Era una tarea delicada a pesar de lo cual no dudaba que podría lograr ese Dios. Tenía solamente que fijar en dibujos la imagen que había llevado en su corazón desde niño. Dios, como la fuerza más amante, poderosa, inteligente, hermosa del Universo. Había creado al hombre a su propia imagen. Tenía el rostro y el cuerpo de un hombre. El primer hombre creado por Él, Adán, había sido formado a su imagen y semejanza.
Mientras Miguel Ángel permanecía allá arriba, pintando el panel más pequeño de Dios separa las aguas y la tierra, Julio II invirtió la posición con su pintor de frescos, hundiéndose en ese infierno especial reservado para los guerreros que sufren una derrota. Perdió sus ejércitos, artillería, bagaje y el resto de sus recursos. Derrotado, mientras emprendía el camino de regreso a Roma, encontró clavado en la puerta de la catedral de Rimini un llamamiento de todos los eclesiásticos rebeldes al Consejo General de Pisa, en el sentido de realizar una investigación referente al comportamiento oficial del Papa Julio II.
La derrota del Papa fue una derrota para Miguel Ángel, puesto que su vida se había tornado inexplicablemente ligada a la de su Pontífice. En cuanto los Bentivoglio volvieron al poder, los boloñeses se congregaron en la Piazza Maggiore, arrancaron la estatua de Julio II de su nicho y la arrojaron al suelo. El triunfante duque de Ferrara la hizo derretir y refundir en un cañón, al que dio el nombre de Julio II. Quince meses de su tiempo, energía, talento y sufrimientos se hallaban ahora en dicha plaza en la forma de un cañón que era objeto de burdas ironías por parte de la población y que sería seguramente utilizado contra el Papa, si éste se aventuraba a salir a la cabeza de otro ejército hacia el norte.
Durante los espléndidos días de sol de mayo y junio, Miguel Ángel trabajó diecisiete horas consecutivas diarias en el andamio. Llevaba consigo su comida y un orinal para no tener que bajar, y pintaba como un poseso las cuatro figuras masculinas desnudas de las esquinas de los paneles, al joven profeta Daniel, con un enorme libro sobre las rodillas, y frente a él, la vieja Sibila de Persia, con sus ropajes de color blanco y rosa; y a Dios, en una acción profundamente dramática, mientras creaba la bola de oro del sol. Trabajaba esperanzado, creando, intentando con desesperación completar su Génesis antes del derrumbe de su protector, antes de que sus indignados sucesores llegaran para borrar hasta los últimos vestigios del reinado de Julio II y enviasen una cuadrilla de obreros a la Capilla Sixtina, para cubrir con capas de cal todo su techo.
Era una carrera contra la muerte. Como resultado de su intenso guerrear, el Pontífice había vuelto a Roma convertido en el hombre más odiado de Italia, tan agotados sus recursos que tuvo que llevar oculta entre sus ropas la tiara papal a la banca de Chigi para pedir prestados cuarenta mil ducados. Sus enemigos eran ahora todas las ciudades-estado a las que Julio II había derrotado y castigado anteriormente: Venecia, Modena, Perugia, Mirandola… Hasta los nobles romanos, algunos de los cuales habían estado al mando de sus ejércitos, estaban ahora unidos contra él.
Miguel Ángel consideró que tenía el deber de ir a visitar a su Papa, única obligación capaz de arrancarlo de su andamio.
—Santo Padre —dijo—, he venido a presentaros mis respetos.
—¿Vuestro techo progresa satisfactoriamente? —preguntó Julio II. Instintivamente comprendió que Miguel Ángel no estaba ante él en busca de venganza, y su voz fue por ello cariñosa, íntima.
—Santo Padre, creo que quedaréis satisfecho.
—Iré a la Sixtina con vos. Ahora mismo.
