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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

La agonía y el éxtasis (61 page)

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Durante los primeros meses de 1504, Leonardo da Vinci se dedicó a una serie de inventos mecánicos: bombas de succión, turbinas, conductos para desviar el cauce del Arno lejos de Pisa, un observatorio con un cristal de aumento para estudiar la luna, y otros más. Tras una reprimenda de la Signoria por el abandono en que tenía el fresco encargado, se puso a trabajar seriamente en él durante el mes de mayo. Numerosos artistas acudieron al taller del pintor en Santa María Novella, para estudiar, admirar, copiar y modificar sus estilos de acuerdo con el suyo. Circuló la noticia de que Leonardo estaba pintando algo tan asombroso como magnífico.

Al correr los meses, la ciudad se llenó de admiración hacia Leonardo y la obra que pintaba. Todo el mundo se hacía eco de aquella maravilla. El David de Miguel Ángel era ya una cosa con la que todos se habían familiarizado y las satisfacciones que había producido estaban ya un poco olvidadas. Miguel Ángel empezó a sentir que lo estaban reemplazando. Había tenido su día, pero ya era ayer. Leonardo da Vinci era la figura del momento, y Florencia lo proclamaba como «
el primer artista de Toscana
».

Aquello fue una amarga medicina para él. Debido a que conocía la iglesia de Santa María Novella por los meses que en ella pasara con Ghirlandaio cuando era aprendiz, consiguió ver el panel de Leonardo sin que nadie se diese cuenta de su presencia. ¡La Batalla de Anghiari era realmente tremenda! Leonardo, que amaba los caballos con igual intensidad que Rustici, había creado una obra maestra del caballo en la guerra, montado por hombres cubiertos de antiguas armaduras romanas que intentaban destruirse brutalmente unos a otros, hombres y caballos sorprendidos por igual en un violentísimo conflicto.

Miguel Ángel tuvo que admitir que Leonardo era un gran pintor, quizás el más grande que el mundo había visto hasta entonces. Pero eso, lejos de serenarlo, lo encolerizó todavía más. Al ponerse el sol, mientras pasaba por Santa Trinita, en los bancos frente a la casa de Banca Spina, vio a un grupo de hombres sentados que discutían un pasaje de Dante.

El que se hallaba en el centro del grupo alzó la cabeza. Era Leonardo.

—¡Ah! Aquí está Miguel Ángel, él nos interpretará esos versos de Dante.

Miguel Ángel, sucio y mal vestido, tenía tal aspecto de obrero que regresase a su casa después de una dura jornada, que algunos de los jóvenes admiradores de Leonardo rompieron a reír.

—Explíqueselos usted mismo —exclamó Miguel Ángel, pensando que Leonardo era el culpable de aquellas risas—. Usted, que hizo un modelo de un caballo para ser fundido en bronce y para vergüenza suya tuvo que dejarlo inconcluso.

Leonardo enrojeció intensamente.

—No me burlaba de usted —respondió—. Lo dije muy en serio. No es culpa mía que los demás se hayan reído.

Pero los oídos de Miguel Ángel estaban taponados por la ira. Se dio la vuelta sin responder y partió rumbo a las colinas. Caminó toda la noche en un intento de sofocar su ira, humillación, sensación de derrota y vergüenza.

Había recorrido una gran distancia río arriba, hacia Pontassieve. Al amanecer estaba en la confluencia del Sieve y el Arno, en el camino que llevaba a Arezzo y Roma. Sabía que únicamente existía una solución a su problema: jamás podría superar a Leonardo en belleza, suntuosidad de figura y superioridad de modales. Pero él era el mejor dibujante de Italia. Aunque nadie lo creería sólo porque él lo dijese; tendría que probarlo. Y ninguna prueba serviría mejor que un fresco, exactamente de las mismas proporciones que el de Leonardo.

La pintura de Da Vinci iba a ocupar la mitad derecha de la larga pared del este del Gran Salón. Pediría a Soderini la mitad izquierda. Colocaría su trabajo frente al de Leonardo, y probaría que era superior a él en pintura, figura por figura. Todo el mundo podría verlo y juzgar. ¡Y entonces Florencia podría decir, con justicia, quién era el primer artista de la época!

—¿Y si resulta que él sale triunfante? —le preguntó Granacci al oír el proyecto de su amigo.

—Confía en mí Granacci. ¡Venceré yo! ¡Tengo que vencer! —respondió Miguel Ángel muy serio.

Aquella tarde se presentó en la oficina del
gonfaloniere
afeitado, pulcramente peinado y con sus mejores galas. Informó al
gonfaloniere
sobre el motivo de su visita. Soderini se mostró asombrado, y por primera vez Miguel Ángel le vio perder la serenidad.

—¡Eso no tiene sentido! —exclamó mirando fijamente a Miguel Ángel—. Usted mismo me ha dicho que nunca le ha gustado la pintura al fresco.

—Estaba equivocado. Sé que puedo pintar frescos. ¡Mejor que Leonardo da Vinci!

—¿Está seguro?

—¡Pondría la mano en el fuego!

