En el balcón de la torre se hallaban los miembros de la Signoria, contemplando el fantástico espectáculo. El Ejército de Jóvenes había ido de casa en casa, exigiendo que se entregasen «
todas las obras de arte contrarias a la fe
». Cuando no se les entregaba lo que consideraban una suficiente contribución, penetraban en las residencias y las saqueaban. La Signoria no había hecho nada para proteger a la ciudad contra aquellos «
ángeles de túnicas blancas
».
Savonarola alzó los brazos reclamando silencio. El cordón de monjes lo imitó, levantando un verdadero bosque de brazos al cielo. De pronto apareció otro monje con una antorcha encendida, que entregó a Savonarola. Este la levantó mientras lanzaba una mirada por toda la plaza. Luego se acercó a la pira y fue aplicando la antorcha aquí y allá hasta que todo el andamio y su contenido fueron una inmensa masa de llamas.
Los componentes del juvenil ejército avanzaron para dar vueltas alrededor de la pira, mientras cantaban: «
¡Viva Cristo! ¡Viva la Virgen!
». Y la compacta multitud repitió aquellos gritos hasta enronquecer.
Miguel Ángel sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Se pasó el dorso de una mano y luego el de la otra para enjugarlas, como hacía cuando era niño. Pero continuaban empañando sus ojos. Las llamas eran cada vez más altas. Deseaba alejarse de allí, irse todo lo lejos posible del Duomo…
En junio, llegó hasta él un paje con un mensaje de Giovanni Popolano en el que pedía a Miguel Ángel que fuese al palacio para ser presentado a un noble romano que se interesaba mucho por la escultura. Leo Baglioni, como se llamaba el huésped de los Popolano, era un hombre de unos treinta años, rubio, muy educado. Acompañó a Miguel Ángel a su taller.
—Mis anfitriones me dicen que es usted un excelente escultor. ¿Podría ver alguno de sus trabajos? —dijo.
—Aquí no tengo ninguno. Sólo el San Juan, que está en el jardín.
—¿Y dibujos? Me interesan muy particularmente los dibujos.
—¡Entonces, debo decirle que es usted un caso raro entre los expertos, señor! Me agradaría mucho que viera mi colección.
Leo Baglioni observó atentamente los centenares de dibujos.
—¿Sería tan amable de dibujarme algo? Por ejemplo, una mano de niño.
Miguel Ángel dibujó rápidamente unos niños en distintas posiciones. Al cabo de un rato, Baglioni dijo:
—Sí, sí, no hay duda posible. Es usted.
—¿Qué soy yo?
—Sí, quien esculpió el Cupido.
—¡Ah!
—Perdóneme, pero he sido enviado a Florencia por mi señor, el cardenal Riario di San Giorgio, para ver si me era posible encontrar al autor de ese Cupido.
—Si, fui yo. Baldassare del Milanese me envió treinta florines por la pieza.
—¿Treinta? —exclamó Baglioni—. ¡Pero si el cardenal pagó doscientos!
—¡Doscientos! —gritó Miguel Ángel—. ¡Ese hombre es un… ladrón!
—Eso es precisamente lo que dijo el cardenal —declaró Baglioni, con un picaresco brillo en los ojos—. Sospecho que se trata de un fraude. ¿Por qué no viene a Roma conmigo? Así podrá arreglar esa diferencia con Baldassare. Creo que el cardenal le daría hospitalidad encantado. Me dijo que el hombre capaz de esculpir una falsificación tan excelente tiene que ser capaz de esculpir obras auténticas todavía mejores.
No hubo la menor vacilación en Miguel Ángel para adoptar una decisión:
—Voy a mi casa a buscar algunas ropas, y estaré listo para emprender viaje cuando usted diga.
LA CIUDAD
Miguel Ángel estaba en un promontorio situado al norte de la ciudad. Roma se extendía a sus pies, en su lecho entre colinas, destruida, como si hubiera sido saqueada por los vándalos. Leo Baglioni le señaló las siluetas del Muro Leonino, la fortaleza de Sant'Ángelo.
