En Ravaccione recibió la segunda desilusión de la mañana: el bloque que se acababa de precipitar desde el cerro mostraba vetas sucias y algunas fisuras. No le seria posible utilizarlo para una de sus gigantescas figuras.
—Hermoso bloque —dijo el dueño de la cantera—. ¿Lo compra?
—Tal vez… Probaré.
Aunque había respondido cortésmente, el rostro del dueño adoptó una expresión adusta. Miguel Ángel estaba a punto de seguir hasta la cantera siguiente, cuando oyó el sonido de un cuerno, que procedía, al parecer, de Grotta Colombara, unas colinas más arriba. Los canteros se quedaron inmóviles. Luego dejaron sus herramientas en tierra, se echaron los sacos sobre los hombros y comenzaron un silencioso descenso por una senda.
Uno de su oficio estaba herido, tal vez muerto. Todos los canteros de los Alpes Apuanos concurrieron luego a la aldea para recibir allí la noticia sobre la suerte de su camarada. No se trabajaría más hasta la mañana siguiente, pero ni siquiera entonces, si tenían que asistir al entierro.
Miguel Ángel bajó por la senda, dando un rodeo hasta el extremo de la aldea, y entró en su pequeño alojamiento de dos habitaciones, en el fondo de la casa del boticario Francesco di Pelliccia, un hombre de cincuenta y cinco años, tal vez el único del poblado que había salido de Carrara. Había visto su David, en Florencia, y el techo de la Capilla Sixtina. No era la primera vez que alquilaba aquellas habitaciones a Miguel Ángel, y los dos eran ya muy buenos amigos.
Pelliccia no estaba. Había salido para atender al cantero accidentado. Había un médico en Carrara, pero muy pocos canteros lo empleaban, ya que decían: «
La naturaleza cura y el médico cobra». Cuando alguien enfermaba, un familiar iba a la botica, describía a Pelliccia los síntomas y luego esperaba mientras le preparaba la pócima.
La señora Pelliccia, una vigorosa mujer de prominente busto, que había cumplido poco antes los cuarenta, puso la mesa en el comedor que daba a la Piazza del Duomo. Le había guardado a Miguel Ángel un plato de pescado del mediodía. Miguel Ángel estaba terminando, cuando llegó un servidor de Rocca Malaspina con una nota del marqués Antonio Alberico II de Carrara, señor de la comarca Massa-Carrara, en la que le pedía que fuera inmediatamente a su castillo.
Rocca Malaspina estaba a poca distancia, cuesta arriba, y era una especie de mansión-fortaleza que, a modo de anda montañosa, servia a la defensa de Carrara. Construida en el siglo XII, tenía torres almenadas, un foso y gruesos muros de piedra capaces de resistir cualquier asedio. Porque ésa era una de las razones por las que los
carrarini
odiaban a los extraños: constantemente habían sido atacados e invadidos durante los últimos quinientos años. Sólo últimamente había podido la familia del marqués mantener la paz. Lo que originalmente había sido una tosca fortaleza era ahora en un elegante palacio de mármol, con frescos y mobiliario procedentes de todas partes de Europa.
El marqués lo estaba esperando en lo alto de la majestuosa escalinata. Miguel Ángel no pudo contener la admiración al ver los suelos de mármol y las columnas. El dueño de Rocca Malaspina era alto, elegante, de aspecto severo.
—Le agradezco que haya venido, maestro Buonarroti —dijo con su voz patriarcal—. Pensé que quizás le agradaría ver la habitación donde Dante Alighieri durmió cuando fue huésped de nuestra familia. Escribió en ella algunas líneas de La Divina Comedia, sobre nuestro país. Esta es su cama.
Más tarde, en la biblioteca, el marqués entró en materia. Primeramente mostró a Miguel Ángel una carta de
Monna
Argentina Soderini, que era una Malaspina:
El maestro Miguel Ángel, escultor a quien mi esposo quiere entrañablemente, ha ido a Carrara para conseguir cierta calidad de mármoles. Deseamos vivamente que le preste toda su ayuda.
