—Miguel Ángel —dijo Lorenzo—, ésta es la última gran obra de arte que tengo que completar para mi familia: una fachada de mármol con unas veinte figuras, esculpida cada una en su correspondiente nicho. ¡Veinte esculturas! Las mismas que la fachada del Duomo… No es excesivo para usted. Una estatua de tamaño natural por cada figura sugerida en su «
Batalla
». Tenemos que crear algo que sirva de regocijo a toda Italia.
Miguel Ángel se preguntó si aquella sensación de vacío que sentía en el diafragma era júbilo o congoja. Y exclamó impetuosamente:
—¡Lo haré, Lorenzo, se lo prometo! Pero necesitaré tiempo. Tengo tanto que aprender aún… Todavía no he probado la mano con una estatua completa.
Cuando llegó a sus habitaciones, encontró a Bertoldo envuelto en una manta, sentado ante un brasero de carbón. Su rostro estaba tremendamente pálido y sus ojos aparecían enrojecidos. Miguel Ángel corrió a su lado.
—¿Se siente mal, Bertoldo? —preguntó, ansioso.
—Sí. ¡Y además, soy un viejo estúpido, ciego, ridículo, que ya nada tiene que hacer en este mundo!
—¿A qué se debe esa insólita apreciación? —exclamó Miguel Ángel riendo, para animar al anciano.
—A que he estado contemplando tu «
Batalla
» en la habitación de Lorenzo y he recordado lo que te dije sobre ella. Estaba equivocado, terriblemente equivocado. Yo la veía fundida en bronce, y ahora comprendo que el mármol habría sido arruinado. ¡Tienes que perdonarme!
—Déjeme que lo acueste —rogó el muchacho.
Acomodó al anciano bajo el edredón de plumas, bajó a la cocina del sótano y ordenó que calentasen una jarra de vino en las pavesas de la chimenea. Luego llevó la jarra a la habitación, vertió una cantidad de vino en un vaso y lo acercó a los labios del maestro.
—Si esa «
Batalla
» mía es buena, se debe a que usted me enseñó lo que debía hacer para que fuese buena. Si no pude hacerla en bronce fue porque usted me advirtió de las diferencias entre el sólido mármol y el fluido metal. Debe de estar satisfecho. Mañana comenzaremos una nueva obra, y podrá enseñarme más.
—Si, mañana —suspiró Bertoldo—. ¿Estás seguro, Miguel Ángel, de que hay un mañana? —Y sus ojos se cerraron. Poco después, dormía.
Al cabo de unos minutos se produjo un cambio en su respiración. Parecía más pesada, fatigosa. Miguel Ángel corrió a despertar a Ser Piero, quien envió un paje a buscar al médico de Lorenzo.
Miguel Ángel pasó la noche sosteniendo en sus brazos a Bertoldo para que pudiera respirar un poco mejor. El médico confesó que no se le ocurría nada que pudiera mejorar al enfermo. Cuando llegó la primera claridad del día, Bertoldo abrió los ojos, miró a su discípulo, al médico y a Ser Piero, comprendió la gravedad de su estado y susurró:
—Quiero… que me lleven…, a Poggio… ¡Es tan hermoso!
Cuando llegó un paje para anunciar que el coche estaba preparado, Miguel Ángel tomó en brazos a su maestro, envuelto en sus mantas, y lo llevó sobre sus rodillas todo el viaje hasta Pistoia, la más exquisita de las villas de los Medici, anteriormente propiedad de los primos de Miguel Ángel, los Rucellai, y remodelada con magnificas galerías abiertas, obra de Giuliano da Sangallo. Llovió durante todo el recorrido, pero una vez instalado Bertoldo en su habitación favorita, cuya ventana daba al río Ombrone, salió el sol e iluminó el espléndido paisaje toscano, de un verde intenso. Lorenzo llegó a caballo para confortar a su amigo.
El anciano escultor expiró a última hora de la tarde del segundo día.
