La agonía y el éxtasis (73 page)

Read La agonía y el éxtasis Online

Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: La agonía y el éxtasis
9.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y un día creyó que estaba casi ciego. Le llegó una carta de Buonarroto, y cuando trató de leerla no veía las letras. La dejó, se lavó la cara, comió unas cucharadas de la pasta que Michi le había preparado y tomó nuevamente la carta. No podía descifrar una palabra.

Se arrojó sobre la cama, asustado. ¿Qué estaba haciendo de su vida? Se había negado a pintar el sencillo encargo que quería hacerle el Papa, y ahora saldría de la Capilla envejecido, arrugado, deformado, feo. Y todo por culpa de su colosal estupidez. Porque de haber hecho las paces con el Papa habría estado de vuelta en Florencia, mucho tiempo antes, gozando de aquellas cenas de la Compañía del Crisol, viviendo en su cómoda casa, esculpiendo su Hércules.

Le llegó la noticia de que su hermano Leonardo había muerto en un monasterio de Pisa. No había información sobre los motivos por los que había sido llevado a Pisa o si lo habían sepultado allí. Tampoco sabía de qué había muerto. Pero mientras caminaba a San Lorenzo de Dámaso para hacer rezar una misa por él, creyó tener la respuesta: su hermano había muerto de exceso de celo. ¿No le esperaría a él una suerte igual?

Michi encontró la colonia de canteros de Trastevere, con quienes pasaba las noches y los días de fiesta. Rosselli se fue a Nápoles, Viterbo y Perugia para construir sus magistrales paredes para frescos. Miguel Ángel no fue a ninguna parte. Nadie iba a visitarle o a invitarle a salir. Sus conversaciones con Michi se limitaban a comentarios sobre la mezcla de colores y los materiales que se necesitaban para la bóveda. Vivía una vida tan monacal y recluida como los hermanos del Santo Spirito.

Ya no iba al palacio papal para departir con el Pontífice, aunque éste, después de una segunda visita a la Capilla, le había hecho entregar otros mil ducados para continuar el trabajo. Nadie iba a la Sixtina. Cuando se dirigía de su casa a la Capilla o volvía de regreso, lo hacía casi totalmente ciego, baja la cabeza, sin ver a nadie. Los transeúntes ya no se fijaban en sus ropas cubiertas de pintura y de revoque, en su rostro manchado, su barba y pelo descuidados. Algunos lo creían loco.

En cuanto a él, había cumplido su objetivo primario: la vida y la gente que aparecían en el techo de la Sixtina eran reales. Los que vivían en el mundo eran fantasmas. Sus amigos, sus íntimos, eran Adán y Eva en el Paraíso, el cuarto panel majestuoso de la línea. Pintó las dos figuras, no pequeñas, tímidas y delicadas, sino poderosamente constituidas, vivaces y hermosas, tan primitivas como las rocas que las protegían del manzano en cuyo tronco se enroscaba la serpiente; tomaban la tentación con una tranquila aceptación, fuertes, no con débil estupidez. Y cuando se les arrojaba del Paraíso a la árida tierra en el lado opuesto del panel, cuando el Arcángel les apuntaba con su espada, se asustaban pero no se encogían, no eran reducidos a cosas que se arrastraban por la tierra. Eran el padre y la madre del hombre, creados por Dios, y él, Miguel Ángel Buonarroti, les había dado vida, noble carácter y proporciones.

XVI

En junio de 1510, unas semanas después de mostrar al Papa el Diluvio, completó la primera mitad de la bóveda. En un pequeño panel central, Dios, con un manto color rosa, acababa de crear a Eva de la costilla del durmiente Adán. En los rincones, enmarcando el drama, se veían cuatro hijos desnudos, que nacerían de aquella unión. Sus rostros eran hermosos y fuertes sus cuerpos. Directamente debajo, a cada lado, estaban la Sibila de Cumea y el profeta Ezequiel en sus tronos, bajo las cornisas. La mitad de la bóveda era ahora una explosión de colores.