Apenas pudo escalar el andamio. Miguel Ángel tuvo que ayudarlo en los últimos peldaños de la empinada escala. Ya arriba, respiraba agitadamente. Y entonces vio a Dios sobre él, a punto de impartir a Adán la vida humana. Una sonrisa entreabrió sus resecos labios:
—¿Creéis realmente que Dios es tan benigno? —preguntó.
—Sí, Santo Padre.
—Lo espero ardientemente, puesto que pronto me hallaré ante él para que me juzgue. —Se volvió hacia Miguel Ángel y añadió—: Estoy muy satisfecho de vos, hijo mío.
Miguel Ángel cruzó la plaza hasta el lugar en donde las paredes de la nueva iglesia de San Pedro comenzaban a levantarse ya. Al acercarse, se sorprendió al descubrir que Bramante no estaba construyendo de acuerdo con la forma tradicional para las catedrales, con sólida piedra y argamasa, sino que levantaba formas huecas de hormigón y las hacía rellenar con escombros de la antigua basílica.
Pero aquello no fue sino su primera sorpresa, el comienzo de su asombro. Al recorrer la obra y observar a los obreros que preparaban el hormigón, vio que no seguían el sólido precepto de ingeniería: mezclar una porción de cemento con tres o cuatro de arena, sino que empleaban de diez a doce porciones de arena por cada una de cemento. Estaba seguro de que aquella mezcla resultaría fatal, aun en las mejores circunstancias; sostener la vasta estructura de San Pedro con escombros entre los entrepaños de pared tenía que ser catastrófico.
Se dirigió a toda prisa al palacio de Bramante y fue introducido por un lacayo uniformado a un elegante vestíbulo con el suelo recubierto de ricas alfombras persas que hacían juego con los suntuosos muebles. Bramante estaba trabajando en su biblioteca.
—Bramante —dijo Miguel Ángel—, quiero hacerle el cumplido de creer que no sabe lo que está ocurriendo en San Pedro. No obstante, cuando se derrumben las paredes del templo, no importará que haya sido usted estúpido o negligente. ¡Y esas paredes se derrumbarán!
Bramante se indignó, y respondió con voz dura:
—¿Y quién es usted, un simple decorador de techos, para enseñarle a construir al más grande de los arquitectos de Europa?
—Soy el mismo que le enseñó a usted a construir un andamio. Alguien le está estafando.
—¿Da vero? ¿Y cómo?
—Echando en la mezcla mucho menos cemento del mínimo requerido.
—¡Ah, es ingeniero también!
—Bramante, le aconsejo que vigile a su capataz. Alguien se está aprovechando de usted…
—¿A quién más ha hablado usted de esto? —preguntó Bramante, rojo de ira.
—A nadie más. He corrido a prevenirlo…
—Buonarroti, si corre al Papa con ese chisme, le juro que lo estrangularé con mis propias manos ¡No es más que un incompetente entremetido!… ¡Un florentino!
Escupió la última palabra como si fuera un terrible insulto. Miguel Ángel se mantuvo sereno.
—Seguiré observando a sus mezcladores de cemento dos días más, y al cabo de ese tiempo, si sigue empleando esa mezcla insuficiente, lo denunciaré al Papa.
—¡Nadie lo escuchará! ¡No merece el menor respeto en Roma! ¡Y ahora, salga de aquí!
Bramante no hizo nada por cambiar sus materiales, y Miguel Ángel se presentó en el palacio papal. Julio II lo escuchó unos instantes y luego lo interrumpió con impaciencia aunque no sin bondad:
—Hijo mío, no deben preocuparos los asuntos de otras personas. Bramante me ha notificado ya del ataque del que fue víctima y del cual sois culpable. Ignoro la causa de vuestra enemistad, pero os digo que no es digna de vos.
—¡Santo Padre, temo sinceramente por la seguridad de esa estructura! La nueva iglesia de San Pedro fue idea de Sangallo, quien pensó en construir una capilla separada para vuestra tumba. Me siento responsable en parte…
—Buonarroti, ¿sois arquitecto?