Después de recibir la extremaunción, pronunció sus últimas palabras con una pequeña sonrisa:
—Miguel Ángel…, eres mi heredero…, como yo… lo fui de Donatello.
—Sí, Bertoldo. Y estoy orgulloso de serlo.
—Quiero que todo cuanto poseo sea tuyo…
—Si así lo deseas, maestro…
—Serás rico…, famoso… ¡Mi libro de cocina!
—Lo guardaré siempre como un tesoro.
Bertoldo volvió a sonreír, como si ambos compartiesen un secreto chiste y cerró los ojos por última vez. Miguel Ángel se despidió en silencio, y se alejó. Había perdido a su maestro. ¡Jamás habría otro!
Ahora, la desorganización en el jardín de escultura era completa. Cesó todo trabajo. Granacci abandonó la pintura que estaba realizando y dedicó la totalidad de su tiempo a proporcionar modelos, buscar bloques de mármol y realizar algunos encargos: un sarcófago, una
Madonna
…
Una tarde Miguel Ángel abordó a su amigo.
—No hay nada que hacer, Granacci, esta escuela ha terminado —dijo.
—No digas eso. Sólo nos hace falta un nuevo maestro. Lorenzo dijo anoche que yo podría ir a Siena a buscar uno…
Sansovino y Rustici entraron en el taller.
—Miguel Ángel tiene razón —dijo el primero—. Yo voy a aceptar la invitación del rey de Portugal y me iré a trabajar allí.
—Creo que ya hemos aprendido todo lo posible como discípulos —le apoyó Rustici.
—Yo no he nacido para tallar piedra —agregó Bugiardini—. Mi carácter es demasiado blando y se adapta mejor a mezclar aceite y pigmentos. Pediré a Ghirlandaio que me acepte de nuevo en su taller.
—¡No me digas que tú también te vas! —exclamó Granacci, dirigiéndose a Miguel Ángel.
—¿Yo? ¿Y dónde podría ir?
El grupo se separó. Miguel Ángel se dirigió a su casa con Granacci para informan a su familia de la muerte de Bertoldo. Lucrezia se mostró excitadísima al ver el libro de cocina y leyó varias recetas en voz alta. Ludovico no mostró el menor interés.
—Miguel Ángel —preguntó—, ¿has terminado tu nueva escultura?
—Más o menos.
—¿La ha visto
Il Magnifico
? ¿Le gustó?
—Sí.
—¿Nada más? ¿No se mostró entusiasmado?
—Sí, padre…
—Entonces, ¿dónde están los cincuenta florines de oro?
—Es que…
—¡Vamos, vamos!
Il Magnifico
te dio cincuenta florines cuando terminaste tu
Madonna
y Niño. Dame la bolsita…
—No hay bolsa.
—
Il Magnifico
te pagó por el otro trabajo. ¿Y por éste? Eso no puede significar más que una cosa: que este segundo no le ha gustado.
—También significa que Lorenzo está enfermo y preocupado por muchas otras cosas más importantes.
—Entonces, ¿hay probabilidades de que te pague todavía?
—No sé.
—Tienes que recordárselo.
Miguel Ángel sacudió la cabeza, desesperado. Luego se alejó de nuevo por las encharcadas calles.
Por primera vez desde que ingresó en la escuela de Urbino, siete años atrás, Miguel Ángel no sintió deseos de dibujar. Su fracturada nariz, que no le había molestado mientras trabajaba, comenzó a dolerle: uno de sus conductos estaba cerrado pon completo, lo que le dificultaba la respiración. Y de nuevo tuvo plena conciencia de su fealdad.
