La agonía y el éxtasis (18 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Pasaron los días y las semanas. Miguel Ángel dibujaba con modelos vivos y luego repetía las figuras en la arcilla, experimentando con trozos de piedra para esculpir una rodilla, un movimiento de la cadera, un giro de la cabeza sobre el cuello, a la vez que aprendía cómo evitar una falla cada vez que se rompía la punta de su punzón. Además, estudiaba atentamente las esculturas griegas de Lorenzo para aprender sus técnicas.

Lorenzo intensificaba también su educación. Un domingo por la mañana, pidió a Miguel Ángel que acompañase a la familia Medici a la iglesia de San Gallo, donde escucharían a Fra Maríano, a cuyo claustro iba Lorenzo cada vez que deseaba sostener una seria discusión sobre teología.

—Fra Maríano es mi ideal —le dijo
Il Magnifico
—. Tiene una gentil austeridad, un elegante ascetismo y la religión liberal de todo erudito con sentido común.

Fra Maríano predicó con su voz melosa, de armoniosas cadencias y ajustadas palabras. Elogió a la cristiandad por su parecido al platonismo, insertó citas de los griegos, declamó líneas de los poetas latinos con pulida elocuencia, y todo eso cautivó a Miguel Ángel. Jamás había escuchado a un sacerdote como aquél. Cuando Fra Maríano moduló su voz, el muchacho lo escuchó extasiado, y cuando el orador desarrolló su argumento, lo convenció totalmente.

—Ahora comprendo mejor lo que representa la religión moderna a que se refiere la Academia.

Uno de los pajes de Piero llamó a la puerta de sus habitaciones y entró.

—Su Excelencia Piero de Medici ordena a Miguel Ángel Buonarroti que se presente en la antesala de Su Excelencia una hora antes de la puesta del sol —anunció.

Miguel Ángel pensó: «
¡Qué diferente es a su padre. Él siempre me pregunta si puedo hacer el favor de ir a verlo!
». Y le respondió al paje cortésmente:

—Informe a su señor que estaré allí a la hora que desea.

Las habitaciones de Piero, en el primer piso del palacio, estaban sobre la galería abierta en la esquina de la Vía de Gori y la Vía Larga. Miguel Ángel no había estado nunca en aquella ala del palacio, ni siquiera para contemplar las obras de arte que había oído comentar. Ello se debía a la frialdad con que Piero le trataba. Sus pies avanzaron lentamente por el corredor, pues en las paredes había un admirable cuadro pintado por Fra Angelico y un delicado relieve en mármol, original de Desiderio da Settignano.

El paje lo esperaba ante la puerta de la antesala de Piero. Hizo entrar a Miguel Ángel.
Madonna
Alfonsina, la esposa de Piero, vestida de damasco gris bordado de gemas, se hallaba sentada e inmóvil en una silla de alto respaldo y asiento púrpura que parecía un trono. Piero fingió que no había oído entrar al muchacho. Estaba de pie sobre una alfombra persa multicolor, de espaldas a la puerta. Estudiaba un tabernáculo de hueso con paneles de cristal, dentro del cual se veían pintadas algunas escenas de la vida de Cristo.

Alfonsina miró a Miguel Ángel imperiosamente, sin la menor señal de reconocerlo. Desde el primer día había puesto sumo cuidado en no ocultar el desprecio que sentía hacia los florentinos. Para los toscanos, que siempre habían odiado a Roma y todo lo romano desde hacía siglos, aquella actitud resultaba irritante.

Piero giró sobre sí mismo y sin saludo alguno anunció:

—Le ordenamos. Miguel Ángel Buonarroti, que esculpa en mármol un retrato de
Madonna
Alfonsina.

—Se lo agradezco mucho, Excelencia —respondió Miguel Ángel—, pero no sé esculpir retratos.

—¿Por qué no?

Miguel Ángel intentó explicar que su propósito no era crear a una persona, cualquiera que fuese, y agregó:

—No me seria posible reproduciría en forma que le resultase satisfactoria, como lo ha hecho este pintor.

