La agonía y el éxtasis (62 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: La agonía y el éxtasis
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—¡Esto convierte la pintura en un arte completamente distinto! Tendré que volver al comienzo una vez más. Ya no me es suficiente ni siquiera lo que he aprendido de Leonardo da Vinci.

Los ojos con que miró a Miguel Ángel no expresaban tanto admiración como incredulidad; su expresión traducía el pensamiento de que no era Miguel Ángel quien había actuado, sino una fuerza externa.

Preguntó si podía trasladar sus materiales del estudio de Perugino para trabajar ante el boceto. Sebastiano da Sangallo puso fin a su aprendizaje con Perugino para estudiar la forma y el movimiento de los músculos en las figuras de Los bañistas, mientras que, al mismo tiempo, escribía con entera dedicación sus teorías respecto de lo que había impulsado a Miguel a dibujar aquellas figuras en tan difíciles posiciones. Sin desearlo, Miguel Ángel se vio a la cabeza de una escuela de inteligentes aprendices jóvenes.

Hacia finales de enero, Perugino fue a ver a Miguel Ángel, impulsado por el entusiasmo de Rafael. Tenía veinticinco años más que Miguel Ángel, se había adiestrado en el taller de Verrocchio, para luego practicar y avanzar en la inmensamente difícil técnica de la perspectiva, iniciada por Paolo Uccello. Miguel Ángel lo recibió con suma cordialidad.

Perugino se detuvo ante el boceto, en silencio. Al cabo de un rato, Miguel Ángel vio que avanzaba lentamente hacia el cuadro. Su rostro se ensombreció, los ojos se tornaron vidriosos y sus labios se movían como si realizase un esfuerzo para hablar. Miguel Ángel tomó una banqueta y la puso detrás del hombre.

—Siéntese, por favor. Voy a darle un vaso de agua…

Perugino dio un puntapié a la banqueta.

—¡Detestable!

Mudo de asombro, Miguel Ángel lo miró. Perugino extendió un brazo y añadió:

—¡Dele un pincel a un animal cualquiera y haría lo mismo que ha hecho usted! ¡Nos destruirá! ¡Destruirá lo que nos ha costado toda la vida crear!

Entristecido, Miguel Ángel sólo pudo murmurar:

—Perugino, ¿porqué me ataca? ¡Yo admiro su trabajo!

—¡Mi trabajo! ¿Cómo se atreve a mencionar mi trabajo en presencia de esta… asquerosidad? En mi trabajo hay decencia, gusto, respetabilidad. Mi trabajo es pintura, lo que no es el suyo. ¡Esta obra es una muestra de libertinaje en todos sus detalles! ¡Debería ser arrojado a un calabozo para impedir que destruya el arte que hombres decentes han creado!

—¿Y yo no soy un hombre decente? ¿Por qué? ¿Porque he pintado desnudos? ¿Acaso eso es… nuevo? ¿O es porque mi pintura es nueva?

—¡No me hable de originalidad! ¡Yo he realizado tanto en ese sentido como cualquier pintor italiano!

—En efecto, ha hecho mucho, pero la pintura no empieza y termina en usted. Todo verdadero artista crea de nuevo el arte al que se dedica.

—Voy a decirle una cosa. ¡Jamás conseguirá que ni una sola figura de esta inmoralidad que ha pintado llegue a la pared del Salón de la Signoria! ¡Movilizaré a todos los artistas de Florencia…!

Salió como un ciclón, caminando con las piernas rígidas, y Miguel Ángel permaneció inmóvil, sin comprender el motivo de aquella escena. Era comprensible que a Perugino no le gustase su pintura, pero de eso a lanzar un amargo ataque personal y hablar de meterlo en un calabozo y destruir su pintura… ¡Bah! Seguramente no sería tan insensato como para ir hasta la Signoria con tan ridícula pretensión.