No había dicho a nadie que había terminado ya la mitad de la bóveda, pero el Papa lo supo inmediatamente, y envió un aviso a Miguel Ángel de que iría a la Capilla a media tarde. Miguel Ángel lo ayudó a subir la escala y le mostró las historias de David y Goliat, Judith y Holofernes, las cuatro de los antepasados de Cristo, que completaban cinco de las pechinas.

Julio le ordenó desmontar el andamio para que el mundo pudiese ver la grandiosidad de la obra que se estaba realizando.

—Todavía no es el momento, Santo Padre —dijo Miguel Ángel.

—¿Por qué?

—Porque faltan muchas cosas por terminar: los niños jugando detrás de los troncos de los profetas y sibilas, los desnudos que llenan los lados…

—¿Cuándo estará listo todo eso?

—Cuando esté listo —replicó Miguel Ángel, cortante.

Julio II enrojeció, alzó su bastón, furioso, y lo dejó caer en un seco golpe sobre los hombros de Miguel Ángel.

Se produjo un silencio, durante el cual los dos antagonistas se miraron iracundos. Miguel Ángel sintió que lo invadía un frío mortal. Luego se inclinó ante el Pontífice y dijo con una voz a la que el golpe parecía haber arrancado toda expresión:

—Será como lo desea su Santidad —y se hizo a un lado para que el Papa descendiese por la escala.

—Vos no sois quién para despedir a vuestro Pontífice, Buonarroti. ¡Sois vos el despedido!

Miguel Ángel bajó del andamio y salió de la Capilla. ¡Qué amargo y degradante final, ser golpeado con un bastón, como un villano! Él, que había jurado elevar la condición del artista de la categoría de obrero especializado a las más altas cimas de la sociedad; él, a quien la Compañía del Crisol había aclamado, cuando desafió al Papa, acababa de ser humillado y degradado como ningún otro famoso artista que él conociese.

El triunfo de Bramante era ya completo.

¿Qué debía hacer ahora? El Pontífice no le perdonaría jamás haberle incitado a propinar aquel golpe, y él jamás perdonaría a Julio II el haberlo hecho.

¡No volvería a coger un pincel en sus manos, y nunca regresaría a aquella bóveda! Rafael podía decorar la mitad que faltaba.

Se dirigió a su casa. Michi lo esperaba, silencioso, con los ojos desorbitados.

—Michi —le dijo—. Prepara tus efectos personales y parte una hora antes que yo. Es mejor que no salgamos juntos de Roma. Si el Papa ordena que se me arreste, no quiero que te capturen a ti también.

Llenó una bolsa de lona con sus dibujos y otra con sus ropas y efectos personales. Cuando hubo terminado, alguien llamó a la puerta. Se quedó rígido y sus ojos se dirigieron a la puerta del fondo. ¡Era demasiado tarde para huir!

Abrió. Esperaba ver soldados. Pero era el chambelán Accursio.

—¿Permite usted que entre,
Messer
Buonarroti? —preguntó.

—¿Ha venido a arrestarme?

—Mi buen amigo —dijo Accursio cariñosamente—, no tiene que tomar tan en serio estas pequeñas cosas. ¿Cree acaso que el Pontífice se tomaría la molestia de golpear a una persona si no la quisiera entrañablemente?

—¿Pretende sugerir que ese golpe ha sido una demostración de cariño de Su Santidad?

—El Papa lo ama como a un hijo maravillosamente dotado, aunque rebelde. —Sacó una bolsa de su cinto y la dejó sobre el banco de trabajo—. El Pontífice me ha pedido que le traiga estos quinientos ducados…

—¿Un remedio de oro para cicatrizar mi herida?

—… y me ha rogado que le haga llegar sus excusas.

—¿Excusas del Santo Padre? ¿A mí?

—Sí. En cuanto regresó al palacio. No quería que esto hubiera ocurrido por nada del mundo. Me dijo que todo fue porque tanto usted como él tienen una gran
terribilitá
.

