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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (17 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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El padre pidió silencio y preguntó:

—¿Cómo te tratan los Medici?

—Muy bien.

Ludovico meditó un instante y luego miró las tres brillantes monedas que seguían sobre la mesa.

—¿Qué es esto? ¿Un regalo? ¿Un salario? —preguntó.

—Me darán tres florines todas las semanas.

—¿Qué te dijeron cuando te dieron el dinero?

—Nada; me lo dejaron sobre el tocador. Cuando le pregunté a Bertoldo me dijo que era el sueldo semanal.

El tío Francesco no pudo contener su júbilo:

—¡Espléndido! —exclamó—. Con ese dinero podremos alquilar un quiosco. Miguel Ángel, tú serás socio y compartirás los beneficios…

—Los regalos son siempre caprichos —sentenció Ludovico, ceñudo—. A lo mejor la semana próxima no encuentras nada…

Miguel Ángel pensó que su padre iba a arrojarle las monedas a la cara. Él las había llevado a su casa porque lo consideraba su obligación…, a pesar de que también en aquella decisión se mezclaba un poco de fanfarronería. Y mientras pensaba eso, Ludovico agregó:

—Piensa en cuántos millones de florines deben de tener los Medici si pueden darle a un estudiante de quince años tres a la semana. —Luego, con un rápido movimiento de la mano, echó las monedas al cajón superior de la mesa.

Lucrezia aprovechó aquel instante para llamar a todos a la mesa. Después de la cena, la familia volvió a reunirse en la sala. Leonardo, silencioso durante la primera parte de la conversación, se plantó de pronto ante Miguel Ángel para proclamar con voz pontifical:

—¡El arte es un vicio!

—¿Que el arte es un vicio? —exclamó Miguel Ángel, asombrado—. ¿Cómo? ¿Por qué?

—Porque es una concentración del ansia de crear del artista, en lugar de una contemplación de las glorias de lo que Dios ha creado.

—Pero, Leonardo, nuestras iglesias están llenas de obras de arte.

—Hemos sido engañados y conducidos al mal camino por el demonio. Una iglesia no es una barraca de feria. La gente debe ir allí a orar de rodillas, no a ver las pinturas de las paredes ni las esculturas.

—Entonces, en tu mundo, ¿no hay lugar alguno para el escultor?

Leonardo entrelazó sus manos y alzó los ojos hacia el techo:

—Mi mundo —respondió— es el otro mundo, donde todos estaremos sentados a la diestra de Dios padre.

Ludovico abandonó su asiento y exclamó:

—¡Bueno! ¡Ahora tengo dos fanáticos en la familia!

Se fue a dormir su siesta, seguido por los demás. Sólo
Monna
Alessandra se quedó, sentada silenciosamente en un rincón. Miguel Ángel deseaba irse también. Se sentía cansado. Pero Leonardo no le dejó, y se lanzó a un ataque frontal contra Lorenzo y la Academia Platón, acusándolo de paganismo, ateísmo y de ser enemigo de Dios y de la Iglesia, un verdadero anticristo.

—Te aseguro, Leonardo —dijo Miguel Ángel mientras intentaba aplacar a su hermano—, que no he oído una sola palabra sacrílega o irreverente contra la religión propiamente dicha. Únicamente contra los abusos. Lorenzo es un reformador que sólo desea limpiar la Iglesia.

—¡Limpiar! ¡Ésa es una palabra que emplean los infieles cuando lo que realmente quieren decir es destruir! ¡Un ataque contra la Iglesia es un ataque contra el cristianismo!

Profundamente indignado ya, Leonardo acusó a Lorenzo de Medici de ser un hombre carnal, depravado, que salía de su palacio a media noche para irse con sus amigotes a organizar orgías en las cuales se bebía sin freno y eran seducidas jóvenes mujeres.

—De esas acusaciones no sé nada —dijo Miguel Ángel—. Pero Lorenzo es viudo y tiene derecho al amor.

—Un adulador como tú es incapaz de comprender que Lorenzo es un tirano —prosiguió Leonardo—. ¡Ha destruido la libertad de Florencia! ¡Ha hecho que las cosas resulten fáciles para la gente! Les da a todos pan y circo… La única razón por la que no se ha proclamado rey y colocado una corona en la cabeza es porque tiene demasiada astucia; le gusta trabajar entre telones, controlando todos los sentimientos, mientras los toscanos son reducidos a la esclavitud…

Antes que Miguel Ángel pudiera responder.
Monna
Alessandra dijo:

—Lorenzo de Medici nos está apaciguando. ¡Nos ha evitado una guerra civil! Durante años nos hemos estado destruyendo unos a otros, familia contra familia, barrio contra barrio, llenas de sangre las calles. Ahora somos un pueblo unificado. ¡Y sólo Lorenzo de Medici es capaz de impedir que nos arrojemos unos contra otros salvajemente!

Leonardo no respondió a su abuela. Se inclinó hacia Miguel Ángel y le dijo:

—Deseo hablar unas últimas palabras contigo. Esta es mi despedida. Esta noche abandono la casa para unirme a Girolamo Savonarola en San Marco.

