Sangallo acercó una silla y se sentó frente a Miguel Ángel, tan cerca que las rodillas de ambos se tocaban. El arquitecto estaba evidentemente excitado.
—Se trata de una tumba —dijo—. La Tumba… ¡La Tumba del Mundo!
—¿Una tumba? ¡Oh, no! —gimió Miguel Ángel.
—No me ha comprendido. Esta tumba será mucho más importante que los mausoleos de Augusto y Adriano…
—¡Augusto!… ¡Adriano!… Pero ¡esos son gigantescos!
—Como lo será el suyo. No de tamaño, sino por su escultura. El Santo Padre desea que esculpa tantas figuras de mármol como le sea a usted posible concebir: ¡diez, veinte, treinta! Será el primer escultor que tenga tantas figuras suyas en el mismo lugar desde que Fidias hizo el friso del Partenón. ¡Fíjese, Miguel Ángel! ¡Treinta Davides en una sola tumba! Jamás se le ha presentado una oportunidad semejante a maestro escultor alguno. Este encargo lo convierte en el primer estatuario del mundo.
—¡Treinta Davides! ¿Y para qué quiere el Papa tantos Davides? —preguntó Miguel Ángel ingenuamente.
—No me extraña que no comprenda. Yo tampoco lo comprendí al principio, mientras veía cómo se desarrollaba el proyecto en la mente del Santo Padre. Lo que he querido decir ha sido treinta estatuas del tamaño de su David.
—¿De quién ha sido la idea de esa tumba?
Sangallo vaciló un momento antes de contestar:
—La concebimos juntos. Un día, el Papa estaba hablando de tumbas antiguas y yo aproveché la oportunidad para sugerir que la suya debía ser la más grandiosa que hubiera visto el mundo. Él opinó que las tumbas debían construirse después de la muerte del Papa, pero lo convencí de que únicamente utilizando su propio y sensato juicio podría estar seguro de tener el monumento que se merecía. El Santo Padre comprendió mi razonamiento de inmediato… Y ahora, perdóneme, tengo que correr al Vaticano.
Miguel Ángel se dirigió a la residencia de Jacopo Galli. La casa parecía extrañamente silenciosa. Cuando la señora Galli entró en la sala a la que lo había conducido un sirviente, vio que estaba pálida y algo envejecida.
—¿Qué ha sucedido, señora? —preguntó con temor.
—¡Jacopo está gravemente enfermo! El invierno pasado se acatarró y ahora tiene los pulmones afectados. El doctor Lippi ha traído a varios de sus colegas, pero no pueden hacer nada para mejorarlo.
Miguel Ángel sintió una gran angustia.
—¿Podría verlo, señora? Le traigo muy buenas noticias…
—Eso lo animará, seguramente, pero debo advertirle una cosa: no demuestre compasión ni mencione en ningún momento su enfermedad. Háblele solamente de escultura.
Jacopo Galli estaba tendido bajo gruesas mantas. Su cuerpo apenas abultaba. El rostro aparecía macilento, hundidos los ojos. Sin embargo, se animaron de alegría al ver a Miguel Ángel.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Miguel Ángel! ¡Qué placer verlo otra vez! ¡He oído cosas maravillosas de su David!
Miguel Ángel bajó la cabeza, emocionado, a la vez que enrojecía.
—Si está en Roma —agregó Jacopo—, eso sólo puede significar que tiene algún encargo importante. ¿Del Papa?
—Sí. Giuliano da Sangallo me lo ha conseguido.
—¿Y qué va a esculpir para Su Santidad?
—Una tumba monumental, con profusión de mármoles.
Galli lo miró con ojos risueños.
—Después de la figura de David, que ha creado un nuevo concepto en la escultura, ¡una tumba! —dijo—. Y la va a realizar el hombre que más odia las tumbas en toda Italia…
—Es que ésta será distinta: una tumba que contendrá todas las esculturas que yo pueda concebir.