—¡Tonterías! ¡Le ordeno que esculpa a mi esposa en mármol!

Alfonsina habló por primera vez:

—Les agradeceré que trasladen esta discusión a sus habitaciones.

Piero abrió la puerta y salió dando muestras de gran indignación. Miguel Ángel pensó que sería mejor que lo siguiese. Cerró la puerta tras él y se sorprendió al ver que, entre los premios conquistados por Piero en torneos: yelmos, copas de plata y otros, había numerosas obras de arte. Involuntariamente, exclamó:

—Su Excelencia tiene un gusto admirable para las artes.

Piero no se ablandó.

—Cuando desee su opinión, se la pediré —dijo—. Mientras tanto, me explicará por qué se cree usted superior a cualquier otro de nuestros servidores.

Miguel Ángel sofocó su ira apretando los dientes y respondió con cortesía:

—Soy escultor y residente de este palacio a petición de su padre.

—Tenemos un centenar de comerciantes que viven de este palacio. Y todos ellos hacen sin vacilar lo que se les ordena. Comenzará mañana por la mañana. ¡Y cuide de que el resultado sea una hermosa estatua de Su Excelencia Alfonsina!

—Ni siquiera Pico della Mirandola podría hacer eso.

Los ojos de Piero se clavaron furiosos en Miguel Ángel.

—¡
Contadino
! —exclamó—. ¡Empaquete sus harapos y abandone nuestra presencia!

Miguel Ángel se dirigió a su habitación, y empezó a echar sobre la cama las ropas que guardaba en el cofre. De pronto oyó que alguien llamaba a la puerta. Era Contessina, que entró, seguida de su nodriza.

—He oído decir que ha discutido con mi hermano —dijo. Él se inclinó para tomar una prenda del fondo del cofre.

—¡Enderécese y respóndame! —ordenó ella, imperiosa.

—No tengo nada que decirle —respondió él, acercándose.

—¿Es cierto que se ha negado a esculpir un retrato de Alfonsina?

—Sí, me he negado.

—¿Se negaría si mi padre le pidiese que esculpiera el suyo?

Miguel Ángel calló. ¿Se negaría a tal petición de Lorenzo, hacia quien sentía un afecto tan profundo?

—¿Se negaría si yo le hiciese la misma petición?

¡Otra vez estaba atrapado!

—Piero no me pidió… ¡Me ordenó! —dijo.

Se oyeron unos pasos que avanzaban presurosos por el corredor. Lorenzo entró en la habitación. Sus ojos brillaban de indignación.

—¡No permitiré que esto vuelva a suceder en mi casa! —exclamó.

Miguel Ángel devolvió aquella mirada no menos furiosamente. Lorenzo agregó:

—Pedí a su padre que me lo cediese a mí, ¿no es así?

—Sí.

—En consecuencia, soy responsable de usted.

—¡No tengo ninguna excusa que ofrecer!

—¡No vengo a pedirle excusas! Ha venido aquí como miembro de mi familia. ¡Nadie lo tratará como…, como a un servidor, ni le dará órdenes como si fuera un lacayo!

Miguel Ángel sintió que se le aflojaban las rodillas. Se sentó sobre la cama. Lorenzo prosiguió, ahora más dulcemente.

—Pero usted también tiene mucho que aprender…

—Lo confieso. Mis modales…

—… y lo que tiene que aprender es que cada vez que alguien le ofenda no debe correr aquí para empaquetar sus cosas. ¡Esa es una muy pobre lealtad hacia mí! ¿Me ha comprendido?

Miguel Ángel se levantó, e hizo un gran esfuerzo para contener las lágrimas.

—Le debo disculpas a Piero. Dije algo muy poco cortés sobre su esposa.

—Él es quien le debe una explicación. Lo que usted desee responderle es cuenta suya.