Montaron nuevamente en sus caballos y descendieron a la Porta del Popolo. Pasaron frente a la tumba de la madre de Nerón y entraron en la pequeña plaza. En ella reinaba un hedor insoportable producido por los montones de basura. Sobre ellos, a la izquierda, se alzaba la colina Pincio, cubierta de viñas. Las calles que recorrieron eran angostas sendas pésimamente empedradas. El ruido que hacían los carros al pasar sobre aquellas desiguales piedras era ensordecedor, al punto de que Miguel Ángel no podía oír lo que le decía Baglioni al identificar la tumba del emperador romano Augusto, que ahora era campo de pastoreo para vacas. El Campo Marzio era una llanura, cerca del Tíber, habitada por los artesanos más pobres, cuyos cuchitriles estaban amontonados entre antiguos palacios semiderruídos.
Más de la mitad de los edificios ante los que pasaban eran sólo montones de ruinas. Numerosas cabras vagaban entre las piedras caídas. Baglioni le explicó que en el mes de diciembre el Tíber había inundado la ciudad y la población tuvo que huir a las colinas, donde permaneció tres días. A su regreso, hallaron una ciudad encharcada y maloliente, que de inmediato fue atacada por una epidemia. En la isla del río se sepultaban diariamente ciento cincuenta cadáveres.
Miguel Ángel sintió que una enorme angustia le oprimía el estómago. La Ciudad Madre del Cristianismo era un montón de escombros. Por todas partes se veían cuerpos de animales muertos. Piquetes de obreros trabajaban en las piedras derribadas para utilizarlas en la construcción de otros edificios. Acercó su caballo a una pieza estatuaria antigua que sobresalía entre los desperdicios que la rodeaban, pasó frente a filas de casas abandonadas. Junto a un templete griego vio unos cerdos encerrados en un improvisado corral entre las columnas. En una bóveda subterránea de rotas columnas, que emergía a medias de un antiguo foro, sintió un horrendo hedor que salía de un depósito de desperdicios acumulados allí durante cientos de años y generaciones de hombres que defecaban allí diariamente.
Su compañero de viaje lo llevó a través de una serie de oscuras y tortuosas calles por donde apenas podían avanzar juntos los dos caballos. Pasaron frente al teatro de Pompeyo, entre cuyos restos vivían centenares de familias y, por fin, llegaron al Campo dei Fiori, donde percibió las primeras señales de Vida reconocible: un mercado de quesos, vegetales, flores, pescado y carne, lleno de filas de pintorescos puestos, donde las amas de casa y cocineros de Roma adquirían sus provisiones cotidianas. Por primera vez desde que habían descendido a la ciudad, pudo mirar a su acompañante y sonreírle levemente.
—¿Asustado? —preguntó Baglioni—. ¿O asqueado?
—Ambas cosas. Varias veces he estado a punto de emprender el regreso a Florencia.
—Roma está realmente lamentable. ¡Ya verá la cantidad de peregrinos que llegan aquí procedentes de toda Europa! Se les roba, golpea y estafa en las iglesias; y en los hostales, los insectos los devoran. El Papa Sixto IV hizo un verdadero esfuerzo por ensanchar las calles y reparar algunos de los edificios, pero bajo los Borgia la ciudad ha caído en un estado todavía peor. Bueno, aquí está mi casa.
En una esquina que daba al mercado, Miguel Ángel vio una casa de tres pisos bien diseñada. En el interior, las habitaciones eran pequeñas y sobriamente amuebladas con mesas y sillas de nogal, pero los suelos estaban cubiertos de ricas alfombras, y de las paredes colgaban soberbios tapices, espejos dorados y ornamentos de cuero rojo.