—¡Que serán muchas, claro! —rió penosamente Galli.
—¿Sabe si Su Santidad es un hombre bueno para trabajar con él? Fue él quien encargó los frescos de la Capilla Sixtina…
—Sí, se puede trabajar para él, siempre que no acentúe demasiado lo espiritual y no lo irrite. Tiene un genio insoportable.
Galli se dejó caer sobre las almohadas.
—Recuerde, Miguel Ángel —añadió—, que todavía soy su administrador en Roma. Tiene que permitirme que redacte su contrato con el Papa, para que sea como debe ser…
—No haré nada sin usted.
Aquella noche tuvo lugar una gran reunión en casa de Sangallo: altos prelados, acaudalados banqueros y comerciantes y muchos otros miembros de la colonia florentina. Balducci abrazó a Miguel Ángel con un grito de júbilo y concertó una cena en la Trattoria Toscana. El palacio estaba refulgente, con sus centenares de velas en altos candelabros. Servidores uniformados circulaban entre los invitados con alimentos y vinos. Los Sangallo estaban rodeados de admiradores; aquél era el éxito que tantos años había esperado Giuliano. Hasta Bramante estaba presente. No había envejecido nada en los cinco años pasados. Parecía haber olvidado su discusión en el patio del palacio del cardenal Riario. Si estaba decepcionado por el golpe de suerte que acababa de convertir a Sangallo en el arquitecto de Roma, no lo demostraba.
Al partir el último invitado, Sangallo explicó:
—Esto no ha sido una fiesta, sino la visita de nuestros amigos. Sucede todas las noches. Los tiempos han cambiado, ¿eh?
Aunque Julio II no podía ni siquiera oír que se mencionase el apellido Borgia, se vio obligado a ocupar las habitaciones de Alejandro VI porque las suyas no estaban preparadas todavía. Cuando Sangallo llevó a Miguel Ángel por el gran vestíbulo de la residencia de Borgia, éste tuvo tiempo para contemplar los techos dorados, los tapices, las cortinas de seda y las alfombras orientales, los murales de Pinturicchio, integrados por jardines y paisajes, y el trono, rodeado de banquetas y almohadones de terciopelo.
Sentado en un alto trono con respaldo púrpura estaba Julio II y, a su alrededor, el secretario privado, Sigismondo de Conti, dos maestros de ceremonias, Paris de Grassis y Johannes Burchard, varios cardenales y obispos y otros caballeros que parecían ser embajadores. Todos ellos esperaban turno para unas palabras en privado con el Papa.
Miguel Ángel vio ante él al primer Pontífice que llevaba barba. Era un hombre delgado, como consecuencia de su vida austera, otrora agraciado, pero ahora con el rostro surcado por profundas arrugas. En su barba se veían algunos hilos de plata. Lo que más impresionó a Miguel Ángel fue la enorme energía, lo que Sangallo había descrito como «
fiera impetuosidad
».
Julio II alzó la cabeza, los vio detenidos junto a la puerta y los llamó con un ademán.
Sangallo se arrodilló y besó el anillo papal; luego presentó a Miguel Ángel, que hizo lo mismo.
—He visto su Piedad en San Pedro —dijo el Papa—. Allí es donde deseo que se levante mi tumba.
—¿Podría Su Santidad especificarme en qué lugar de San Pedro? —preguntó Miguel Ángel.
—¡En el centro! —respondió Julio II fríamente.
Miguel Ángel se dio cuenta de que había hecho una pregunta inconveniente. El Papa era, al parecer, un hombre brusco, y eso le agradó.
—Estudiaré la basílica —dijo—. ¿Desearíais, Santo Padre, exponerme cuáles son vuestros deseos para esa tumba?
—Eso es cosa vuestra: proporcionarme lo que yo deseo.
—Y así lo haré, pero debo construir sobre la base de los deseos de Su Santidad.