El marqués miró a Miguel Ángel y dijo:
—Recuerda qué murmuró El Barril en la cantera ¿verdad?
—Recuerdo que dijo algo. Me pareció que era «
puro ruido
».
—En
carrarino
eso significa «
rezongón
». Los dueños de las canteras dicen que usted ni siquiera sabe lo que quiere.
—En parte tienen razón —reconoció Miguel Ángel, un poco avergonzado—. Es que busco mármoles para la fachada de San Lorenzo. Tengo la sospecha de que el Papa León X y el cardenal Giulio han concebido esta idea nada más que para impedirme que haga el trabajo de la tumba de Julio II, para los Rovere. Me han prometido mil ducados para comprar mármoles, pero hasta ahora no he recibido nada. Por otra parte, yo también pequé de remiso: les prometí enseñarles modelos a escala, pero desde que salí de Roma no he dibujado una sola línea. Una mente perturbada, marqués, no ayuda a dibujar.
—¿Me permite que le sugiera algo? Firme dos o tres contratos pequeños para la entrega futura de bloques de mármol. Así los dueños de las canteras se quedarán tranquilos. Esta gente cuenta con muy pocas reservas y sólo les separan del hambre unas cuantas semanas de judías y harina. Si alguien amenaza ese margen tan reducido, lo consideran su enemigo.
—Haré lo que me sugiere —dijo Miguel Ángel.
En las semanas siguientes firmó dos contratos, y la tensión desapareció inmediatamente, no bien prometió a El Barril y a Pelliccia adquirir una apreciable cantidad de mármol en cuanto llegase el Papa.
Había disipado la tensión en lo referente a los
carrarini
, pero no pudo hacer mucho en ese sentido respecto de sí mismo. Aunque los herederos de Julio II habían accedido a las demandas del Papa y escribieron un tercer contrato que reducía aún más el tamaño de la tumba y extendía el plazo de entrega de siete a nueve años, Miguel Ángel sabía que estaban furiosos. La tumba inconclusa era un cáncer que les roía el estómago.
Las noticias de Florencia no eran tampoco muy jubilosas. El placer que había sentido la ciudad al ver ungido Papa por primera vez a uno de sus ciudadanos, se veía agriado por el hecho de que la elección le había costado su libertad a Florencia. Giuliano había muerto. La República terminó, el Consejo fue disuelto, y la Constitución, anulada. Los florentinos no veían con agrado que los gobernase Lorenzo, el hijo de Piero, que contaba sólo veinticuatro años y cuyos actos, hasta los más insignificantes, eran dictados e impuestos por su madre romana y el cardenal Giulio. La tienda de Buonarroto, lejos de dar beneficios, producía pérdidas. No era culpa de Buonarroto; los tiempos no eran buenos para una nueva aventura comercial. En consecuencia, el hermano de Miguel Ángel necesitaba más dinero del que su eterno proveedor podía proporcionarle.
Buonarroto había llevado a su esposa, Bartolommea, a vivir en la casa de su padre y no cesaba de expresar la esperanza de que Miguel Ángel simpatizase con ella. Era una buena mujer. Había cuidado a Ludovico durante una reciente enfermedad y administraba la casa muy satisfactoriamente. Miguel Ángel llegó a la conclusión de que no era muy agraciada de rostro ni cuerpo, pero había aportado una dote bastante abultada y poseía un carácter dulce y tranquilo.
«
Me gustará, Buonarroto
», escribió Miguel Ángel. «
Recemos a Dios para que te dé algunos hijos. Tu buena Bartolommea es nuestra única esperanza de perpetuar el apellido Buonarroti.