La bolsa de lona de Miguel Ángel fue llevada al tercer piso, donde se le dio una habitación de la esquina, cuya ventana daba al mercado y a un inmenso palacio que, según le dijo su anfitrión, estaba a punto de ser terminado para el cardenal Riario, el que había adquirido su Bambino.
Aquella tarde, a última hora, ambos fueron a la vieja villa del cardenal, atravesando la Piazza Navona, donde antiguamente se levantaba el largo estadio de Domiciano. Luego pasaron por la Piazza Fiammetta, nombre de la amante de César Borgia, hijo del Papa, por el palacio Riario, frente a la Vía Sixtina, hasta llegar a la mejor hostería de la ciudad: la Hostaria Dell'Orso. Baglioni le facilitó todos los antecedentes de Rafaelle Riario de San Giorgio. Sobrino-nieto del Papa Sixto IV, que había sido ungido cardenal cuando tenía dieciocho años y estudiaba en la Universidad de Pisa. El joven cardenal había ido a visitar el palacio de los Medici en Florencia y oró en el altar del Duomo cuando Giuliano de Medici fue asesinado y Lorenzo herido.
El cardenal recibió a Miguel Ángel entre pilas de cajones y baúles a medio llenar que se estaban preparando para la mudanza. Leyó la carta de presentación que Lorenzo Popolano había dado a Miguel Ángel y dio la bienvenida al joven.
—Su Bambino es una excelente escultura, Buonarroti —dijo—, aunque no fuera antigua. Tengo la impresión de que podrá esculpir para nosotros algo realmente hermoso.
—Muchas gracias, Excelencia.
—Me gustaría que esta tarde fuese a ver nuestras mejores estatuas de mármol. Puede empezar por el arco de Domiciano, en el Coso, y luego la Columna de Trajano. Después puede ver la colección de bronces del Capitolino, comenzada por mi tío-abuelo Sixto IV…
Cuando terminó, el cardenal había detallado unas veinte piezas de escultura en una decena de distintos lugares de la ciudad. Leo Baglioni lo llevó primeramente a ver el dios fluvial Marforio, una estatua de tamaño monstruoso que se hallaba en la calle, entre el Foro Romano y el Foro de Augusto, y que se suponía había estado en el Templo de Marte. De allí fueron a ver la Columna de Trajano, donde Miguel Ángel no pudo evitar una exclamación ante la talla del León devorando al caballo. Ascendieron la tortuosa senda de la colina del Quirinal, donde se quedó aturdido ante el tamaño y la fuerza bruta del mármol, de más de cinco metros, que representaba Los domadores de caballos y los Dioses del Nilo y del Tíber, que Leo creía procedentes de los Baños de Constantino. Cerca de ellos había un desnudo de una diosa que Miguel Ángel consideró de asombrosa belleza.
—Probablemente se trata de una Venus —dijo Leo.
Continuaron la marcha hasta el jardín del cardenal Rovere, en San Pietro de Vincoli. Leo le explicó que aquel sobrino de Sixto IV era el fundador de la primera biblioteca pública y museo de bronces de Roma. Había acumulado la más hermosa colección de mármoles antiguos de Italia y había sido el inspirador del Papa en el proyecto de pintar al fresco las paredes de la Capilla Sixtina.
Miguel Ángel se quedó absorto cuando penetraron por la pequeña puerta de hierro al jardín del cardenal Rovere, pues había allí un Apolo, del cual sólo quedaba el torso. Era la pieza más asombrosa de proyección humana que él había visto en su vida. Como le ocurriera en el palacio de los Medici, el día de su primera visita con Bertoldo, avanzó medio aturdido entre un verdadero bosque de esculturas, desde una Venus a un Mercurio, completamente cautiva su mente, mientras oía, como a través de una gran distancia, la voz de Leo, que le indicaba cuáles eran las piezas que habían sido robadas a Grecia y cuáles las adquiridas por el emperador Adriano y enviadas en naves a Roma. Si Florencia era el centro más rico del mundo en lo referente a la creación de arte, era seguro que esta miserable, sucia y derrumbada ciudad contenía en sí la más grandiosa colección de arte antiguo. Y aquí estaba la prueba de lo que él había tratado de decirles a sus compañeros de la
bottega
de Ghirlandaio, en la escalinata del Duomo: aquí había estatuas de mármol tan vivas y hermosas como el mismo día en que habían sido esculpidas, dos mil años antes.
