—Es mucho —dijo el tío—. ¿Cuánto?
—No me he detenido a contarlo —replicó Miguel Ángel.
—Treinta, cuarenta, cincuenta… —contaba el padre—. Suficiente para que una familia viva cómodamente medio año.
Puesto que ya estaba dándose importancia, Miguel Ángel decidió continuar en el mismo tono:
—¿Y por qué seis meses de trabajo mío no han de bastar para mantener seis meses a una familia? ¡Es justicia!
Ludovico no podía ocultar su júbilo.
—Hace muchísimo tiempo que no tengo en mis manos cincuenta florines de oro —dijo emocionado—. Miguel Ángel, tienes que empezar otro trabajo inmediatamente, mañana por la mañana, puesto que los pagan tan bien.
Miguel Ángel lo miraba risueño. ¡Ni una palabra de agradecimiento! Únicamente un júbilo manifiesto al coger las monedas y dejar que se deslizasen entre sus dedos.
—Vamos a buscar otra granja —dijo Ludovico—. La tierra es la única inversión segura. Después, con la renta adicional…
—No estoy muy seguro de que pueda hacer eso, padre;
Il Magnifico
dice que me ha dado esos florines para viajar: a Venecia, Nápoles, Roma, para ver todas las obras escultóricas…
—¿Viajar para ver esculturas? —exclamó Ludovico, aterrado, mientras veía desaparecer sus soñadas hectáreas—. ¿De qué te servirá ver esas esculturas? Las ves, y tu dinero ha desaparecido. En cambio una nueva granja…
Buonarroto preguntó:
—¿Viajarás realmente, Miguel Ángel?
—No —respondió a su hermano, riendo—. Sólo deseo trabajar. —Se volvió hacia Ludovico y agregó—: Este dinero es suyo, padre.
Varias veces a la semana, Bertoldo insistía en que fueran a las iglesias para continuar el dibujo, las copias de las obras maestras. Fueron a capilla Brancacci, en la iglesia del Carmine. Torrigiani colocó su banqueta tan cerca de Miguel Ángel que su hombro hacía presión contra el brazo de su amigo. Miguel Ángel retiró su banqueta ligeramente y Torrigiani se ofendió de inmediato.
—No puedo dibujar si no tengo libre el brazo —explicó Miguel Ángel.
—¡No seas tan quisquilloso! Lo único que pretendía era que nos divirtiéramos mientras trabajamos. Anoche oí una nueva balada obscena…
—Quiero concentrarme en lo que hago.
—Y yo estoy aburrido. Ya hemos dibujado estos frescos cincuenta veces. ¿Qué más pueden enseñarnos?
—A dibujar como lo hacía Masaccio.
—Yo quiero dibujar como Torrigiani. Para mí es bastante.
Sin levantar la cabeza, Miguel Ángel respondió impaciente:
—Pero no para mí.
—¡No seas estúpido! Yo gané tres premios de dibujo el año pasado. ¿Cuántos has ganado tú?
—Ninguno. Y por eso será mejor que me permitas que aprenda.
—Me sorprende que el discípulo favorito tenga que someterse todavía a estos ejercicios de escolar.
—Copiar a Masaccio no es un ejercicio de escolar, como no sea para una mente de escolar.
—¿Así que ahora me quieres decir que tu mente es mejor que la mía? ¡Yo creía que sólo era tu mano de dibujante!
—Si supieras dibujar comprenderías que no hay diferencia entre ambas cosas.
—Y si tú supieras hacer cualquier otra cosa aparte de dibujar, te darías cuenta de lo poco que vives. Pero es como dicen: «
Hombre pequeño, vida pequeña; hombre grande, vida grande
».
—Hombre grande, pura bolsa de aire.
Torrigiani se enfureció:
—¿Es un insulto eso?