La respuesta agradó a Julio II, que comenzó a hablar con su bien timbrada voz, exponiendo sus planes, ideas, datos históricos. Miguel Ángel lo escuchó atentamente. Y de pronto, el Pontífice lo aterró.
—Deseo que diseñe un friso de bronce que abarque los cuatro lados de la tumba —dijo—. El bronce es el mejor medio para relatar historias. Por medio de él puede relatar los episodios más importantes de mi vida.
Cuando se hubo ido el último de los aprendices, Miguel Ángel se sentó en una silla ante la mesa de dibujo, en la sala de música de Sangallo, convertida en taller. La casa estaba tranquila. Sangallo extendió unas hojas de papel del tamaño de las que ambos usaban siete años antes para dibujar los monumentos romanos.
—Dígame si estoy equivocado —dijo Miguel Ángel—. El Papa desea que la tumba sugiera que él ha glorificado y solidificado la Iglesia…
—Si, y que ha devuelto a Roma el arte, la poesía y el estudio. Aquí tiene mis cuadernos de bocetos sobre las tumbas antiguas y clásicas. Ésta es una de las primeras, construida para Mausolo, rey de Caria, en el año 360 antes de Cristo. Y aquí están mis dibujos de los sepulcros de Augusto y Adriano, según los describen los historiadores.
Miguel Ángel estudió atentamente los dibujos.
—Sangallo —dijo—, en estos bocetos la escultura se utiliza para decorar la arquitectura, para ornamentar una fachada. Mi tumba utilizará la estructura arquitectónica simplemente para servir de base a mis esculturas.
—Primero, diseñe una estructura sólida, o sus mármoles se caerán.
Sangallo se disculpó. Miguel Ángel quedó solo para proseguir el estudio de aquellos numerosos bocetos. Haría una tumba más pequeña y diseñaría las esculturas más grandes, para que empequeñecieran la arquitectura.
Amanecía ya cuando abandonó sus lápices y carboncillos. Se retiró al dormitorio contiguo al de Francesco, el hijo de Sangallo, y se acostó.
Durmió un par de horas y despertó refrescado. Se dirigió a San Pedro y fue a la capilla de los reyes de Francia, para ver su Piedad. El mármol parecía vivo, lleno de fuerza. Al pasar sus dedos sobre las dos figuras acudieron a su mente fragmentos de recuerdos. ¡Cómo había trabajado para lograr aquello!
Penetró en la basílica principal y contempló el altar del centro, bajo el cual se veía la tumba de San Pedro. Allí era donde el Papa quería que se levantase su sepulcro. Luego recorrió el antiguo edificio de ladrillo, con su centenar de columnas de mármol y granito que formaban cinco naves. Se preguntó en qué lugar de la nave central, que tenía un ancho tres veces mayor que las otras, habría un espacio para la tumba de Julio II, que habría de unirse a las otras noventa y dos de los papas allí sepultados. Y después, se fue al palacio del cardenal Giovanni de Medici, que estaba cerca del Panteón.
El cardenal se alegró sinceramente de ver a Miguel Ángel y le pidió detalles de su David. Giuliano entró en la habitación. Era ya todo un hombre, tan agraciado como los retratos que Miguel Ángel había visto del hermano de Lorenzo, cuyo nombre llevaba. Y por primera vez en el recuerdo de Miguel Ángel, el primo Giulio lo saludó sin hostilidad.
—¿Cuento con el permiso de Su Gracia para hablarle de un asunto delicado? —preguntó Miguel Ángel.
Al cardenal Giovanni no le agradaban los asuntos delicados, porque generalmente eran dolorosos.
—Se trata de Contessina —añadió Miguel Ángel—. Está sufriendo la pobreza de la pequeña casa en que vive. ¡Y casi nadie se atreve a visitarla!
—Le estamos enviando dinero —dijo el cardenal.