—Pero ¿por qué se empeña ahora en robarle años a la escultura? Su
Madonna
para los hermanos Mouscron es divina. Lo mismo digo del medallón para la familia Pitti. Su talento escultórico es un don de Dios. ¿Por qué arrojarlo por la ventana para reemplazarlo por un arte que no le gusta?

—Porque lo vi a usted sumamente entusiasmado y emocionado cuando Leonardo le pintó esa mitad de las paredes del salón. Dijo que todo el mundo vendría a ver esa obra. ¿Por qué, entonces, no ha de venir dos veces ese número de personas para ver dos paneles: uno de Leonardo y otro mío?

Soderini se dejó caer de nuevo en su sillón, moviendo la cabeza negativamente.

—¡No, no! —respondió—. La Signoria jamás lo aprobaría. Ya tiene un contrato con el Gremio de Laneros y la Junta de Trabajos del Duomo para esculpir los Doce Apóstoles.

—Los esculpiré, pero la otra mitad de la pared tiene que ser mía. Yo no necesito dos años, como necesitó Leonardo. La pintaré en uno, en diez meses, en ocho…

—No,
caro
. Está equivocado. No permitiré que se coloque en una situación difícil, que puede resultar desastrosa.

—¿Porque no me cree capaz de hacerlo? Tiene razón en no creer, puesto que estoy aquí con sólo palabras en las manos. La próxima vez vendré con dibujos, y entonces podrá ver lo que soy capaz de hacer.

—Por favor, Miguel Ángel —dijo Soderini con gesto fatigado—. Prefiero que vuelva con un apóstol de mármol. Por eso le hemos construido la casa y el taller: para que esculpa apóstoles. —Miró al techo y agregó cómicamente desesperado—: ¿Por qué no me conformé con dos meses de
gonfaloniere
? ¿Por qué acepté este cargo para toda la vida?

—Sencillamente —respondió Miguel Ángel— porque es un
gonfaloniere
sabio que va a conseguir que la ciudad destine otros diez mil florines para el fresco de la pared opuesta a la de Leonardo.

Para emocionar lo bastante a la Signoria para que invirtiese una segunda suma igual y deleitar a las Juntas del Gremio y el Duomo lo suficiente para que lo dejasen en libertad por un año de su compromiso de escultura, tendría que pintar una escena de gloria y orgullo para los florentinos. Pero ¿qué escena?

Fue a la biblioteca de Santo Spirito y pidió una historia de Florencia. El empleado le dio La Cronaca, de Filippo Villani. Leyó todo lo referente a las guerras entre
guelfos
y
gibelinos
, así como las libradas contra Pisa y contra otras ciudades-estado. ¿Dónde podría encontrar, en la historia de Florencia, una escena de la clase que él podía pintar y que, al mismo tiempo, pudiera contrastar dramáticamente con la batalla pintada por Leonardo? Además, tenía que ser una escena que le brindase la oportunidad de emerger victorioso en la comparación.

Sólo cuando llevaba varios días de lectura encontró un relato que le interesó vivamente. La escena era en Cascina, cerca de Pisa, donde las fuerzas florentinas habían acampado a orillas del Arno en un caluroso día de verano. Como no se consideraban en peligro de un ataque, unos cuantos soldados se bañaban alegremente en el río, otros se estaban secando, y otros, despojados de sus armaduras, estaban tendidos en la hierba tomando baños de sol. De pronto, un soldado llegó a todo correr. Gritaba: «
¡Estamos perdidos! ¡Las huestes de Pisa están a punto de atacar!
». Los florentinos salieron apresuradamente del agua; los que estaban en la orilla se pusieron las armaduras a toda prisa, y otros buscaron sus armas afanosamente. Y llegaron a tiempo para rechazar primero el ataque del enemigo, y derrotarlo después.

Miguel Ángel fue inmediatamente a la calle de los papeleros, donde compró las hojas más grandes de papel de dibujo que pudo encontrar, así como tintas de colores, lápices y carboncillos de dibujo. Llevó todo aquello a su taller y se puso a trabajar furiosamente en la escena del Arno. En el centro aparecía Donati en el momento de gritar al capitán Malatesta «
¡Estamos perdidos!
». Algunos de los soldados estaban todavía en el agua, otros trataban de subir por la escarpada orilla, otros se colocaban sus armaduras afanosamente y otros buscaban sus armas entre la hierba.

Tres días después, se presentó en la oficina de Soderini. Éste estudió atentamente los dibujos. Cuando alzó la cabeza para mirarlo, Miguel Ángel reconoció la afectuosa consideración que el
gonfaloniere
le había demostrado siempre.

—Hice mal —dijo Soderini— al desanimarlo. Para ser un artista, uno debe esculpir, pintar y crear obras de arquitectura con idéntica autoridad. Este fresco suyo puede resultar tan revolucionario como el David y brindamos el mismo regocijo. ¡Voy a conseguirle este encargo, aunque para ello tenga que pelearme con cada uno de los miembros del Consejo!