Se levantó, volvió la espalda al cuadro, cerró la puerta de la habitación y salió a recorrer las calles de Florencia, hasta su casa. Entró en el taller, tomó el martillo y un cincel y se puso a trabajar en el brillante mármol del medallón de Taddei. Invirtió por completo el concepto de la pieza que había esculpido para Pitti, creándola toda en sentido contrario. Esculpiría una juguetona y jubilosa escultura de madre e hijo. Esculpió a María en un plano secundario de profundidad, con el fin de que el niño dominase la escena, echado diagonalmente sobre su regazo para esquivar el pajarillo que Juan le estaba arrimando.

Había elegido un bloque profundo. Con un punzón pesado, penetró en el mármol para crear un fondo que diera la sensación del desierto de Jerusalén. Los trozos blancos volaban alrededor de su cabeza, mientras trabajaba con una
gradina
para alcanzar el efecto de plato. Los cuerpos de María y Juan formaban el borde circular, mientras Jesús se atravesaba entre ellos y los ligaba. Ninguna de las figuras estaba fijada al fondo, sino que daba la impresión de moverse con cada nuevo cambio de luz.

Se abrió la puerta y entró Rafael, que se detuvo silencioso a su lado. Era paisano de Perugino y Miguel se preguntó a qué habría ido.

—He venido a pedirle que perdone a mi amigo y maestro —dijo Rafael—. Ha sufrido una gran conmoción, y ahora está enfermo…

—Pero ¿por qué me atacó? —preguntó Miguel Ángel.

—Tal vez porque desde hace ya bastantes años Perugino se ha estado… repitiendo, imitándose a sí mismo. Lo que no he comprendido nunca es por qué cree que tiene que hacer eso, cuando es uno de los más famosos pintores de Italia. Cuando vio Las bañistas, sintió exactamente lo mismo que yo: que la de usted es una clase de pintura diferente, que tendría que empezar de nuevo. Para mí, eso fue algo así como un desafío, que me abrió los ojos a un arte mucho más emocionante de lo que yo creía cuando lo inicié. Pero yo tengo, es de suponer, mucha vida par delante, y Perugino tiene ya cincuenta y cinco años: jamás podrá comenzar de nuevo. Este trabajo suyo hace que la pintura de él parezca anticuada.

—Le agradezco que haya venido, Rafael.

—Entonces, sea generoso. Tenga la bondad de no hacerle caso. Ya ha ido a la Signoria a protestar y ha convocado una reunión especial de la Compañía del Crisol para esta noche, dejándole a usted fuera…

—¡Pero si está organizando una campaña contra mí tengo que defenderme!

—¿Necesita defensa aquí, en Florencia, donde todos los pintores jóvenes lo consideramos nuestro guía? Déjele que hable; dentro de unos días se cansará y todo quedará en nada…

—Muy bien, Rafael, me callaré.

Pero le resultaba cada día más difícil cumplir aquella promesa. Perugino había iniciado lo que equivalía a una cruzada. Su furia y energía aumentaban en lugar de disminuir. Había presentado protestas no sólo ante la Signoria, sino ante las Juntas del Gremio de Laneros y el Duomo.

En febrero, Miguel Ángel pudo comprobar que su enemigo no había resultado totalmente inefectivo, puesto que ya tenía un pequeño grupo de partidarios, casi todos ellos amigos de Leonardo. Buscó a Granacci y le dijo, mientras trataba de mantener su calma de costumbre:

—Perugino ya tiene sus partidarios.

—Si, pero no debes preocuparte. Se han unido a él por diversas razones. Hubo ciertas protestas cuando tú, un escultor, obtuviste ese encargo para pintar el fresco. Pero para otros tu pintura es un punto de partida. Si fuera convencional o mediocre, creo que ni se ocuparían de ella…

—Entonces ¿son celos? —preguntó Miguel Ángel.

—Envidia, tal vez. De la misma clase que tú sientes hacia Leonardo. Supongo que podrás comprenderles.