Saltó de su banqueta, puso una maciza mano sobre el hombro de Miguel Ángel y le obligó a levantarse. El muchacho no pudo esquivar el golpe. El puño de Torrigiani se estrelló contra el puente de su nariz. Sintió el sabor de la sangre en la boca y el pequeño ruido del hueso nasal al quebrarse. Y luego, como a distancia, la voz de Bertoldo que lanzaba un grito de angustia.
—¿Qué has hecho, Torrigiani?
Y mientras veía unas estrellas que se movían alocadamente, Miguel Ángel oyó la voz de Torrigiani que respondía:
—El hueso se ha roto como un bizcocho bajo mis nudillos.
Miguel Ángel cayó de rodillas, y un segundo después sintió el duro cemento del suelo en la mejilla. Luego, perdió el conocimiento.
Despertó en su lecho del palacio. Sus ojos y su nariz estaban tapados por unos trapos mojados. Su cabeza era un torbellino de dolor. Al moverse, alguien le retiró los trapos. Trató de abrir los ojos, pero sólo consiguió entreabrirlos un poco. Inclinado sobre él, vio a Pier Leoni, el médico de Lorenzo. Estaban también
Il Magnifico
y Bertoldo. Alguien golpeó en la puerta. Miguel Ángel oyó que una persona entraba y decía:
—Torrigiani ha huido de la ciudad, Excelencia. Por la Porta Romana.
—Envíen tras él a los más veloces jinetes. ¡Haré que lo encierren en un calabozo!
Miguel Ángel cerró nuevamente los ojos. El médico lo acomodó en las almohadas, le limpió la sangre de la boca y comenzó a explorar su rostro suavemente con los dedos.
—El puente de la nariz está destrozado —dijo—. Es probable que las astillas del hueso necesiten un año para salir. El conducto está completamente cerrado. Más adelante, con un poco de suerte, podrá respirar de nuevo por ese conducto.
Deslizó un brazo bajo el hombro del paciente, lo enderezó un poco y le acercó a los labios un vaso.
—Beba —dijo—. Esto le hará dormir; cuando despierte, el dolor será mucho menor.
Resultaba una verdadera tortura abrir los labios, pero bebió el té de hierbas caliente. La voz del médico se fue alejando.
Cuando despertó, se hallaba solo en la habitación. El dolor se había concentrado ahora en los ojos y la nariz. De la ventana le llegaba claridad.
Hizo a un lado las mantas, se bajó de la cama, trastabilló y se apoyó en el tocador para sostenerse. Luego, armándose de valor, se miró al espejo. Una vez más tuvo que agarrarse con fuerza para no desmayarse, porque apenas podía reconocerse. Ambos ojos estaban muy hinchados.
No podría saber todas las consecuencias del golpe de Torrigiani hasta que hubiese desaparecido la hinchazón. Pasarían semanas, quizá meses, antes de que le fuera posible ver de qué modo su amigo de otra época había conseguido, a la inversa, la modificación de sus facciones deseada hacía tanto tiempo.
Temblando por la fiebre, se arrastró a gatas hasta la cama y se tapó por completo con las mantas, como si quisiera borrar de su vista el mundo y la realidad. Se sentía vencido. Su orgullo le había llevado al estado de derrota en que se hallaba ahora.
Oyó que alguien abría la puerta. Se quedó inmóvil, pues no deseaba ver a nadie. Una mano lo destapó y entreabrió los ojos. Inclinada sobre él se hallaba Contessina.
—¡Miguel Ángel mío! —murmuró la joven.
—¡Contessina!
—¡Siento terriblemente lo que le ha ocurrido!
—¡Más lo siento yo!
—Torrigiani ha conseguido escapar, pero mi padre jura que lo capturará.
Movió dolorosamente la cabeza en la almohada.
—De nada serviría. Me culpo a mí mismo. Yo provoqué su ira, fui más allá de lo que él podía resistir.
—Sí, pero él fue quien empezó. Estamos enterados de todo.
