—¡Tiempo! —murmuró para sí—. Todo el mundo quiere que le dé tiempo. Pero el tiempo es tan vacío para mí como el espacio, a menos que pueda llenarlo de figuras de mármol.
Balducci encontró una muchacha de cabellos rubios como el oro para ayudarle a salir de aquella melancolía. Miguel Ángel sonrió por primera vez desde que había salido de la recepción del cardenal.
En la Trattoria Toscana encontraron a Giuliano da Sangallo, el arquitecto florentino amigo de Lorenzo de Medici y el primer hombre que enseñó a Miguel Ángel el arte de la arquitectura. Parecía sentirse muy solo. Había tenido que dejar a su esposa e hijo en Florencia y vivía en unas habitaciones alquiladas en Roma a la espera de mejores encargos que el que ahora tenía: un techo de madera para Santa María Maggiore, el cual tendría aplicaciones del primer oro que Cristóbal Colón había llevado a Europa de América. Invitó a Miguel Ángel y a Balducci a que lo acompañaran y preguntó al primero cómo iban sus cosas en Roma. Escuchó atentamente mientras Miguel Ángel le relató su frustración.
—Lo que sucede es que está al servicio de un cardenal que no le conviene —dijo—. Fue el cardenal Rovere quien llegó a Florencia en 1481 para pedir a Ghirlandaio, Botticelli y Rosselli que pintasen murales para la capilla de su tío, el Papa Sixto IV. Fue él quien persuadió a Sixto de que debía iniciar la primera biblioteca pública en Roma y reunir los bronces necesarios para crear el Museo Capitolino. Cuando el cardenal Rovere vuelva a Roma, se lo presentaré.
—¿Cuándo volverá? —preguntó Miguel Ángel, animado con una nueva esperanza.
—Ahora está en París. Está disgustado con el Borgia y permanece alejado de Roma desde hace varios años. Pero todo parece indicar que él será el próximo Papa. Mañana vendré a buscarlo y le enseñaré la Roma que más me agrada, la Roma grandiosa, en la cual construían los más grandes arquitectos del mundo. La Roma que yo volveré a crear piedra sobre piedra, una vez que el cardenal Rovere sea ungido Papa. Mañana por la noche, olvidará que ha deseado esculpir y se entregará por entero a la arquitectura.
Aquella fue una distracción sumamente necesaria para Miguel Ángel.
Sangallo quería que empezasen por el Panteón, porque era a la cima de aquella magnífica estructura adonde Brunelleschi había subido para aprender un secreto arquitectónico olvidado durante mil quinientos años: que aquello no era una cúpula, sino dos, una construida dentro de la otra.
El arquitecto entregó a Miguel Ángel un rollo de papel de arquitectura y exclamó:
—Bueno, ahora vamos a crear nuevamente el Panteón, tal como lo vieron los romanos de la época de Augusto.
Primeramente dibujaron dentro, estableciendo otra vez el interior de mármol, con la abertura al cielo en el centro de la cúpula. Luego pasaron al exterior y dibujaron las dieciséis columnas de granito rojo y gris que sostenían el pórtico, las gigantescas puertas de bronce, la cúpula, cubierta de chapas de bronce, la vasta estructura circular de ladrillo, tal como la habían descrito los historiadores.
Luego con los rollos de papel bajo el brazo, se dirigieron a la Vía delle Bottheghe Oscure y subieron a la colina capitolina. Allí, de cara sobre el gran foro romano, se hallaban en pleno corazón de la primera capital romana. Ahora era un montón de escombros y basuras, una sucesión de montículos de tierra en los que pastaban cabras y retozaban cerdos. No obstante, en aquellas dos cimas habían estado el templo de Júpiter y el de Juno Moneta, del siglo sexto antes de Cristo.
Bajaron por la ladera de la colina al foro romano y pasaron allí el resto del tiempo dibujando los edificios tal como eran en los días de su mayor grandeza: los templos de Saturno y Vespasiano; el Senado de Julio César, construido de severo ladrillo naranja; el gran templo de Cástor, con sus admirables columnas y sus ricos capiteles corintios; el Arco de Tito; el Coliseo… Las manos de Miguel Ángel volaban sobre el papel como jamás lo habían hecho, mientras trataba de mantener el ritmo impuesto por Sangallo, que producía una verdadera catarata de dibujos y explicaciones verbales.
Cayó la noche. Miguel Ángel se sentía extenuado, y Sangallo estaba triunfante.
—Ahora —dijo—, ha descubierto el glorioso pasado de Roma. Trabaje todos los días. Suba al Palatinado y reconstruya los baños de Severo y el palacio de Flaviano. Vaya al circo Máximo, la basílica de Constantino, la casa dorada de Nerón al fondo de la colina Esquilmo. Los romanos fueron los arquitectos más grandes que haya conocido el mundo.