Miguel Ángel palideció. Nadie que no fuera Granacci podría haberse atrevido a decirle semejante cosa.

—He prometido a Rafael que no diría nada contra Perugino —contestó—. Pero ahora voy a responder a sus ataques.

—Sí, tienes que hacerlo. Está hablando a cuantos encuentra en las calles, en las iglesias…

Miguel Ángel fue a ver las pinturas de Perugino existentes en diversas partes de la ciudad: una Piedad que recordaba a la de la iglesia de Santa Croce, un tríptico en el convento de Gesuati y un panel en San Domenico de Fiesole. Dejó para el final un retablo de la Asunción, en la iglesia de la Santissima Annunziata. No podía ponerse en duda que sus trabajos anteriores tenían pureza de línea, brillo en el uso de los colores y altura en la concepción; sus paisajes resultaban atractivos, pero su obra posterior le pareció chata, decorativa, carente de vigor y percepción.

El domingo fue a la comida de la Compañía. En cuanto entró en el taller de Rustici, cesaron las risas y conversaciones.

—No tienen por qué esquivar las miradas y quedarse silenciosos —exclamó con un dejo de amargura.


E vero
—contestaron varias voces.

—Fue él quien vino a atacarme sin el menor motivo, y luego lanzó esta campaña furibunda. Ustedes son mis jueces y saben que no he respondido a esos ataques.

—Nadie le culpa, Miguel Ángel.

En aquel instante, entró Perugino en el taller. Miguel Ángel lo miró un segundo y luego dijo:

—Cuando la obra de uno está en peligro es necesario protegerse. He estado estudiando en estos últimos días las pinturas de Perugino existentes en Florencia. Y ahora comprendo por qué desea destruirme. Es para defenderse… —Se produjo un silencio de muerte en el salón. Miguel Ángel añadió—: Esto que acabo de decirles puedo probárselo a ustedes cuadro por cuadro y figura por figura…

—¡No en mi taller, Miguel Ángel! —exclamó Rustici—. Se declara una tregua inmediata, y cualquiera de las partes que la viole será expulsado de aquí por la fuerza.

A la mañana siguiente, Miguel Ángel se enteró de que Perugino se había enfurecido tanto por su declaración ante la Compañía que se iba a presentar ante la Signoria para exigir una audiencia pública sobre la decencia de Las bañistas. Un voto adverso podría significar la inmediata anulación del contrato. Su contraataque fue duro, pero no veía otra alternativa. Perugino, dijo a toda Florencia, había agotado completamente su talento. Sus últimas obras eran anticuadas, figuras duras, como de madera, sin vida ni anatomía, débiles reproducciones de obras anteriores.

Un mensajero fue a decirle que debía presentarse ante la Signoria. Perugino lo había acusado de calumnia y lo demandaba por los daños y perjuicios ocasionados a su reputación y poder adquisitivo. Miguel Ángel se presentó en la oficina de Soderini a la hora fijada. Perugino ya estaba allí. Parecía fatigado y envejecido.

Soderini, pálido pero sereno a costa de un gran esfuerzo, rodeado por todos los miembros de la Signoria, no miró a Miguel Ángel cuando éste entró. Habló primeramente a Perugino, determinó que éste había sido el primero en atacar sin otra provocación que la de haber visto el cuadro de Las bañistas y luego preguntó a Miguel Ángel sí había formulado ciertas acusaciones contra Perugino. Miguel Ángel reconoció que sí, pero alegó que lo había hecho en defensa propia. Y entonces Soderini habló con evidente tristeza:

—Perugino, ha obrado usted mal. Atacó a Miguel Ángel sin provocación alguna. Intentó causarle daño, así como a su obra. Miguel Ángel, usted, por su parte, hizo mal en menospreciar en público el talento de Perugino, aunque obró en defensa de sus intereses. Pero a la Signoria le preocupa menos todo eso que el daño que los dos han causado a Florencia. Somos famosos en todo el mundo como la capital de las artes. Mientras yo desempeñe el cargo de
gonfaloniere
, continuaremos mereciendo esa reputación. Por lo tanto, la Signoria ordena que ambos presenten sus excusas, que desistan de atacarse uno al otro y que ambos vuelvan a su trabajo, del cual Florencia obtiene su fama. La demanda por calumnia presentada contra Miguel Ángel Buonarroti queda desechada.