—Si fuera posible, Su Gracia, traerla a Roma… al lugar que le corresponde por su cuna.
—Me conmueve su lealtad hacia nuestra casa, Miguel Ángel. Puede estar seguro de que ya he pensado en eso…
—No debemos ofender al Consejo florentino —dijo el primo Giulio—. Ahora estamos reconquistando la amistad de Florencia. Si hemos de tener esperanzas de que se nos devuelvan el palacio y las demás posesiones de los Medici…
El cardenal lo interrumpió con un pequeño ademán.
—Todo eso se hará a su debido tiempo —dijo—. Muchas gracias por haberme visitado, Miguel Ángel. Venga cuantas veces le sea posible.
Giuliano lo acompañó hasta la puerta, y no bien estuvieron solos le cogió cariñosamente de un brazo.
—¡Qué placer verle de nuevo, Miguel Ángel! —exclamó—. ¡Y me agradó muchísimo oírle interceder en favor de mi hermana! ¡No sabe cómo deseo que todos estemos juntos otra vez!
Miguel Ángel alquiló una casa que daba al Tíber y al castillo Sant'Ángelo, donde podría gozar de tranquilidad y aislamiento, lo que era imposible en el palacio de Sangallo.
¿Qué clase de monumento podría diseñar para Julio II?, se preguntó. ¿Qué deseaba esculpir? ¿Cuántas figuras grandes podría colocar en él? ¿Cuántas pequeñas? ¿Y las alegorías?
La tumba propiamente dicha no le absorbió mucho tiempo: sería de diez metros ochenta de longitud, seis noventa de ancho, nueve metros de alto; el piso bajo, de tres noventa, el segundo piso, de dos metros setenta, y en él irían las gigantescas figuras. El último piso, tendría dos metros diez.
Mientras leía la Biblia que le había prestado Sangallo, encontró una figura muy distinta al David, pero que constituía también un pináculo de las realizaciones humanas y representaba un modelo para el hombre: Moisés, que simbolizaba la madurez humana, así como David había representado la juventud del hombre. Moisés, el conductor de su pueblo, el legislador, que había logrado convertir el caos en orden y la anarquía en disciplina, a pesar de que él, personalmente, era imperfecto, capaz de iras y debilidades. Era una figura merecedora de amor, no un santo, pero sí un hombre a quien había que amar.
Moisés ocuparía una esquina del segundo piso. Para la esquina opuesta pensó en el apóstol San Pablo, sobre quien había leído bastante cuando estaba esculpiendo el santo para el altar del cardenal Piccolomini. Pablo, nacido judío, había sido un hombre culto, ciudadano romano, estudioso de la cultura griega y amante de las leyes. Dedicó su vida a llevar el mensaje del cristianismo a Grecia y Asia Menor, estableciendo los cimientos de una Iglesia tan extendida como el Imperio Romano. Esas dos figuras dominarían la tumba. Para las otras esquinas encontraría otras figuras igualmente interesantes: ocho en total, macizas de volumen, de dos metros cuarenta de altura, a pesar de estar sentadas.
Puesto que todas aquellas figuras debían estar vestidas, se consideró en libertad para esculpir numerosos desnudos en el plano principal: cuatro cautivos en cada lado de la tumba, cuyas cabezas y hombros sobresaldrían por encima de las columnas a las que estarían atados; dieciséis figuras de todas las edades, sorprendidas en la angustia de los capturados. Su emoción fue acrecentándose. También incluiría figuras de vencedores. Julio II le había pedido un friso de bronce y Miguel Ángel se lo esculpiría, pero sería tan sólo una estrecha banda, la parte más insignificante de la estructura. El verdadero friso estaría integrado por aquella banda de desnudos magníficos que se extendería por los cuatro lados de la tumba.
Durante varias semanas trabajó con una enorme fiebre de entusiasmo, y por fin llevó su carpeta de dibujos a Sangallo.