—¿Quién sabe que el Papa lo ha enviado a pedirme perdón?

—¿Tiene importancia eso?

—Puesto que Roma se enterará de que el Pontífice me ha golpeado, sólo podré seguir viviendo aquí si la gente sabe también que me ha pedido disculpas.

—¿Quién es capaz de ocultar nada en esta ciudad? —replicó Accursio, encogiéndose de hombros.

Julio II eligió la semana de la fiesta de la Asunción para dejar inaugurada la primera mitad de la bóveda. Miguel Ángel pasó las semanas hasta esa fecha en su casa, entregado al dibujo. Estaba haciendo los bocetos de los profetas Daniel y Jeremías, y de las sibilas de Libia y Persia. En ningún momento se acercó a la Sixtina ni al palacio papal. Julio II no le hizo llegar palabra alguna. Era una tregua preñada de intranquilidad.

No llevaba cuenta del tiempo que pasaba. El Papa no le ordenó que fuera a la Capilla para la ceremonia. La primera noticia que tuvo de ella fue cuando Michi respondió a un golpe en la puerta e introdujo a Rafael en el taller. Miguel Ángel estaba encorvado sobre la mesa, dibujando.

Levantó la cabeza y vio que Rafael había envejecido considerablemente. Vestía suntuosos ropajes, ornados de costosas gemas. Las comisiones y encargos que llovían a su
bottega
incluían todo, desde el diseño de una daga a la construcción de grandes palacios. Sus ayudantes completaban todo cuanto Rafael no tenía tiempo de terminar. Tenía sólo veintisiete años, pero representaba diez más.


Messer
Buonarroti —dijo—. Su Capilla me asombra. He venido a pedirle que me perdone mi mala educación. Jamás debí hablarle como lo hice aquella vez en la plaza.

Miguel Ángel recordó aquella visita que hiciera a Leonardo da Vinci con idéntico fin que el de Rafael.

—Los artistas deben perdonarse unos a otros sus pecados —respondió.

Nadie más fue a felicitarlo, ni nadie lo detuvo en la calle o se acercó a él para encargarle alguna obra. Estaba tan solo como si estuviese muerto. La pintura del techo de la Capilla Sixtina estaba fuera del ámbito de la vida de Roma; era un duelo personal entre Miguel Ángel, Dios y Julio II.

Y, de pronto, el Papa se vio envuelto en una guerra.

Dos días después de la ceremonia de inauguración, el Pontífice partió de Roma a la cabeza de su ejército para expulsar a los franceses del norte de Italia y garantizar la seguridad del Estado Pontificio. Miguel Ángel lo vio partir, seguido por las tropas españolas facilitadas por el rey de España, a quien había dado el dominio de Nápoles, los mercenarios italianos a las órdenes de su sobrino, el duque de Urbino, y las columnas romanas, que mandaba Marco Antonio Colonna. Su primer objetivo era sitiar Ferrara, aliada de los franceses. Para ayudarle en su conquista, debía recibir quince mil soldados suizos, apoyados por las considerables fuerzas de Venecia. En camino hacia el norte, había ciudades-estado que debían ser reducidas: Modena, Mirandola, sede de la familia Pico, y otras…

Miguel Ángel estaba muy preocupado. Los franceses eran la única protección de Florencia. Si Julio II conseguía expulsar a dichas tropas de Italia, Florencia sería vulnerable. Les tocaría el turno al
gonfaloniere
Soderini y a la Signoria de sentir el bastón papal sobre sus espaldas. Él también había quedado desamparado o se había desamparado a sí mismo. El chambelán del Papa le había llevado dinero y excusas, pero no el permiso especifico de volver al andamio y comenzar el trabajo en la mitad de la bóveda correspondiente al altar. El Papa podía estar ausente varios meses. ¿Qué iba a hacer mientras tanto?

Una carta de su padre le informó de que su hermano Buonarroto estaba gravemente enfermo. Le habría gustado estar a su lado, pero no se atrevía a salir de Roma. Envió dinero, parte de la suma que le había enviado el Papa, con sus excusas.

