florencia, compacta dentro de sus muros, inmaculadamente limpia, república con gobierno propio, inspirada por las artes y la arquitectura, en rápido crecimiento, sin pobreza, orgullosa de su tradición, respetada y amada por toda Europa debido a su cultura y justicia, le resultaban duros y dolorosos. Pero más personalmente doloroso era para Miguel Ángel ver el trabajo atroz de la piedra en los edificios ante los que pasaba día a día. En Florencia jamás había podido resistir la tentación de dejar resbalar amorosamente sus manos por la
pietra serena
hermosamente tallada de los edificios. En Roma se estremecía cada vez que su ojo experto veía los toscos golpes del cincel en las piedras, las superficies desiguales y defectuosas. ¡Florencia no habría empedrado ni las calles con aquellas piedras de los edificios romanos!
Cuando regresó al palacio, encontró una invitación de Paolo Rucellai a una recepción en honor de Piero de Medici, que se encontraba en Roma para organizar un ejército, y del cardenal Giovanni de Medici, que ocupaba una pequeña casa cerca de la Vía Florida. Miguel Ángel se emocionó ante el hecho de haber sido invitado; al abandonar su modestísima habitación para ver nuevamente a los dos hermanos Medici, hasta se sintió feliz.
El sábado, a las once de la mañana, cuando terminaba de afeitarse y peinarse, oyó un sonido de trompetas y corrió a ver el espectáculo. Sintió una gran excitación al ver, por fin, al Papa Borgia, a quien los Medici habían temido y Savonarola elegido como blanco especial de sus ataques. Precedido por un grupo de cardenales con sus vestimentas rojas, y seguido por príncipes purpurados, el Papa Alejandro VI, cuyo nombre de pila en España era Rodrigo Borgia, vestido totalmente de blanco, encabezaba un cortejo que atravesaba el Campo dei Fiori, camino del convento franciscano del Trastevere.
Alejandro VI, que tenía entonces sesenta y cuatro años, parecía un hombre de enorme virilidad, de poderosa osamenta bien cubierta de carnes. Su nariz era ancha, sus mejillas, carnosas y la tez, oscura. Aunque en Roma se lo calificaba de actor teatral, poseía numerosos atributos, además de la «
brillante insolencia
» que lo había hecho famoso. En su carácter de cardenal, había conquistado la fama de tener un número mucho mayor de mujeres y una fortuna más cuantiosa que cualesquiera de los prelados que lo habían precedido. En 1460 había sido reprendido por el papa Pío II por «
comportamiento poco digno en un cardenal
», eufemismo con el que se trataba de disimular sus seis hijos conocidos, todos ellos de diversas madres. Los tres predilectos eran Juan, un joven exhibicionista y prodigioso despilfarrador de las fortunas amasadas por su padre a costa del clero romano y los aristócratas; César, hermoso, sensual, sádico y guerrero, acusado de haber llenado el Tíber de cadáveres; y la hermosa Lucrezia, con quien toda Roma decía que mantenía secretas relaciones amorosas, al margen de su creciente lista de matrimonios oficiales.
Los altos muros que rodeaban el Vaticano estaban protegidos por tres mil guardianes armados, pero Roma había desarrollado un sistema de comunicaciones que propagaba las noticias de cuanto allí ocurría a las siete colinas.
Una vez que hubo pasado aquel suntuoso cortejo, Miguel Ángel se dirigió al Ponte por la Vía Florida. Como llegó temprano, Paolo Rucellai lo recibió en su despacho, una habitación con zócalo de madera oscura y estantes en los que se veían manuscritos encuadernados, bajorrelieves de mármol, óleos sobre madera, un escritorio de talla florentina y sillas con asiento de cuero.
—Los florentinos constituimos una colonia cerrada en Roma —le dijo Paolo—. Como sabe, ya tenemos nuestro gobierno propio, nuestro tesoro y leyes, así como los medios para imponerlas. De lo contrario, no nos seria posible existir en este caos. Si necesita ayuda, acuda a nosotros. Jamás pida nada a un romano. La idea que éstos tienen sobre el juego limpio es aquélla en la cual se vean protegidos por todas partes.
En el salón conoció al resto de la colonia florentina. Hizo una reverencia a Piero, quien después de la discusión en Bolonia se mostró frío y ceremonioso con él. El cardenal Giovanni, a quien el Papa odiaba y estaba alejado de toda actividad de la Iglesia, pareció sinceramente contento de verlo, pero Giulio se mostró todavía más frío que Piero. Miguel Ángel se enteró de que Contessina tenía un hijo llamado Luigi y estaba nuevamente encinta. A su ansiosa pregunta de si Giuliano estaba también en Roma, Giovanni respondió:
—Giuliano está en la corte de Elisabetta Gonzaga y Guidobaldo Montefeltro, en Urbino. Allí completará su educación. La corte de Urbino, en plena sierra de los Apeninos, era una de las más cultas de Italia.
Treinta florentinos se sentaron a cenar aquella noche en la mesa. El menú estaba integrado por
cannelloni
rellenos de tierna carne picada y setas, ternera en leche, judías verdes, vinos de Broglio y variada repostería. Todos los comensales charlaban animadamente. Jamás se referían a su adversario llamándolo «
el Papa
» o «
Alejandro VI
», sino únicamente «
el Borgia
», pues trataban de conservar su reverencia al Papado, a la vez que expresar su total desprecio hacia el aventurero español que, por medio de una serie de calamitosos incidentes, se había apoderado del Vaticano.