El jardín era ahora un lugar desierto. Lorenzo había suspendido todo trabajo en la biblioteca. En la atmósfera se respiraba una sensación de cambio. El grupo de
platonistas
bajaba pocas veces a Florencia para ofrecer sus conferencias. Lorenzo decidió irse a una de sus villas para someterse a una cura completa y estaría seis meses alejado del palacio y de sus deberes. Allí podría no sólo eliminan su gota, sino trazar los planes para la lucha contra Savonarola. Tendrá que ser una lucha a muerte, decía, y para ella necesitaría toda su vitalidad. Todas las armas estaban en sus manos: riqueza, poder, control del gobierno local, tratados con otras ciudades-estado y naciones y amigos en todas las dinastías vecinas, mientras que Savonarola sólo contaba con el hábito que cubría su esquelético cuerpo. Sin embargo, ese monje, que vivía como un santo y era incorruptible, brillante maestro y hábil manipulador que ya había llevado a efecto serias reformas en la vida personal del clero de Toscana, así como en la de los acaudalados florentinos, parecía contar con más probabilidades de triunfo.
Como parte de su plan para poner en orden sus asuntos, Lorenzo dispuso que Giovanni fuese investido cardenal, preocupado por el peligro de que el Papa Inocencio VIII, anciano ya, pudiese fallecer antes de cumplir su promesa y el Papa sucesor se negase a aceptar al muchacho de dieciséis años en la jerarquía gobernante de la Iglesia. Lorenzo sabía también que aquella investidura sería una victoria estratégica ante el pueblo de Florencia.
Miguel Ángel estaba intranquilo por los preparativos de Lorenzo para su partida a Careggi, pues
Il Magnifico
había empezado ya a entregar muchas actividades y asuntos de gobierno a las inexpertas manos de Piero. Si Piero iba a estar al frente de todo en Florencia, ¿qué sería la vida para él?
Nada se había hablado sobre el dinero por haber completado la «
Batalla
», por lo que Miguel Ángel no podía ir a su casa. Tampoco se depositaban ya en su tocador aquellos tres florines semanales de antes. No necesitaba el dinero, pero la repentina suspensión le preocupaba. ¿Quién la había ordenado, Lorenzo o Piero da Bibbiena? ¿O sería orden de Piero de Medici? Y algún tiempo después.
En su incertidumbre, Miguel Ángel acudió a Contessina. Buscó su compañía y pasaba largas horas hablando con ella. A menudo tomaba el manuscrito de La Divina Comedia y le leía en voz alta los pasajes que más le gustaban.
Los
platonistas
le habían aconsejado siempre que escribiese sonetos, pues eran la más alta expresión del pensamiento literario del hombre. Mientras él se expresaba plenamente por medio del dibujo, el modelado y el tallado del mármol, no tenía necesidad de otra voz suplementaria. Pero ahora, en su confusión y soledad, comenzó a escribir sus primeras líneas poéticas, vacilantes…, y dirigidas a Contessina, naturalmente.
Una fuerza sublime me transporta hacia el cielo.
Ninguna otra cosa sobre la tierra podría regalarme tamaño deleite.
Un alma ruda ve, pero yo, ¡oh, exquisitez máxima!, veo mi espíritu…
Rompió aquellos versos, pues los sabía pedantes, y volvió al desierto jardín para vagar por sus senderos y visitar el casino. Ansiaba trabajar, pero se sentía tan vacío que no sabía qué obra realizar. Sentado ante su dibujo en el cobertizo, se apoderó de él una enorme tristeza y la sensación de que estaba solo en el mundo.
Pero por fin Lorenzo lo mandó a buscar.
—¿Quiere venir a Fiesole con nosotros? —le preguntó—. Pasaremos la noche en la villa. Por la mañana, Giovanni va a ser investido en la Abadía de Fiesole. Creo que le convendría presenciar esa ceremonia. Más adelante, en Roma, Giovanni recordará que asistió usted a su investidura.
Fue a Fiesole en un carruaje con Contessina, Giuliano y la nodriza.
Contessina pidió bajar del coche en San Domenico, a mitad de la ladera de la colina, pues deseaba ver la abadía, a la que, como mujer, se le negaría acceso durante el acto de la investidura de su hermano.