Se enteró de que el dietario papal, un florentino llamado Lorenzo Pucci, partía para unirse al Pontífice en Bolonia. Fue a verlo y le preguntó si podía hablar con Julio II en su favor, intentar el cobro de los quinientos ducados que todavía se le debían de la mitad de la bóveda terminada, conseguir permiso para comenzar la segunda y dinero para levantar otra vez el andamio. El dietario prometió que haría lo posible, y que, además, vería si podía conseguirle algún encargo particular para que Miguel Ángel pudiera vivir mientras tanto.

Miguel Ángel se sentó aquella noche a su mesa de trabajo y escribió un soneto al Papa, que comenzaba:

Soy vuestro siervo y lo fui desde joven: vuestro, como los rayos que llenan el círculo del sol; empero, la pérdida de mi amado tiempo no os preocupa… ¡cuánto más trabajo; menos os muevo a compasión!.

XVII

No pudo empezar a pintar otra vez hasta el día de Año Nuevo de 1511. Durante los meses intermedios habían aumentado sus agravios y su frustración. Ante la imposibilidad de resistir más tiempo la inactividad, siguió al Papa a Bolonia, donde encontró a los Bentivoglio, que reconquistaban el poder, y a Julio II, demasiado preocupado como para verlo. Siguió viaje a Florencia para visitar a Buonarroto, resuelto a retirar parte de sus antiguos ahorros depositados en poder de Spedalingo, administrador del hospital de Santa María Nuova, para reconstruir su andamio y volver al trabajo, aun sin el permiso o el dinero del Papa. Buonarroto se había recuperado ya, pero estaba demasiado débil para trabajar. Su padre había recibido el primer nombramiento político acordado por Florencia a un Buonarroti en vida de Miguel Ángel:
Podestá
de la población de San Casciano. Ludovico se había llevado consigo gran parte de aquellos ahorros, sin conocimiento ni autorización de su hijo, a pesar de ser un dinero que era suyo por derecho.

Había regresado, pues, a Roma con las manos vacías. Y parecía que el Papa Julio II regresaría también del mismo modo. Para Julio, como general, todo había salido mal: aunque sus tropas habían conquistado Modena, encontró Bolonia casi sin guarnición, y a los franceses, atrincherados a pocos kilómetros de la ciudad. Ferrara había infligido una derrota a sus tropas; las fuerzas suizas fueron sobornadas por los franceses y regresaron a su país. Y ya estaba dispuesto a enviar al sobrino de Pico della Mirandola a negociar su rendición a los franceses, cuando finalmente llegaron las tropas venecianas y españolas para salvarlo.

Ahora, el dietario regresó con el dinero que se le debía a Miguel Ángel, el permiso para armar el andamio nuevamente bajo la segunda mitad del techo de la capilla, y el dinero para pagarlo. Miguel Ángel podía, en consecuencia, ponerse a trabajar y visualizar un Dios de tal trascendencia que todos exclamarían al verlo: «
Si, ése es el Todopoderoso… ¡No podía ser de otro modo!
». Esos cuatro paneles constituían el «
corazón
» de la bóveda. Todo dependía de ellos. A no ser que le fuera posible crear a Dios tan convincentemente como Dios había creado al hombre, su techo carecería de la esencia de la que emergía su misma razón de ser.

Siempre había amado a Dios. Su fe en Él lo sostenía. Y ahora tenía que manifestar al mundo quién era Dios, cómo era y cómo sentía y dónde radicaba su divino poder y gracia.

Other books

The Storm by Alexander Gordon Smith
The Grotesque by Patrick McGrath
The Charmingly Clever Cousin by Suzanne Williams
Little House On The Prairie by Wilder, Laura Ingalls
Maggie MacKeever by Jessabelle
The Atlantis Plague by A. G. Riddle
Fallen by Stacy Claflin
The Scattered and the Dead (Book 0.5) by Tim McBain, L.T. Vargus
Desolation Island by Patrick O'Brian