A su vez, los florentinos distaban mucho de gozar del aprecio del Papa. Los sabía enemigos suyos, pero necesitaba sus bancos, su comercio mundial, los elevados impuestos sobre importaciones que pagaban por cuanto traían a Roma y su estabilidad. Contrariamente a los barones romanos, no libraban una guerra contra él, limitándose a orar fervorosamente al cielo pidiendo su muerte. Por tal motivo, apoyaban a Savonarola en su lucha contra Alejandro VI, y les resultaba molesta la misión de Piero.
Mientras bebían su copita de licor después de la cena, los invitados se mostraron nostálgicos, y hablaban de Florencia como si estuviesen a sólo unos minutos de viaje de la Piazza della Signoria. Aquél era el momento que Miguel Ángel había esperado.
—¿Qué probabilidades hay de obtener algún encargo en Roma? —preguntó—. Los papas siempre han llamado junto así a los pintores y escultores.
—El Borgia —dijo Cavalcanti— llamó a Pinturicchio, de Perugia, para que le decorase sus habitaciones y varias estancias de Sant'Ángelo. Pinturicchio terminó su trabajo el año pasado y partió de Roma. Perugino ha pintado frescos en una sala del Borgia, así como en la torre del palacio papal. Pero también se ha ido.
—¿Y de escultura?
—Mi amigo Andrea Bregno es el escultor más respetado de Roma. Tiene un gran taller con muchos aprendices.
—Me gustaría conocerlo.
—Es un hombre capaz, un trabajador rapidísimo, que ha decorado la mayor parte de las iglesias de aquí. Le diré que usted irá a visitarlo.
Balducci compartía el odio de sus compatriotas hacia Roma, pero había una faz de la vida romana que le agradaba: las siete mil mujeres públicas reunidas allí de todos los rincones de la tierra. El domingo siguiente, después de almorzar en la Trattoria Toscana, Balducci llevó a Miguel Ángel a hacer un recorrido por la ciudad. Conocía todas las plazas de Roma, sus fuentes, foros, arcos triunfales y templos, no por sus respectivas historias, sino por la nacionalidad de las mujeres que tenían su campo de operaciones en cada uno de esos lugares. Recorrieron las calles durante varias horas, observando rostros, mientras Balducci se extendía en prolongados comentarios sobre las virtudes, defectos y agradables cualidades de cada una. Las mujeres romanas, que llevaban loros o pequeños monos sobre un hombro e iban cubiertas de joyas y perfumes, seguidas de sus servidores negros, pretendían imponerse despectivamente a las extranjeras: muchachas españolas, de negros cabellos y ojos de notable claridad; altivas griegas, vestidas con blancas túnicas, rodeadas sus breves cinturas por finos cinturones; egipcias, de oscura piel, envueltas en ropajes que les caían hasta los pies; rubias de ojos azules del norte de Europa, en cuyas trenzas llevaban prendidas pequeñas flores; turcas, de lacias cabelleras, que miraban desde la protección de sus casi transparentes velos; orientales, de ojos rasgados, envueltas en metros y más metros de sedas de brillantes colores…
—Nunca cojo a la misma dos veces —explicó Balducci—. Me agrada la variedad, el contraste, los distintos colores de la piel, las formas diferentes, las personalidades dispares. Eso, para mí, es lo interesante, porque me parece que viajo por todo el mundo.
—¿Y cómo sabes, Balducci, que la primera que se cruza en tu camino no será la más interesante del día?
—Mi inocente amigo, lo que cuenta realmente es la caza. Por eso prolongo la búsqueda, algunas veces hasta avanzadas horas de la noche. Lo exterior es distinto: tamaño, formas, maneras; pero el acto es siempre el mismo, o casi el mismo: rutina. Es la caza lo que cuenta…
Miguel Ángel no sentía una imperiosa de esculpir, pues estaba enfrascado dibujando esculturas en perspectiva. Pero pasaban las semanas y no le llegaba una sola palabra del cardenal Riario. Acudió a los secretarios del prelado varias veces, pero fue recibido con evasivas. Entendía que el cardenal estaba ocupado, pues se decía que después del Papa era el hombre más rico de Europa y que dirigía un imperio bancario y comercial comparable al antiguo de Lorenzo de Medici. Jamás lo vio oficiar un servicio religioso, pero Leo le informó de que el cardenal lo hacía diariamente en la capilla de su palacio a primera hora de la mañana.
Finalmente, Leo le consiguió una audiencia. Miguel Ángel concurrió con una carpeta llena de dibujos. El cardenal Riario pareció alegrarse al verlo, aunque se mostró ligeramente sorprendido de que todavía estuviese en Roma. Estaba en su despacho, rodeado de papeles y libros, contables y escribientes, con los cuales Miguel Ángel había comido varias veces a la semana, pero sin hacerse amigo de ellos. Trabajaban en altas mesas y no levantaron las cabezas para mirarle. Cuando Miguel Ángel preguntó al cardenal si había decidido ya lo que le gustaría que esculpiese con el bloque de mármol que había adquirido, Riario respondió:
—Lo pensaremos. Todo a su debido tiempo. Mientras tanto, Roma es una ciudad maravillosa para un joven; hay muy pocos placeres en el mundo que no hayan sido desarrollados por nosotros aquí. Y ahora, perdóneme, pero…