Miguel Ángel sintió que sus ojos se llenaban de cálidas lágrimas al obligarse a sí mismo a pronunciar las palabras más crueles que podían salir de sus labios:
—Soy feo… ¡Muy feo!
El rostro de Contessina estaba muy cerca del suyo cuando él dijo aquello. Sin moverse, ella posó los labios suavemente sobre el hinchado y desfigurado puente de la nariz. Y aquella caricia ligeramente húmeda, cálida, le pareció un bálsamo.
Pasaron los días. No se atrevía a salir del palacio, aunque la hinchazón continuaba desapareciendo y el dolor era mucho menor. Su padre se enteró de la noticia y fue a comprobar la gravedad del daño. Ludovico estaba preocupado, pues temía que los florines no le fueran entregados a su hijo mientras continuaba confinado en su habitación.
—¿Te dejarán de pagar mientras sigas en cama? —preguntó, ansioso.
Miguel Ángel se enfureció.
—No es un salario —dijo—. Y no se me dejará de pagar porque no trabaje. Pero tal vez crean que mientras esté en cama no necesite el dinero.
Ludovico se lamentó.
—¡Ya me imaginaba yo eso! —y se fue.
Lorenzo iba a verlo unos minutos todas las tardes. Le llevaba algún camafeo nuevo o una moneda antigua para analizarlos con él.
Il Cardiere
estuvo también en la habitación para ponerle al corriente con sus cantos de todo cuanto ocurría en Florencia, incluso el incidente entre él y Torrigiani. Landino fue a leerle trozos de Dante; Pico, para mostrarle algunos nuevos descubrimientos de tallas egipcias en piedra que indicaban que los griegos habían aprendido a esculpir de los egipcios. Contessina iba con su nodriza a pasar con él la última hora antes del anochecer. Y hasta Giovanni y Giulio le visitaron un momento. Piero le envió sus condolencias.
Jacopo y Tedesco fueron hasta su lecho para asegurarle que si le echaban la vista encima a Torrigiani en las calles de Florencia, lo apedrearían. Granacci permaneció muchas horas junto a él. Le llevaba carpetas de dibujos y materiales para sus bosquejos. El médico hurgó en su nariz con unos palos delgados y finalmente le aseguró que llegaría a respirar, al menos por una de las ventanas de la nariz.
—Torrigiani —le dijo para consolarlo— intentó aplastar el talento de usted con su puño, para rebajarlo a su nivel.
Pero Miguel Ángel movió la cabeza negativamente:
—Granacci me lo había advertido —dijo.
—Sin embargo, es cierto: las personas que tienen envidia del talento de otros quieren destruirlo. Y ahora tiene que volver al trabajo. Lo echamos de menos en el jardín.
Miguel Ángel se contempló en el espejo que había en el tocador. El puente de la nariz estaba hundido, y así quedaría para siempre. En su centro había un bulto y la nariz estaba torcida, por lo cual había desaparecido toda la simetría que hubiera tenido antes. Hizo un gesto de horror.
Se sentía dominado por una enorme desesperación. Ahora ya sería, para siempre, el escultor feo que intentaba crear imágenes hermosas.
Desapareció la hinchazón y, con ella, la decoloración de la piel. Pero todavía no podía presentarse ante el mundo con aquella forma cambiada, mutilada. Como no podía hacer frente a Florencia a la luz del día, decidió salir de noche y caminar por las calles para desahogar sus energías encadenadas. ¡Qué distinta le parecía la ciudad, encendidas en los palacios las lámparas de aceite, y qué tamaño descomunal tenían los edificios a la luz de las estrellas!
Un día, llegó Poliziano a su habitación y dijo:
—¿Puedo sentarme, Miguel Ángel? Acabo de poner fin a mi traducción de las Metamorfosis de Ovidio al italiano. Mientras traducía el cuento de Néstor sobre los centauros, se me ocurrió que usted podría esculpir una hermosa pieza de la batalla entre los centauros y los tesalienses.