—Ahora —dijo Leo— iremos a ver el Marco Aurelio de bronce que estaba ante San Juan de Letrán. Entonces tal vez…
—¡No, por favor! ¡Basta! Estoy temblando en todo mi interior. ¡Tengo que encerrarme en mi habitación para poder digerir todo cuanto he visto!
Aquella noche no le fue posible cenar. A la mañana siguiente, domingo, Leo lo llevó a misa en la pequeña iglesia de San Lorenzo, al lado del palacio del cardenal Riario. Miguel Ángel se sintió empequeñecido al verse rodeado por un centenar de columnas de granito, de las cuales no había dos iguales. Todas habían sido talladas por expertos trabajadores de la piedra y cada una tenía su capitel esculpido de distinta forma.
El cardenal deseaba que Miguel Ángel fuese al nuevo palacio. El vasto edificio de piedra, dos veces mayor que el de los Medici, estaba ya terminado con excepción del patio central. Miguel Ángel subió por una amplia escalinata, atravesó la sala de audiencias, en la que había riquísimos tapices y cortinas, así como espejos enmarcados en jaspe, pasó por la sala con el suelo cubierto de espléndidas alfombras orientales, la sala de música, en la que vio un hermoso clavicordio, y llegó hasta donde estaba el cardenal, con su vestimenta y sombrero rojos, sentado en su habitación entre esculturas antiguas, en la que había una docena de piezas en cajones llenos de aserrín.
—Dígame, Buonarroti: ¿Qué le han parecido los mármoles que ha visto? ¿Le parece que podrá esculpir algo igualmente hermoso?
—Es posible que no, pero veremos qué puedo hacer.
—Me agrada esa respuesta, Buonarroti, porque revela humildad.
No se sentía humilde. Lo único que había querido decir era que sus esculturas serían distintas de cuanto el cardenal había visto.
—Será mejor que empecemos inmediatamente —continuó el prelado—. Mi coche está esperando ya en la puerta. Podemos salir para visitar a los marmolistas.
Mientras el coche atravesaba el puente Sixto y la portada Settimiana hacia las marmolerías del Trastevere, Miguel Ángel se dedicó a estudiar disimuladamente el rostro de su nuevo protector. Tenía una larga nariz en gancho, que casi le caía sobre la boca, de apretados labios.
Ya en la marmolería, el cardenal parecía impaciente. Miguel Ángel recorrió todo el patio del establecimiento, inspeccionando los bloques, mientras se preguntaba cuál se atrevería a elegir. Finalmente se detuvo ante un mármol blanco de Carrara, de más de dos metros de alto y varios de espesor. Sus ojos se iluminaron de emoción, y aseguró al cardenal que aquel bloque encerraba una hermosa estatua en su interior. El prelado pagó prontamente treinta y siete ducados, que extrajo de la bolsa que colgaba de su cinturón.
A la mañana siguiente, Miguel Ángel se levantó con la primera claridad del alba, se dirigió al Puente Florentino y cruzó el Tíber hacia el Trastevere, barrio de Roma densamente poblado, donde vivían los artesanos. El barrio no había sufrido cambio alguno en los últimos cuatrocientos años. Recorrió un verdadero laberinto de angostas callejuelas, en las que las pequeñas casas se apretaban unas a otras, mientras sobre los tejados, inclinadas angularmente, se veían sólidas torres cuadradas. Los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías, mujeres y niños gritaban y reñían. Los dueños de los puestos de pescado, quesos y carne ofrecían a gritos los primores del día…