—¡Ah! ¿Savonarola? Lorenzo le ha invitado a venir. Yo estaba en el
studiolo
cuando Pico della Mirandola lo sugirió, y Lorenzo accedió a escribir a Lombardia.

—¡Esa es una mentira muy Medici! ¿Por qué habría de llamarlo Lorenzo cuando Savonarola tiene toda la intención de destruir a los Medici? Yo parto de esta casa como Savonarola partió de la casa de su familia en Ferrara: con sólo una camisa en el cuerpo. Para siempre. Oraré por ti sobre el suelo de piedra de mi celda hasta que no quede piel en mis rodillas y mane de ellas la sangre. Es posible que en esa sangre puedas redimirte.

Miguel Ángel comprendió, al ver los ojos alucinados de su hermano, que era inútil toda respuesta. Movió la cabeza en un gesto de desesperación y pensó: «
Papá tiene razón. ¿Cómo ha podido engendrar dos fanáticos en una sola generación esta familia sana, sensata, de cambistas de dinero, esta familia Buonarroti que durante doscientos años no ha tenido en su seno más que conformistas?
».

Luego murmuró a Leonardo:

—No estaremos demasiado separados. Sólo unos metros, a través de la Piazza San Marco. Si te asomas a una ventana de tu monasterio, podrás oír mis martillazos sobre el mármol en el jardín de escultura.

V

La semana siguiente cuando volvió a encontrar los tres florines de oro en el tocador, Miguel Ángel decidió no llevarlos a su casa. Fue a buscar a Contessina y la encontró en la biblioteca.

—Tengo que comprar un regalo —dijo.

—¿Para una dama?

—Para una mujer.

—¿Una joya?

—No. Es la madre de mis amigos los canteros de Settignano.

—¿Qué le parece un mantel bordado?

—Ya tienen un mantel.

—¿Tiene muchos vestidos?

—El que usó para su boda.

—Entonces, ¿un vestido negro para ir a misa?

—¡Excelente!

—¿Cómo es la mujer? Me refiero a sus medidas.

Él pareció confundido.

—Dibújemela.

Miguel Ángel sonrió.

—Con la pluma en la mano, lo sé todo, hasta las medidas de una mujer.

—Le diré a mi ama de cría que me lleve a la tienda para comprar unos metros de tela negra de lana. Mi costurera hará el vestido de acuerdo con su dibujo.

—¡Es muy bondadosa, Contessina!

Miguel Ángel se fue al mercado abierto de la Piazza Santo Spirito y compró regalos para los demás Topolino. Luego arregló con uno de los lacayos del sótano del palacio que pidiera prestado un caballo y aparejos. El domingo por la mañana, después de oír misa en la capilla del palacio, preparó una bolsa y partió para Settignano. Al principio pensó cambiar sus ropas por las viejas de trabajo para que los Topolino no creyesen que intentaba darse importancia, pero enseguida comprendió que sería una afectación.

La familia de canteros estaba sentada en la terraza que miraba sobre el valle y la casa de Buonarroti en la colina de enfrente, gozando de su tiempo semanal de ocio después de regresar de la misa en la iglesia de la pequeña aldea. Se sorprendieron tanto al verlo cabalgar por el camino hacia la casa que hasta se olvidaron de saludarle. También Miguel Ángel llegó en silencio. Desmontó y ató el caballo blanco a un árbol, tomó la bolsa y vació su contenido encima de la mesa, sin decir una palabra. Después de unos instantes de silencio, el padre le preguntó qué eran aquellos paquetes.

—Regalos —dijo.

—¿Regalos? —el padre miró a sus tres hijos por turno, ya que, salvo a los niños, los toscanos no hacen regalos.

—Durante cuatro años —dijo Miguel Ángel, emocionado— he comido el pan y bebido el vino de ustedes.

—Que te ganaste cortando piedra para nosotros —replicó el padre, muy serio.

—Mi primer dinero lo he llevado a casa, para los Buonarroti. Hoy les toca a los Topolino. Es mi segunda paga.

—¡Entonces te han hecho un encargo! —exclamó el abuelo.

—No. Lorenzo de Medici me da ese dinero todas las semanas para que lo gaste en lo que se me ocurra.

—Si tienes comida, cama y mármol que esculpir, ¿qué se te puede ocurrir?

—Algo que me proporcione placer.

—¿Placer? —La familia pareció meditar aquellas palabras, como si fueran una fruta desconocida para ellos—. ¿Qué clase de placer?

Ahora le tocó a Miguel Ángel meditar. Al cabo de unos segundos respondió:

—Entre otras cosas —dijo—, traerles cosas a mis amigos.

Lentamente, en medio de un gran silencio, comenzó a repartir los regalos.

—Para mi madre, un vestido negro para ir a misa. Para Bruno, un cinturón de cuero con hebilla de plata. Para Gilberto, una camisa amarilla y unas calzas. A
nonno
, el abuelo, una bufanda de lana para el invierno. Para papá Topolino, unas botas altas para trabajar en la caverna de Maiano. Enrico, me dijiste que cuando crecieras llevarías un anillo de oro. ¡
Eccolo
!