Miguel Ángel, sentado en el lecho, contempló fijamente a su interlocutor y comparó la fealdad de ambos. Poliziano estaba inclinado hacia adelante en su silla. Sus ojos vidriosos y su cabellera negra se le antojaron al muchacho tan húmedos como sus labios, repulsivamente carnales. No obstante, a pesar de su horrible fealdad, el rostro del sabio estaba iluminado por una luz interior al hablar de Ovidio y su poética narración de los cuentos griegos.
Miguel Ángel dirigió la mirada hacia el estante donde estaba el modelo utilizado por Bertoldo para su Batalla de los romanos y bárbaros. Poliziano miró también.
—No, no —dijo—. Esa batalla de Bertoldo es una copia del sarcófago existente en Pisa. En realidad, una reproducción. La de usted sería original.
Bertoldo reaccionó furiosamente:
—¡Eso es mentira! ¡Te llevaré a Pisa para que lo compruebes! ¡Mañana mismo! Verás que en el centro del sarcófago no hay una sola figura parecida. Tuve que recrearlas todas, e introduje temas completamente nuevos, como, por ejemplo, el guerrero a caballo…
Poliziano entregó su manuscrito a Miguel Ángel.
—Léalo a su comodidad —dijo—. Pensé que podría esculpir las escenas conforme yo las fuese traduciendo. ¡No podría encontrar un tema de más fuerza!
Bertoldo ordenó aquella noche que les preparasen caballos para el día siguiente. Al amanecer, él y Miguel Ángel cabalgaban por la orilla del Arno hacia el mar, hasta que la cúpula y el campanario inclinado de Pisa se recortaron contra el fondo del cielo azul. El maestro llevó al muchacho directamente al camposanto, un espacio rectangular rodeado por un muro cuya construcción había comenzado en 1278. Sus galerías estaban llenas de tumbas: unas seiscientas, entre las cuales se veían numerosos sarcófagos antiguos. Bertoldo se dirigió al de la batalla romana y, ansioso de merecer una buena opinión de su discípulo, le explicó detalladamente las diferencias entre aquel sarcófago y su pieza referente a la batalla. Cuanto más iba señalando las diferencias, más veía Miguel Ángel las similitudes entre las dos esculturas. Y murmuró para tranquilizarlo:
—Usted me ha dicho que hasta en el arte tenemos que contar con un padre y una madre. Nicola Pisano, al iniciar la escultura moderna en este lugar pudo hacerlo porque vio estos sarcófagos romanos que habían permanecido ocultos por espacio de mil años.
Aplacado. Bertoldo llevó a su discípulo a una hostería tras una tienda de comestibles. Ambos comieron atún y judías verdes, y mientras el anciano dormía una siesta de un par de horas, Miguel Ángel regresó al Duomo y de allí se fue al Baptisterio, gran parte del cual había sido diseñado por Nicola y Giovanni Pisano. Allí estaba la obra maestra de Nicola: un púlpito de mármol con cinco altorrelieves.
Nuevamente fuera, miró el campanario, que se inclinaba recortado contra el cielo brillante de Pisa, y pensó: «
Bertoldo tenía razón, pero solamente en parte. No es suficiente con ser arquitecto y escultor, hay que ser también ingeniero
».
Cabalgando de regreso a Florencia, comenzó a ver escenas en su mente: luchas entre hombres, rescates de mujeres, heridos y moribundos. Una vez de vuelta en el palacio y cuando Bertoldo ya dormía, encendió una lámpara y comenzó a leer la traducción de Poliziano.
Había leído sólo unas cuantas páginas, cuando se preguntó: «
Pero ¿cómo podría uno esculpir esta leyenda? Sería necesario un bloque de mármol del tamaño de uno de los frescos de Ghirlandaio
». Tampoco podía el escultor reproducir todas las armas utilizadas en la batalla mitológica: antorchas, lanzas, jabalinas, troncos de árbol. El mármol quedaría convertido en un verdadero caos.