—¿Por qué me han dicho esto? —preguntó Miguel Ángel.
—Porque lo queremos de nuestra parte —respondió el cardenal. Pertenece a los Medici. Si lo necesitáramos…
Se abrió paso por la calle de los antiguos foros romanos y entró en el Coliseo, brillantemente iluminado por la luna llena. Subió hasta el último piso y se sentó en el parapeto de la galería que daba al vasto anfiteatro donde antaño se acumulaban las multitudes romanas para gritar su sed de combate y de sangre.
Combate y sangre. Sangre y combate. La frase daba vueltas en su mente. Parecía ser todo cuanto conocería Italia, y cuanto él había conocido en toda su vida. En aquellos mismos momentos, el Papa estaba organizando otro ejército para avanzar hacia el norte. Si Florencia resistía, el Papa enviaría las tropas de Giovanni contra sus muros. Si Florencia no resistía, el
gonfaloniere
Soderini sería separado de su cargo, al igual que todos los miembros de la Signoria que no consintiesen en perder la independencia de su ciudad-estado. Y ahora se le pedía que formase parte de todo eso.
Amaba por igual al
gonfaloniere
Soderini y a Giuliano de Medici. Sentía una profunda lealtad hacia
Il Magnifico
, hacia Contessina, y sí, también hacia el cardenal Giovanni. Pero tenía fe en la República. ¿A quién sería infiel, desagradecido?
Durante los grises meses invernales de 1512, mientras pintaba los
lunetos
sobre las altas ventanas, los ojos de Miguel Ángel se vieron tan seriamente afectados que no le era posible leer una línea a no ser que alzase la cabeza hacia arriba y sostuviese el papel bien alto sobre ella. Aunque Julio II se había quedado en Roma, sus guerras habían comenzado ya. Sus ejércitos estaban al mando del español Cardona, de Nápoles. El cardenal Giovanni partió para Bolonia, pero los boloñeses, apoyados por los franceses, rechazaron dos veces a las tropas papales. El cardenal no pudo entrar jamás en Bolonia. Luego, los franceses persiguieron al ejército papal hasta Ravenna, donde se libró la batalla decisiva durante la Semana Santa. Se informó de que unos diez o doce mil hombres de las tropas de Julio II habían quedado muertos en el campo de batalla. El cardenal Giovanni y su primo Giulio fueron hechos prisioneros. Toda la Romana cayó en manos de los franceses y Roma estaba en pleno pánico. El Papa se refugió en la fortaleza de Sant'Ángelo.
Miguel Ángel seguía pintando su bóveda.
Pero la suerte cambió nuevamente: el comandante francés fue muerto. Los franceses lucharon entre sí. Los suizos penetraron en Lombardia para luchar contra los franceses. El cardenal Giovanni consiguió escapar y regresó a Roma. El Papa volvió al Vaticano y, durante el verano, consiguió reconquistar Bolonia. El general español Cardona, aliado de los Medici, saqueó Prato, a pocos kilómetros de Florencia. El
gonfaloniere
Soderini se vio obligado a renunciar y huir con su familia. Giuliano entró en Florencia como ciudadano particular. Tras él llegó el cardenal Giovanni de Medici con el ejército de Cardona, y volvió a su antiguo palacio del barrio de Sant'Antonio, cerca de la puerta de Faenza. La Signoria renunció. Se designó un Consejo de los Cuarenta y Cinco, que aprobó una nueva constitución inspirada por Giovanni. La República había terminado.
Durante todos esos meses, el Papa no dejó de insistir en que Miguel Ángel terminase de pintar la bóveda cuanto antes. Y un día subió por el andamio sin previo aviso.
—¿Cuándo terminará, Buonarroti? Ya hace cuatro años que comenzó. Deseo que termine dentro de algunos días.
—Se hará, Santo Padre, cuando se haga.
—¿Quiere que lo arroje de este andamio?