Durante un largo rato, se quedaron mirándolo, mudos. Luego, la madre entró en la casa para probarse el vestido; el padre se calzó las botas; Bruno se ciñó el cinturón; Gilberto se puso la camisa amarilla; el abuelo se enrollaba y desenrollaba la bufanda al cuello; Enrico montó en el caballo y se quedó inmóvil, contemplando su anillo.

Miguel Ángel se dio cuenta de que había otro paquete en la mesa. Perplejo, lo abrió y sacó un mantel de hilo. Recordó que Contessina le había dicho: «
¿Qué le parece un mantel bordado?
». La hija de Lorenzo había incluido aquel regalo en la bolsa como obsequio propio. Se sonrojó. ¡Dios mío! ¿Cómo podía explicarlo? Puso el mantel en manos de la señora Topolino.

—Y éste es un regalo de Contessina de Medici, para usted.

—¿Contessina de Medici? ¿Cómo es posible que ella me haya enviado esto? ¡Si no me conoce, ni sabe que existo!

—Sí, lo sabe. Yo le he hablado de los Topolino. Su costurera cosió este vestido.

El
nonno
se emocionó.

—¡Es un milagro! —dijo.

Y Miguel Ángel pensó: «
Amén. Es cierto
».

VI

Cada uno de los cuatro
platonistas
tenía su propia silla en la campiña de los alrededores de Florencia. Concurrían varias veces por semana para conversar y trabajar en el
studiolo
de Lorenzo. Y éste parecía ansioso de que Miguel Ángel aprovechase aquellas oportunidades, por lo cual el muchacho iba allí asiduamente.

Los
platonistas
intentaron interesarlo en el latín y el griego. Para ello prepararon cuadros comparativos de la caligrafía de los dos idiomas y le demostraron que la misma era un dibujo de carácter similar a los dibujos de figuras que él ejecutaba. Miguel Ángel tomó aquellos manuscritos y los llevó a su habitación estudiándolos durante horas enteras pero aprendió muy poco.

—¡No puedo retener nada! —se quejó a Bertoldo.

Le enseñaron a leer en voz alta poesías en el
volgare
: Dante, Petrarca, Horacio, Virgilio. Aquello le agradaba, sobre todo las discusiones que seguían a su lectura de La Divina Comedia, con la interpretación de su filosofía. Los
platonistas
le felicitaban por su creciente claridad de dicción, y luego llamaron a Girolamo Benivieni, a quien describieron como «
el más ferviente defensor de la poesía en volgare
», para que enseñase al muchacho a escribir sus propios versos. Cuando alegó que lo que él deseaba era ser escultor, no poeta, Pico le dijo:

—La estructura de un soneto es tan rígida como la estructura de un relieve en mármol. Cuando Benivieni le enseñe a escribir sonetos, adiestrará su mente en las reglas de la lógica y composición del pensamiento. ¡Tiene que aprovechar su talento, para imitarlo!

Landino le aseguró:

—No trataremos de debilitar su brazo para esculpir, reemplazando el martillo y el cincel con la pluma y la tinta.

Y Poliziano intervino para decir:

—No tiene que abandonar los estudios, y sobre todo el de la poesía. Debe continuar la lectura en voz alta. Para ser un artista completo, no es suficiente ser pintor, escultor o arquitecto. Tiene que ser también poeta, si pretende alcanzar la plenitud de la expresión.

—¡Es inútil! ¡No adelanto nada! —se lamentó una noche a Benivieni.

El maestro de poesía, que era también un destacado músico, tomó a la ligera aquella desesperación del muchacho, cantó una alegre composición propia y luego respondió:

—Mis primeros intentos no fueron mejores que los suyos; es más, fueron peores. Creerá que es un pésimo poeta hasta que llegue el día que necesite expresar algo. Entonces, tendrá en sus manos las herramientas de la poesía: el metro y la rima, así como tiene el martillo y el cincel en su banco de trabajo.

En las fiestas religiosas, cuando Lorenzo hacía cerrar el jardín, Miguel Ángel salía a caballo y se iba a la quinta de Landino, en la colina de Casentino, que le había sido concedida por la República Florentina por sus comentarios sobre el Dante; a la villa de Ficino, en Careggi, un castillo con murallas almenadas y galerías cubiertas; al Roble, de Pico, o a Villa Diana, de Poliziano, ambas en las laderas de Fiesole. En Villa Diana se acomodaban en un pabellón del jardín, como aquél donde los personajes del Decamerón, de Boccaccio, relataban sus historias, y escuchaban a Poliziano leer su último poema.

Una idea comenzaba a tomar forma en el cerebro de Miguel Ángel: también él tendría algún día una casa como Villa Diana, con un taller de escultura y un estipendio anual recibido de Lorenzo, que le permitiría comprar mármoles de Carrara para esculpir grandes estatuas. ¿Existía alguna razón para que no se le tratase así? No tenía prisa, pero cuando Lorenzo le diese aquella casa le agradaría que estuviera ubicada en Settignano, entre los canteros.

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