»
Las lluvias invernales convirtieron en desbordados ríos las sendas de las montañas. Luego cayeron copiosas nevadas. Todo el trabajo cesó en la zona del mármol. Los canteros, en sus frías casas de piedra de las laderas, se resignaron a esperar, mientras trataban de mantenerse lo más abrigados posible y reducían sus raciones de judías y de pasta. Miguel Ángel compró una carretada de leña y colocó su mesa de trabajo frente a la chimenea. A su alrededor tenía cartas de Baccio D'Agnolo, que iba a ayudarle a construir un modelo de madera de la fachada de Sebastiano, informándole de que una docena de escultores, entre ellos Rafael, estaban tratando de arrebatarle el encargo de la fachada; y de Domenico Buoninsegni, de Roma, un hombre honesto y capaz que dedicaba su tiempo a negociar el contrato de la fachada y le imploraba que fuese a Roma, porque el Papa clamaba por los diseños.
Llegó a Roma mientras la ciudad se preparaba para celebrar la Navidad. Primeramente fue a su casa y se sintió aliviado al comprobar que todo estaba tal como lo había dejado. Su Moisés parecía estar más próximo a la terminación que lo que él recordaba. «
¡Si pudiera tener un mes libre para dedicarlo exclusivamente a la estatua!
»
Fue recibido cordialmente en el Vaticano. Al arrodillarse para besar el anillo del Pontífice, observó que la papada de León X caía nuevamente sobre el cuello de su manto de armiño y que las mejillas carnosas ocultaban casi por completo la pequeña y enfermiza boca.
—Me produce un gran placer veros nuevamente, hijo mío —dijo el Papa, mientras conducía a Miguel Ángel a la biblioteca.
Extendió las hojas de sus dibujos en una mesa. Había un boceto de la obra de ladrillo inconclusa de San Lorenzo, y luego otros de la fachada, dividida en dos pisos y una torre. El piso tenía una cornisa divisoria sobre las entradas del templo. Flanqueando las puertas, había dibujado cuatro grandes figuras que representaban a San Lorenzo, San Juan Bautista, San Pedro y San Pablo, y en la torre, Damián y Cosme, representados como médicos. Esculpiría esas nueve grandes figuras personalmente; el resto de la fachada era arquitectónica. El plan, que absorbería nueve años, le podía dar el tiempo necesario para terminar los mármoles de la tumba de Julio II. Al finalizar el contrato, tanto los Medici como los Rovere quedarían satisfechos.
—Estamos dispuestos a ser generosos —dijo el Papa.
—Pero hay un detalle que debe ser modificado —interpuso Giulio.
—¿Cuál, Eminencia?
—Los mármoles tienen que ser de las canteras de Pietrasanta, que tienen el mejor mármol estatuario del mundo.
—Sí, Eminencia, así lo he oído decir. Pero no existe camino hasta las canteras.
—Eso es un inconveniente salvable. Se construye el camino.
—Parece ser que los ingenieros romanos lo intentaron, y fracasaron.
—No lo intentarían muy seriamente.
En el rostro del cardenal Giulio reflejó una expresión concluyente. Y Miguel Ángel pensó que allí había algo ajeno a la calidad del mármol. Se volvió hacia León X y le miró, interrogante.
—Os irá mejor en Pietrasanta y Seravezza —explicó el Papa—. Los
carrarini
son gente rebelde. No han cooperado nunca con el Vaticano. La gente de Pietrasanta y Seravezza se consideran leales toscanos. Han traspasado sus canteras a Florencia. De esta manera, nos aseguraremos el más puro mármol estatuario, y su coste será solamente el de la mano de obra.
—No creo que sea humanamente posible extraer mármol de Pietrasanta, Santidad —dijo Miguel Ángel—. Los bloques tendrían que ser sacados de precipicios de enorme altura.
—Haréis el viaje a la cima de Monte Altissimo y me presentaréis un informe de lo que encontréis.
Miguel Ángel no respondió.