Miguel Ángel lanzó una mirada al piso de mármol, allá abajo.
—El día de Todos los Santos —agregó el Papa— oficiaré una misa. Hará dos años que bendije la primera mitad de su obra.
Al día siguiente, el Pontífice volvió a presentarse en el andamio.
—¿No le parece que algunas de estas decoraciones necesitan unos toques de oro? —preguntó.
—Santo Padre —respondió Miguel Ángel, paciente—, en aquellos tiempos los hombres no se adornaban con dorados.
—¡Hará un pobre efecto!
Miguel Ángel afirmó sus pies en el tablón, apretó los dientes y alzó la cabeza. Julio II empuñó más firmemente su bastón. Los dos se miraron con furia y largamente.
El día de Todos los Santos, la Roma oficial vistió sus mejores galas para la inauguración de la nueva bóveda de la Capilla Sixtina. Miguel Ángel se levantó temprano, fue a los baños, se afeitó la crecida barba y se puso sus mejores prendas. Pero no fue a la Capilla. Se fue al pórtico de su casa, corrió la lona que cubría los bloques de mármol y se quedó mirándolos. ¡Había esperado siete largos años para esculpirlos! Se dirigió a su mesa de trabajo, tomó pluma y papel y escribió:
El mejor artista no puede mostrar un pensamiento que la tosca piedra, en su superflua cáscara, no incluya; romper el encanto del mármol es cuanto puede hacer la mano que sirve al cerebro.
En el umbral de su tan duramente ganada libertad, sin tener en cuenta las costosas ropas que vestía, tomó martillo y cincel. Su fatiga, recuerdos tristes y amarguras desaparecieron como por encanto. La luz del sol que entraba por la ventana hizo brillar los primeros diminutos trozos y el polvillo de mármol que el cincel hacía saltar.
LOS MEDICI
El Papa Julio II sobrevivió sólo unos meses a la terminación del techo de la Capilla Sixtina. Giovanni de Medici era el nuevo Papa, primer florentino que alcanzaba tan encumbrada distinción eclesiástica.
Miguel Ángel estaba en la Piazza San Pietro entre los nobles florentinos, que estaban decididos a que aquélla fuera la más suntuosa ceremonia y fiesta que se hubiera visto en Roma.
Delante de él se veían doscientos lanceros montados, los capitanes de las trece Legiones de Roma, con sus banderas desplegadas, los cinco portaestandartes de la Iglesia, que llevaban los pendones y estandartes papales. Doce caballos completamente blancos de las cuadras del Papa iban flanqueados por un centenar de jóvenes nobles tocados con seda roja y armiño. Detrás de ellos seguían unos cien barones romanos, acompañados por sus escoltas armadas, los guardias suizos con sus uniformes blancos, amarillos y verdes. El nuevo Papa, León X, montado en un precioso caballo árabe, avanzaba protegido contra el cálido sol de abril por un dosel de seda bordada. A su lado iba su primo Giulio.
Al mirar al flamante Pontífice, que sudaba copiosamente por el peso tanto de sus propias carnes como de su triple tiara y de su pesadísimo manto cuajado de Joyas, Miguel Ángel pensó cuán inescrutables eran los designios de Dios. Cuando falleció Julio II, el cardenal Giovanni de Medici estaba en Florencia, tan enfermo de úlcera que tuvo que ser llevado a Roma en una litera para votar al nuevo Papa. El Colegio de Cardenales, encerrado herméticamente en la Capilla Sixtina, pasó casi una semana luchando entre las fuerzas del cardenal Riario y los partidarios de los cardenales Fiesco y Serra. El único miembro de aquel cuerpo que no tenía un solo enemigo era Giovanni de Medici. Al séptimo día, el Colegio se decidió, por unanimidad, en favor del suave, modesto y amigable Giovanni, con lo cual se daba cumplimiento al plan visionario de II Magnifico cuando hizo que Giovanni fuese consagrado cardenal en la Abadía Fiesolana a la edad de dieciséis años.