Miguel Ángel se dirigió a su casa solo; sentía una enorme repugnancia. Había sido reivindicado, pero se sentía completamente vacío.

XV

Fue entonces cuando le llegó el llamamiento que esperaba. El Papa Julio II quería que fuera a Roma inmediatamente, y le enviaba cien florines para los gastos del viaje.

Era un mal momento para abandonar Florencia, porque tenía suma importancia que transfiriese el boceto de Las bañistas a la pared del Salón de la Signoria mientras la pintura estaba fresca y palpitante en su mente y antes de que apareciesen otras amenazas exteriores contra el proyecto. Y después tenía que esculpir el San Mateo, pues llevaba ya un tiempo considerable viviendo en su casa y tenía que empezar a pagarla.

No obstante, deseaba desesperadamente ir y enterarse de cuáles eran las ideas concebidas por Julio II para él, y recibir alguno de aquellos descomunales encargos que sólo los Papas podían otorgar.

Informó a Soderini del asunto, y éste estudió atentamente el rostro de Miguel Ángel antes de hablar.

—Uno no puede rechazar un ofrecimiento del Papa. Si Julio II dice «
Venid
», tiene que ir. Su amistad es de suma importancia para Florencia.

—Sí, pero… mi casa… mis dos contratos…

—Dejaremos ambos en suspenso hasta que sepa lo que desea el Santo Padre. Pero recuerde que esos contratos tendrán que ser cumplidos.

—Comprendo perfectamente,
gonfaloniere
.

No tuvo más que entrar por la Porta del Popolo para ver y oler los sorprendentes cambios. Las calles habían sido lavadas. Muros y casas semiderruídas habían sido demolidas a fin de ensanchar las calles. La Vía Ripetta estaba empedrada de nuevo. El mercado de cerdos no se veía ya en el Foro Romano. Numerosos edificios nuevos estaban en plena construcción.

Encontró a la familia Sangallo alojada en uno de los palacios pertenecientes al Papa Julio II, cerca de la Piazza Scossacavalli. Cuando un criado le hizo entrar, vio que el interior estaba cubierto de ricos tapices flamencos, las habitaciones aparecían decoradas con costosas vasijas de oro y plata, pinturas y esculturas antiguas.

El palacio estaba lleno de gente. Un salón de música cuyas ventanas daban al patio había sido convertido en taller de pintor. En él, media docena de jóvenes arquitectos, aprendices de Sangallo, trabajaban en planos para la ampliación de plazas, construcción de puentes sobre el Tíber, edificios para nuevas academias, hospitales e iglesias. Los planos habían sido concebidos originalmente por Sixto IV, quien hizo construir la Capilla Sixtina, descuidada luego por Alejandro VI y ahora ampliada por Julio II, sobrino de Sixto.

Sangallo parecía veinte años más joven que el día que Miguel Ángel lo vio por última vez. El arquitecto lo condujo por una amplia escalinata de mármol a las estancias de la familia, donde fue cariñosamente abrazado por la señora Sangallo y su hijo Francesco.

—Hace muchos meses que esperaba este día para darle la bienvenida a Roma —dijo Sangallo—. Ahora que ya ha sido formulado el encargo, el Santo Padre está ansioso por verlo. Iré al Palacio Papal inmediatamente para solicitar una audiencia para mañana por la mañana.

—¡No tan rápido, Sangallo, por favor! —exclamó Miguel Ángel—. ¡Todavía no sé lo que desea el Papa que esculpa para él!

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