Miguel Ángel se despertó dos horas antes del amanecer, se vistió y se unió al cortejo que bajaba por la colina hacia la abadía, donde Giovanni había pasado la noche orando. Su corazón se encogió de angustia al ver que Lorenzo era conducido en una litera.
La pequeña iglesia brillaba a la luz de centenares de velas. Miguel Ángel se quedó junto a la puerta abierta observando el sol, que asomaba sobre el valle del Mugnone. Con aquellas primeras luces del día, Pico della Mirandola pasó junto a él, con una solemne inclinación de cabeza, seguido por un notario público de Florencia. Giovanni se arrodilló ante el altar para recibir el sacramento. Se cantó una misa mayor y el superior de la abadía bendijo los símbolos del nuevo rango de Giovanni: el manto y el sombrero de anchas alas con su larga borla. Se leyó el edicto del Papa por el cual se ordenaba la investidura, y luego el canónigo Bosso deslizó en el dedo del flamante cardenal el anillo con un zafiro, emblema de la fundación celestial de la iglesia.
Miguel Ángel abandonó la abadía y empezó a caminar por la senda que llevaba al camino de Florencia. En el Ponte di Mugnone se cruzó con una delegación de los más prominentes ciudadanos florentinos, a muchos de los cuales había conocido en las cenas del
studiolo
. Los seguía un nutrido grupo de ciudadanos más modestos y, como señal de que quizá las peores preocupaciones de Lorenzo podían considerarse terminadas, una gran parte del clero de Florencia, muchos de cuyos componentes él sabía que habían jurado fidelidad a Savonarola, y que ahora llegaban a la abadía con cantos y aclamaciones a pedir la bendición del nuevo cardenal Giovanni de Medici.
Aquella noche, en el palacio, hubo música y baile. Toda la población de Florencia fue alimentada y provista de vino y entretenimientos por los Medici.
Dos días después, Miguel Ángel se hallaba en la fila que había ido al palacio a despedirse del cardenal y su primo Giulio, que lo acompañaba a Roma. Giovanni bendijo a Miguel Ángel y lo invitó a que lo visitase, si alguna vez iba a Roma.
Toda la alegría salió del palacio con el cardenal. Lorenzo anunció su partida para Careggi. Durante su ausencia, Piero, su hijo, lo reemplazaría.
Hacía dos semanas que Lorenzo se hallaba ausente del palacio. Miguel Ángel estaba sentado, solo, en su dormitorio, cuando oyó voces en el corredor. Un rayo había caído en el faro del tejado del Duomo, y en el palacio de los Medici. Toda la población se echó a la calle para contemplar los destrozos. Al día siguiente, Savonarola aprovechó aquella oportunidad para predicar un sermón en el que presagió calamidades tales como la destrucción por invasión, un terremoto, grandes incendios e inundaciones. Y Miguel Ángel se hallaba escuchándolo entre la compacta multitud.
Aquella noche le llegó un rumor al palacio. Le fue llevado por el paje del secretario de Lorenzo: en lugar de mejorar, Lorenzo empeoraba. Se había enviado a buscar un nuevo médico, Lazzaro de Pavia, que administró al paciente una mezcla de diamantes y perlas pulverizados. Pero aquella medicina, hasta entonces infalible, no dio resultado.
Miguel Ángel paseó por los corredores toda la noche, terriblemente apenado. Piero se había ido ya a Careggi, llevándose consigo a Contessina y a Giuliano. Al amanecer, incapaz de resistir más tiempo, corrió a las cuadras, ensilló un caballo y partió al galope hacia la hermosa villa de Lorenzo.
Dio un rodeo por los limites más lejanos de la finca, se deslizó por el hueco de un muro y entró en uno de los patios posteriores. De la cocina le llegó un prolongado y triste lamento. Ascendió silenciosamente por la ancha escalera y al llegar arriba dobló a la izquierda, quedándose un instante indeciso ante el dormitorio de Lorenzo. Luego empuñó el pesado picaporte labrado.