Sonaron las trompetas, señalando el comienzo del esplendoroso desfile a través de la ciudad de San Pedro, donde León X fue coronado en un pabellón frente a la destruida Basílica, y luego siguió hasta San Juan de Letrán, el más antiguo de los hogares papales. El puente de Sant'Ángelo estaba cubierto de tapices de brillantes colores. Al comienzo de la Vía Papale, la colonia florentina había hecho levantar un gigantesco arco de triunfo que llevaba los escudos y emblemas de los Medici. Enormes multitudes se alineaban a lo largo de todas las calles y daban muestra de gran entusiasmo.
Con su primo Paolo Rucellai a un lado y Strozzi, que había adquirido su primer Hércules, al otro, Miguel Ángel cabalgaba y observaba a León X, que sonreía plenamente feliz y levantaba su diestra enguantada para bendecir a la muchedumbre. Sus chambelanes, que caminaban a su lado, arrojaban puñados de oro a la gente. Todas las casas estaban engalanadas con brocados y terciopelos. En la Vía Papale se habían colocado numerosos mármoles romanos antiguos: bustos de emperadores, estatuas de apóstoles, santos, una Virgen, unos al lado de otros y mezclados con esculturas paganas griegas.
A media tarde, el Papa León X desmontó de su corcel ayudado de una pequeña escala, se detuvo un instante junto a la antigua estatua ecuestre en bronce de Marco Aurelio, frente a Letrán, y luego, rodeado por el Colegio de Cardenales en pleno, su primo Giulio y nobles florentinos y romanos, penetró en Letrán y se sentó en la Sella Stercoraria, antiguo sitial utilizado por los primeros papas.
Al ponerse el sol, Miguel Ángel montó de nuevo en su caballo para seguir al Papa y a su séquito de vuelta al Vaticano. Cuando el cortejo llegó al Campo dei Fiori, ya era de noche. Las calles se iluminaron con antorchas y velas. Miguel Ángel desmontó frente a la casa de Leo Baglioni y entregó las riendas a un paje. Baglioni no había sido invitado a cabalgar en el cortejo. Se hallaba solo en la casa, sin afeitar, triste. Esa vez, estaba seguro de que el cardenal Riario iba a ser elegido Papa.
—¿Así que ha llegado al Vaticano antes que yo? —gruñó al ver a Miguel Ángel.
—Sería más feliz si no tuviera que ver más que el interior del palacio papal. Se lo cedo con gusto —respondió Miguel Ángel.
—Este es un juego en el que el ganador no puede ceder nada. Yo he quedado fuera y usted está dentro. Ahora recibirá grandes encargos y podrá realizar maravillosas obras.
—Me quedan años de intenso trabajo esculpiendo las figuras para la tumba de Julio II.
Era tarde cuando regresó a su nueva casa. Poco antes de su muerte, Julio II le había pagado dos mil ducados para saldar la cuenta de la Capilla Sixtina y comenzar a esculpir los mármoles de la tumba. Desterrados de Florencia el
gonfaloniere
Soderini y los miembros de la Signoria, se había esfumado el encargo de esculpir el Hércules para el frente del palacio de la Signoria.
Cuando aquella propiedad, compuesta por un edificio principal construido con ladrillo refractario amarillo, con una galería techada y un grupo de cobertizos de madera al fondo, salió a la venta a precio razonable, Miguel Ángel la adquirió y llevó a ella sus mármoles.
La plaza estaba silenciosa: no había en ella ni tiendas ni puestos. Sólo quedaban algunas pequeñas casas de madera a la sombra de la iglesia de Santa María di Loreto, que carecía de cúpula. Durante el día, pasaba gente en dirección al palacio Colonna o a la Piazza del Quirinale, por un lado, o al palacio Anibaldi y San Pietro de Vincoli por el opuesto.