Contessina se quedó disimuladamente dos pasos atrás, para murmurar:

—Haga las paces con Piero. ¡Puede proporcionarle muchos sinsabores!

VII

Había llegado el momento de intentar un tema. ¿Qué era un tema? ¿Y qué temas le interesaban?

—Tiene que ser griego —decretaron los cuatro
platonistas
—. Debe ser extraído de las leyendas: Hércules y Anteo, la Batalla de las amazonas, la Guerra de Troya. Cualquiera de esos temas estaría a tono con el friso del Partenón de Atenas.

—Si, pero yo sé poco o nada de esas cosas —respondió Miguel Ángel.

Landino respondió con grave expresión:

—Eso, mi querido Miguel Ángel, es lo que hemos intentado estos últimos meses: enseñarle, en nuestro carácter de tutores
ex officio
suyos todo lo referente al mundo griego y su cultura.

Pico della Mirandola rió:

—Lo que creo que nuestros amigos tratan de decir es que les agradaría guiarlo para llevarlo hacia atrás, a la era del paganismo.

Le relataron historias de los doce trabajos de Hércules, de Niobe sufriendo ante sus hijos moribundos, de la ateniense Minerva, el Gladiador agonizante… Lorenzo moderó la discusión.

—¡No le hagan propuestas a nuestro joven amigo! —dijo—. Tiene que llegar a un tema espontáneamente, sin ayuda.

Miguel Ángel se recostó contra el asiento de su silla y se puso a escuchar sus propias voces interiores. Sabía una cosa con seguridad: su primer tema no podía proceder de Atenas, El Cairo, Roma o Florencia. Tenía que surgir de él, de algo que él sabía y sentía y comprendía. De otra manera sería un tema perdido. Una obra de arte no era como un trabajo de erudición; era personal, subjetiva. Tenía que nacer dentro de él.

Y entonces, en medio del murmullo de las voces de los otros, se vio de pie en la escalinata de la capilla Rucellai el día que había ido por primera vez con los componentes del taller de Ghirlandaio a Santa María Novella. Vio ante él, nítidamente, la capilla, las
Madonnas
de Cimabue y Nino Pisano, y nuevamente sintió latir en su corazón el amor a su madre, su sensación de soledad cuando ella murió, su hambre de afecto.

Se había hecho tarde. La reunión terminó. Lorenzo se quedó en el
studiolo
. Aunque se decía que su lengua tenía a veces un filo de cuchillo, habló a Miguel Ángel con naturalidad y claramente:

—Tiene que perdonar a nuestros
platonistas
su entusiasmo. Fiemo tiene siempre una lámpara votiva encendida frente al busto de Platón. Landino ofrece el banquete más grandioso del año al cumplirse cada aniversario de Platón. Para nosotros, Platón y los griegos son la llave que nos ha permitido escapar de la mazmorra de los prejuicios religiosos. Estamos tratando de establecer en Florencia otra época de Pendes. A la luz de nuestra ambición, tendrá que comprender los excesos de nuestro celo.

—Si no está cansado, Lorenzo —dijo Miguel Ángel—, ¿no podríamos recorrer un rato el palacio para estudiar las
Madonnas
?

Lorenzo tomó la lámpara de pulido bronce, y los dos avanzaron por el corredor hasta llegar a la antesala del despacho de
Il Magnifico
, en la que había un relieve en mármol de Donatello, tan remoto e impersonal, pensó Miguel Ángel, que impedía su identificación. De allí se dirigieron al dormitorio de Giuliano. El más joven de los Medici dormía profundamente, cubierta la cabeza con las mantas. Lorenzo y Miguel Ángel discutieron sobre la
Madonna
y Niño de Pesellino, con dos pequeños ángeles, pintura que cubría toda la superficie de una mesa. Atravesaron los corredores y luego examinaron la Virgen adorando al Niño, de Fra Filippo Lippi, en el altar de la capilla, pintura sobre la que Lorenzo explicó que los modelos habían sido la monja Lucrezia Buti, de quien Fra Filippo estuvo enamorado, y el niño nacido de aquel amor, Filippo, no Lippi, ahora pintor, que fue enseñado por Botticelli, así como Botticelli lo había sido por Fra Filippo. Examinaron la
Madonna
de Neri di Bicci, y luego fueron a ver la
Madonna
y Niño de Luca della Robbia, para finalmente llegar al dormitorio de Lorenzo, donde estaba la
Madonna
del Magnificat, pintada por Sandro Botticelli para los padres de Lorenzo unos veinte años atrás.