—Hasta donde lo es un buen escultor.
—Pero no sois tan buen arquitecto, ni tan experimentado como Bramante, ¿verdad?
—No, Santo Padre.
—¿Se inmiscuye él en la forma en que estáis pintando la Capilla Sixtina?
—No, Santo Padre.
—Entonces, ¿por qué no podéis conformaros con pintar vuestro techo y dejar que Bramante construya su iglesia?
—Si Vuestra Santidad designara una comisión para investigar… He venido aquí impulsado únicamente por mi lealtad.
—Ya lo sé, hijo mío. Pero para construir San Pedro se van a necesitar muchos años. Si venís corriendo aquí cada vez que veáis algo que no os agrade…
Miguel Ángel se arrodilló bruscamente, besó el anillo del Papa y salió. Se sentía dolorosamente aturdido. Bramante era un arquitecto demasiado bueno para poner en peligro su más importante creación. Tenía que haber una explicación. Leo Baglioni estaría enterado de todo. Y fue a verlo.
—No es muy difícil de explicar —dijo Leo en tono despreocupado—. Bramante lleva una vida muy por encima de sus ingresos, y gasta cientos de miles de ducados. Tiene que buscar más dinero…, de cualquier lado. Por el momento, los entrepaños de San Pedro están pagando sus deudas.
En agosto, mientras Miguel Ángel comenzaba su panel de La Creación de Eva, Julio II fue de caza a Ostia y regresó enfermo de malaria. Se anunció que su estado era agónico. Las habitaciones de su residencia privada fueron saqueadas; los nobles romanos se organizaron «
para expulsar al bárbaro de Roma
»; en toda Italia, la jerarquía eclesiástica corrió a Roma para elegir nuevo Papa. La ciudad era un hervidero de rumores. ¿Le tocaría, por fin, el turno al cardenal Riario, con lo cual Leo Baglioni se convertiría en el agente confidencial del Papa? Mientras tanto, los franceses y españoles rondaban las fronteras, con la esperanza de conquistar Italia en medio de aquella confusión. Miguel Ángel estaba poseído por una profunda ansiedad. Si fallecía Julio II, ¿cómo cobraría él la segunda mitad de su trabajo en la Capilla Sixtina? Sólo tenía un convenio verbal con el Pontífice, y carecía de documento alguno que los herederos de Julio II tuviesen que respetar.
Pero Julio II engañó a todos. Sanó de su enfermedad. Los nobles huyeron. El Papa retomó con mano firme el control del Vaticano y el dinero comenzó a entrar de nuevo. Pagó otros quinientos ducados a Miguel Ángel, quien envió una modesta suma a su casa, reteniendo la mayor parte de la recibida.
—¡Cuánto me alegro! —exclamó Balducci, cuando Miguel Ángel le entregó su dinero. Había engordado como resultado de su buena vida y ya tenía cuatro hijos—. Ahora que eres ya independiente y casi rico, ¿quieres venir a cenar con nosotros el domingo? ¡Siempre invitamos a nuestros más importantes depositantes!
—Gracias, Balducci. Esperaré a ser socio tuyo.
Cuando Miguel Ángel efectuó un segundo depósito considerable, y de nuevo rechazó la invitación de Balducci, éste fue a casa de su amigo un domingo a última hora de la tarde con una torta que su cocinero había hecho. Hacia dos años que no iba a casa de Miguel Ángel, y se asombró al ver la pobreza que imperaba allí.
—¡Por amor de Dios, Miguel Ángel! —exclamó—. ¿Cómo puedes vivir de esta manera? Toma un servidor que sepa cocinar y limpiar, que pueda proporcionarte siquiera algunas de las pequeñas comodidades de la vida.
—¿Y para qué quiero un servidor? Nunca estoy en casa más que por la noche…
—Con él, tendrías una casa limpia, comida decente y una buena tina de agua caliente para bañarte al volver de tu trabajo, además de ropa limpia y una buena botella de vino debidamente refrescado…
—Piano, piano, Balducci, hablas como si yo fuera un hombre rico.