Y así lo hizo, por la suma de tres mil florines, algo menos de la tercera parte de la que se había pagado a Leonardo da Vinci. Era el encargo más importante que había recibido Miguel Ángel en su vida, aunque le disgustó pensar que la Signoria consideraba que su trabajo valía tanto menos que el de Leonardo. ¡Ya cambiarían de opinión cuando viesen el fresco terminado!

XIV

Se le proporcionó una estrecha y larga habitación en el Hospital de los Tintoreros, a sólo dos manzanas de distancia de su primer hogar, en Santa Croce. Su habitación daba al Arno, por lo que tenía sol todo el día. La pared del fondo era mayor que la que él tenía que pintar en el Salón del Gran Consejo. Podría montar su boceto hoja por hoja en aquella pared, para ver la obra entera antes de pintarla en su lugar definitivo. Ordenó a Argiento que tuviese siempre cerrada con llave la puerta de la calle.

Trabajó con verdadero frenesí, decidido a demostrar a la ciudad que era un maestro rápido y seguro. Dibujó la escena general en un pedazo de papel a escala y luego la dividió en cuadrados, los suficientes para llenar la pared de seis metros sesenta de alto por dieciocho metros de largo.

Dibujó un joven guerrero, de espaldas, con coraza y escudo. Tenía una espada bajo los pies. Luego abocetó un grupo de jóvenes desnudos, que recogían sus armas sin preocuparse de sus ropas; avezados guerreros de poderosas piernas y brazos, listos para lanzarse a mano limpia contra el enemigo que estaba a punto de llegar. Tres soldados jóvenes escalaban la orilla del río. En el centro había un grupo que rodeaba a Donati. En todas sus figuras se observaba la consternación y los febriles preparativos para la inminente batalla. Un soldado introducía su fuerte brazo por la manga de la camisa. Otro soldado, ya maduro, que tenía adornada la cabeza con una corona de hiedra, pugnaba por meter una de sus piernas en la correspondiente de su malla.

Trabajado cuidadosamente, el cuadro, que Miguel Ángel tituló Las bañistas, habría requerido un año de sostenida tarea. Ejecutado en la cúspide del talento y la potencia física de un joven, resultaba concebible que pudiera hacerlo en seis meses. El día de Año Nuevo de 1505, es decir, tres meses después de comenzarlo, impulsado por una fuerza que le resultaba imposible contener, el boceto de Miguel Ángel estaba completamente terminado. Salvatore, el encuadernador, había pasado los dos días anteriores pegando las hojas unas a otras, y ahora Argiento, Granacci, Antonio da Sangallo y Miguel Ángel estiraron el boceto completo y lo fijaron a un marco ligero contra la pared del fondo de la habitación. Esta quedó llena, con unos cincuenta o sesenta hombres desesperadamente angustiados frente a una amenaza. En aquel dibujo había miedo, terror, desaliento y, al mismo tiempo, las emociones varoniles que trataban de imponerse a la sorpresa y la sensación de desastre inminente ante una rápida y decidida acción.

Granacci contempló la imponente fuerza de aquel grupo de hombres sorprendidos entre la vida y la muerte, cuando cada uno reaccionaba de acuerdo con su carácter y resolución individual. Y se asombró ante la autoridad del admirable dibujo.

—¡Qué extraño es —dijo— que un motivo pobre pueda crear semejante riqueza de arte! —Y como Miguel Ángel no respondía, agregó—: Tienes que abrir esta puerta y permitir que todos vean lo que has realizado.

—Si, se han oído muchas protestas por causa de esta puerta cerrada —dijo Antonio—. Hasta los miembros de la Compañía del Crisol me han preguntado por qué no permite que todos vean lo que hace. Ahora que podrán ver el milagro que ha realizado en sólo tres meses, comprenderán el porqué.

—Me gustaría esperar otros tres meses —gruñó Miguel Ángel—, o sea, hasta tener el fresco completo en la pared del salón. Pero si los dos dicen que debo hacerlo, lo haré.

Rustici llegó, y por ser intimo amigo de Leonardo, lo que dijese tendría indudable peso. Sopesó sus palabras cuidadosamente:

—Leonardo pintó su fresco para los caballos y tú lo has pintado para los hombres. Nada se ha hecho tan soberbio en materia de batallas como esta obra de Leonardo. Y respecto a seres humanos, jamás se ha pintado nada tan espeluznante como esta obra tuya. ¡La Signoria va a tener dos paredes maravillosas!

Ridolfo Ghirlandaio, de veintidós años, que estudiaba en el taller de Rosselli, preguntó si se le permitía copiar. Andrea del Sarto, un florentino de diecinueve años que se había trasladado del taller de un orfebre a la
bottega
de pintura de Piero di Cosimo, llegó también con sus materiales de dibujo. Antonio da Sangallo llevó a su sobrino de veinticuatro años, que era aprendiz en el taller de Perugino. Rafael Sanzio, ex aprendiz de Perugino, fue llevado por Taddeo Taddei, quien había encargado el segundo medallón de Miguel Ángel.

Rafael se volvió hacia el boceto y no habló una palabra más en toda la tarde. Cuando se puso el sol, se acercó a Miguel Ángel y dijo con voz en la que no se percibía el menor indicio de adulación:

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