Durante la noche todo aquello estaba tan en silencio como si se viviera en plena campiña.
Las dependencias de su vivienda consistían en un dormitorio bastante espacioso con ventana a la calle; tras él, el salón-comedor y, detrás de éste, con puerta a un pabellón y al jardín, una pequeña cocina construida con el mismo ladrillo. En la segunda mitad de la casa había eliminado la pared que separaba sus dos habitaciones para tener un taller tan grande como el que había construido en Florencia. Compró una nueva cama de hierro para él, mantas de lana, un nuevo colchón relleno de lana y envió dinero a Buonarroto para que le comprase en Florencia sábanas, manteles, toallas, servilletas, camisas, pañuelos, blusones, todo lo cual guardó en un armario colocado al lado de la cama. Adquirió un caballo para viajar por las empedradas calles de la ciudad, y comía en una mesa bien puesta. Silvio Falconi estaba resultando un buen aprendiz y servidor.
En las casas de madera y en la torre de piedra del fondo del jardín estaban los ayudantes que trabajaban con él en la tumba: Michele y Basso, dos jóvenes canteros de Settignano; un prometedor aprendiz de dibujante que había solicitado permiso para llamarse Andrea de Michelangelo; Federico Frizzi y Giovanni da Reggio, que hacían modelos para el friso de bronce; Antonio de Pontassieve, que había convenido llevar a sus hombres a Roma para dar forma y ornamentar los bloques y columnas de construcción.
Se sentía tranquilo respecto a su futuro. ¿Acaso el Papa León X no había anunciado a sus cortesanos: «
Buonarroti y yo nos educamos juntos bajo el techo de mi padre
»?
Con pasión se lanzó a trabajar en los tres bloques, pero con calma y seguridad interiores. Las tres columnas de mármol blanco que rodeaban en su taller como nevados picos de montaña. Deseaba intensamente respirar el mismo aire que ellos. Esculpía catorce horas diarias, pero sólo necesitaba separarse unos pasos de aquellos mármoles, dar la espalda a sus sólidas imágenes, ir a la puerta y contemplar tranquilamente el mundo, para sentirse completamente fresco otra vez.
Mientras esculpía el Moisés se sentía hombre de enjundia, porque su propia fuerza tridimensional se fusionaba con la piedra tridimensional. Y luego, al pasar del Moisés al Cautivo Moribundo, y al Cautivo Rebelde, podría demostrar la verdad con irrefutable y cristalina realidad.
Moisés, con las tablas de piedra bajo un brazo, tendría una altura de dos metros cuarenta y seria macizo, a pesar de aparecer sentado. No obstante, lo que Miguel Ángel perseguía no era una conciencia de volumen, sino de un peso y estructura interiores. La mano armarla del cincel volaba infalible al punto de penetración en el bloque: bajo el codo izquierdo, con el nudoso antebrazo agudamente proyectado.
A medianoche dejó la tarea, aunque a regañadientes. No se oía ruido alguno, a excepción del distante ladrar de algunos perros que buscaban restos de comida tras las cocinas del palacio Colonna. La luz de la luna entraba por la ventana posterior, que daba al jardín, envolviendo el bloque con su trascendente fulgor. Acercó una banqueta y se sentó ante el mármol, meditando sobre Moisés como ser humano, profeta, conductor de su pueblo, que había estado en presencia de Dios para recibir las Tablas de la Ley.
El escultor que no tenía una mente filosófica creaba formas vacías. ¿De qué valía que él supiera con entera precisión el lugar exacto por el que tenía que penetrar en el mármol, si no sabía qué Moisés tenía la intención de proyectar? El significado de su Moisés, tanto como la técnica escultórica, habrían de determinar el valor de la escultura. ¿Quería presentar al apasionado e irritado Moisés que regresaba del Monte Sinaí al ver que su pueblo adoraba al becerro de oro? ¿O al triste y amargado Moisés, temeroso de haber llegado demasiado tarde con la ley?