—No eres pobre, sino avaro. Ganas lo suficiente para vivir bien, no como un… ¡Estás destruyendo tu salud! ¿De qué te servirá ser un hombre rico en Florencia, si te matas en Roma?
—Pierde cuidado, no me mataré. ¡Soy de piedra!
Avanzó vigorosamente en su trabajo hasta el otoño. Pintaba incluso los domingos y fiestas religiosas. Un joven aprendiz huérfano, llamado Andrea, iba a ayudarlo por las tardes y ocuparse de los quehaceres de la casa. Miguel Ángel le permitía pintar algunas decoraciones sencillas, mientras Michi se encargaba, a su vez, de llenar algunas de las superficies lisas de los tronos y cornisas. El joven Silvio Falconi, que había pedido ser considerado como un aprendiz y que poseía verdadero talento para el dibujo, obtuvo autorización para pintar algunas decoraciones de las pechinas. Pero el resto, toda la extensión de la bóveda, la pintó él personalmente: la gigantesca labor de una vida, condensada en tres años apocalípticos.
Fuera de Roma, la situación estaba nuevamente perturbada. Julio II, nuevamente poderoso, se volvió contra el
gonfaloniere
Soderini y dictó un veto contra la República de Florencia por los siguientes delitos: no estar de su parte, brindar refugio a las tropas francesas y no aplastar al Consejo, en Pisa. Designó al cardenal Giovanni de Medici delegado papal en Bolonia, con vistas a poner a Toscana bajo la soberanía del Vaticano.
Miguel Ángel fue invitado al palacio Medici. El cardenal Giovanni, el primo Giulio y Giuliano estaban reunidos en uno de los salones.
—¿Se ha enterado de que el Papa me ha designado delegado en Bolonia, con autoridad para organizar un ejército? —preguntó el cardenal.
—¿Como el de Piero? —respondió Miguel Ángel.
—Confío en que no —replicó Giovanni—. Todo se hará pacíficamente. Lo único que deseamos es ser florentinos otra vez, tener nuestro palacio, nuestros bancos y nuestras propiedades.
—¡Soderini tiene que ser expulsado! —intervino Giulio.
—¿Es eso parte de su plan, Eminencia? —inquirió Miguel Ángel.
—Sí. El Papa está indignado con Florencia y decidido a conquistarla. Si Soderini desaparece, unos pocos intransigentes de la Signoria…
—¿Y quién gobernará en lugar de Soderini?
—Giuliano.
Miguel Ángel lanzó una mirada a Giuliano y vio que éste se sonrojaba. Aquella elección parecía un golpe genial, puesto que Giuliano, que contaba entonces treinta y dos años y según se decía padecía una lesión pulmonar, aunque a Miguel Ángel le pareció bien robusto, era un hombre parecidísimo a su padre,
Il Magnifico
, tanto mental como espiritual y temperamentalmente. Había dedicado numerosos años a un disciplinado estudio, tratando de prepararse a imagen y semejanza de su padre. De éste poseía las mejores cualidades: un carácter dulce, sabiduría, horror a la violencia. Reverenciaba las artes y el saber, amaba profundamente Florencia, su pueblo y sus tradiciones. Si en Florencia tenía que haber un gobernante, además y por encima de su
gonfaloniere
electo, el menor y más dotado de los hijos de Lorenzo parecía el ideal para ese cargo.
Los hombres que estaban en la habitación conocían perfectamente el profundo afecto de Miguel Ángel hacia Giuliano. Pero no sabían que también se hallaba presente allí una quinta persona, erguida con sus ropajes oficiales en el centro del salón, presente para Miguel Ángel. Se trataba de Piero Soderini, elegido
gonfaloniere
vitalicio de la República de Florencia, protector, amigo leal, honesto funcionario, perfecto caballero.