——Esos dos ángeles que están arrodillados ante la Virgen y el Niño somos mi hermano Giuliano y yo. Cuando los Pazzi lo asesinaron, se apagó para mí la más hermosa luz de mi vida… Ese retrato mío es una idealización, como puede ver. Yo soy un hombre feo, y no me avergüenzo de ello, pero todos los pintores creen que me agrada ser adulado. Benozzo Gozzoli lo hizo así también, en nuestra capilla. Pintan mi piel oscura como si fuera clara, recta mi respingona nariz, y mi oscura cabellera tan hermosa como la de Pico della Mirandola. En cambio, usted parece haber adivinado que yo no necesito esa adulación.

—Granacci siempre me ha dicho que yo soy brusco.

—Está armado en hierro —declaró Lorenzo—. Siga siempre así.

A continuación, contó a Miguel Ángel la leyenda de Simonetta Vespucci, la modelo de Botticelli para la
Madonna
del Magnificat, «
la belleza más pura que haya conocido Europa
», según él.

—No es cierto que Simonetta fuese la amante de mi hermano Giuliano. Éste la amaba, sí, como todos los florentinos, pero platónicamente. Le escribió largos poemas sentimentales… pero tuvo a mi sobrino Giulio con su verdadera amante, Antonia Gonini. Fue Sandro Botticelli quien amó realmente a Simonetta, aunque dudo que le dirigiese la palabra una sola vez. Ella es la mujer que aparece en todos sus cuadros. Primavera, Venus, Paios. Ningún hombre ha pintado jamás una belleza femenina tan exquisita.

Miguel Ángel escuchaba en silencio. También él, cuando pensaba en su madre. La veía como una hermosísima joven; sin embargo, era una belleza distinta, que parecía proceder de su propio interior. No era una mujer deseable para todos los hombres, como la de Botticelli, sino una que amaría tiernamente a su hijo y sería amada por éste. Volvió la cabeza hacia Lorenzo, y dijo, lleno de confianza:

—Me siento íntimamente cerca de la
Madonna
. Es la imagen que guardo fielmente de mi madre. Puesto que todavía tengo que buscar mi técnica, ¿no sería mejor saber lo que quiero e intento decir?

—Si, podría ser mejor —dijo Lorenzo gravemente.

—Tal vez lo que yo siento respecto a mi madre es lo que ella sentía por mí.

Recorrió innumerables veces los salones del palacio, acompañado por Contessina o Giuliano, y copió las obras de los maestros. Luego comenzó a sentir impaciencia ante las ideas de aquellos hombres, y se fue a las partes más pobres de la ciudad, donde las mujeres trabajaban sentadas ante las puertas de sus viviendas, tejiendo asientos de esterilla para las sillas o fundas para las damajuanas, con sus criaturas en la falda o mamando en sus pechos. Se fue a la campiña a observar a las
contadinas
de los alrededores de Settignano, que lo habían conocido desde niño y que se dejaban dibujar mientras bañaban o amamantaban a sus hijitos.

No buscaba, al dibujar, el retrato de su modelo ocasional, sino el espíritu de la maternidad… Bosquejaba a la madre y al hijo en todas las posiciones en que los sorprendía, y veía la verdadera relación entre ellos a través de su papel y carboncillo de dibujo. Luego, por algunos escudos, conseguía que las mujeres se moviesen, para brindarle nuevos ángulos de enfoque, en busca de… ¿de qué? ¡No lo sabía!

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