Regresó a Carrara. Cuando, por fin, le fueron enviados los mil ducados del Papa, dejó de preocuparse por las canteras de Pietrasanta y empezó a comprar mármoles a toda prisa: de Jacopo y Antonio, tres bloques que estaban expuestos en el Mercado de Cerdos, y otros siete de Mancino. Entró en sociedad con Ragione para financiar la extracción de un centenar de carros de mármol.
Rechazó el modelo de madera que le había hecho Baccio
D'Agnolo
por considerarlo «
infantil
». Hizo uno él mismo… que no resultó mucho mejor. Pagó a
La Grassa
, un cantero de
pietra serena
de Settignano, para que le hiciese un modelo de arcilla… y lo destruyó no bien estuvo listo. Cuando Salviati le comunicó desde Florencia, y Buoninsegni desde Roma, que el Papa y el cardenal se estaban impacientando porque todavía no había comenzando, firmó un contrato con Francesco y Bartolomeo, de Torano, por otros cincuenta carros de mármol, a pesar de que no había dibujado nada más que los tamaños y formas de los bloques que deseaba que le preparasen los modeladores.
El marqués de Carrara lo invitó a cenar un domingo en la Rocca. Después de la cena lo interrogó sobre el plan del Papa respecto de la explotación de las canteras de Pietrasanta, sobre la que se habían filtrado algunas noticias desde Roma.
—Puede estar seguro,
signore
—respondió Miguel Ángel—, de que no se hará trabajo alguno en esas montañas.
Y un día recibió una enérgica carta de Buoninsegni:
El cardenal y el Papa consideran que está descuidando el mármol de Pietrasanta. Creen que lo hace deliberadamente… ¡El Papa quiere mármoles de Pietrasanta!
Hizo preparar un caballo para el amanecer del día siguiente, a fin de tomar el camino de la costa, pero sin revelar a nadie adónde se dirigía. Se detuvo un momento en el mercado de Pietrasanta para comprar una naranja. Sobre él se elevaba imponente el Monte Altissimo, así llamado por la gente de Pietrasanta y Seravezza porque su impresionante bastión de roca viva, que perforaba el cielo hasta una altura de mil seiscientos metros, empequeñecía e intimidaba a cuantos vivían a su vista.
Los
carrarini
afirmaban desdeñosamente que el Monte Altissimo no era el pico más alto, ya que lo superaban el Monte Sacro, Pizzo d'Uccello y Pisanino, en la zona de Carrara. Los de Pietrasanta respondían que los
carrarinos
podían vivir en sus montes, atravesarlos y extraer de ellos el mármol, pero que Monte Altissimo era inexpugnable. Los etruscos, verdaderos genios en el arte de trabajar la piedra, y el ejército romano no habían podido conquistar jamás sus implacables gargantas y precipicios.
Había un angosto camino de carros entre Pietrasanta y la aldea montañosa de Seravezza. Se utilizaba para el transporte de productos agrícolas. Miguel Ángel emprendió la ascensión por aquella senda. Allí todo era piedra. Las casas estaban apretadas alrededor de una pequeña plaza empedrada. Encontró una habitación para pasar la noche y un guía, que era el fornido hijo de un remendón.
Partieron de Seravezza cuando todavía era de noche. La primera hora de camino por las colinas circundantes no fue difícil, pues Anto, el guía, conocía el terreno palmo a palmo. Pero cuando terminó la senda, tuvieron que abrirse paso por espesuras de matorrales con dos cuchillos que Anto había sacado del taller de su padre. Ascendieron casi en línea recta, por verdaderos bosques de piedra que significaban un duro trabajo. A menudo resbalaban y se veían obligados a agarrarse desesperadamente de algún matorral para no precipitarse barranca abajo. Descendieron a profundas gargantas, en las que hacía un pegajoso y húmedo frío, y escalaron a gatas por la sierra siguiente, que subía hacia el Monte Altissimo, cuya hosca silueta se alzaba al fondo.