En su interior se intensificaba la creencia de que jamás conseguiría la aprobación del cardenal Riario para esculpir el bloque de mármol. Desesperado, buscó a Piero en el palacio Orsini. Estaba en medio de una ruidosa disputa con los servidores sobre la comida que le habían servido. Alfonsina estaba sentada frente a él, en la enorme mesa de roble tallado.
—Excelencia —le dijo—, ahora tengo tiempo para esculpir una hermosa estatua, si me da la orden de empezar. Tengo un diseño para un Cupido, que tal vez le agrade.
—¿Un Cupido? Bueno, ¿por qué no?
—Sólo necesito su aprobación.
Piero había empezado a gritar otra vez. Miguel Ángel comprendió que lo despedían, pero al mismo tiempo se le había dicho que podía empezar a trabajar. Se dirigió, a lo largo de la orilla del río, a los patios de las marmolerías próximas a los muelles del Tíber; vio allí un pequeño bloque que le gustó, pagó cinco florines por él de su casi exhausta bolsa y caminó tras la carretilla que empujaba un muchacho, rumbo a su casa.
Necesitó dos días para comprobar que el mármol era malo. Había obrado estúpidamente al adquirir el primer bloque que le pareció bueno.
Al día siguiente, apenas amaneció, estaba ya en el patio de los Guffatti, donde el cardenal Riario había adquirido el bloque de mármol todavía intacto. Ahora examinó a conciencia todos los bloques y por fin encontró uno de mármol blanco que parecía translúcido a los primeros rayos del sol; no mostró fallas al ser bañado en agua. Esta vez había invertido bien sus cinco florines, pero su bolsa quedó reducida a sólo tres.
Unos días después levantaba ya su martillo y cincel para el primer golpe. Balducci le dijo:
—¿No te parece que será mejor obtener una orden escrita de Piero?
Pero Piero no quería firmar esa orden y dijo:
—Mi querido Buonarroti, yo saldré de Roma antes de que pueda terminar ese Cupido. Y lo más probable es que no vuelva mas…
—¿Quiere decir, Excelencia, que se vuelve atrás? —La necesidad había puesto dureza en su pregunta.
—Un Medici jamás se vuelve atrás. Lo que pasa es que ahora tengo graves preocupaciones. Postergue esto por un año…
Esculpió el cupido, sin embargo, por el placer de trabajar en el mármol blanco y respirar el polvillo que arrancaban sus golpes de martillo y cincel.
Pasaron dos meses de frustración antes de que pudiera conseguir otra audiencia del cardenal Riario.
—¿Qué me propone hoy? —preguntó el prelado, que aparentemente estaba de buen humor ¿Algo vigorosamente pagano que haga juego con las hermosas antigüedades que tiene en su jardín el cardenal Rovere?
—Sí, Excelencia —mintió rápidamente Miguel Ángel.
Se sentó en la cama de su pequeño dormitorio. Sudaba como si tuviese fiebre y buscaba afanosamente en su mente el dios griego más jubiloso y placentero que pudiera hallar. En el barrio florentino, Altoviti le había preguntado una noche:
—¿No ha pensado nunca en esculpir un Baco?
—No, muy pocas veces bebo vino.
A su memoria acudió ahora un joven que había visto en los baños con el cuerpo proporcionado de un atleta: piernas delgadas, cintura breve, pecho muscularmente poderoso, brazos fuertes y aspecto felino.
Su trabajo fue la única recompensa. El Viernes Santo estalló una revuelta en Roma y los adoquines de las calles quedaron teñidos de sangre. Comenzó con un tumulto incitado por los mercenarios españoles del Papa, tan profundamente odiados por los romanos que el pueblo luchó contra ellos armado de cachiporras y piedras. El marido de Lucrezia Borgia, un Sforza, huyó de la ciudad anunciando que los Borgia estaban a punto de asesinarlo porque deseaban que Lucrezia se casase con un español. Al mismo tiempo, Piero de Medici organizó un ejército de mil trescientos mercenarios para atacar Florencia. A continuación se produjo una revuelta en el barrio florentino, cuando el Papa excomulgó a Savonarola. Y terminó con el espantoso asesinato de Juan Borgia. Unos pescadores del Tíber encontraron su cadáver flotando en las aguas y lo sacaron a tierra. Tenía nueve heridas de daga y sus manos estaban atadas. Los romanos no intentaron siquiera disimular su júbilo.
El terror se apoderó de la ciudad. El Vaticano y las actividades comerciales se paralizaron. La Guardia del Papa allanó todas las casas que Juan había visitado, torturó a los servidores en busca de una pista, saqueó las residencias de los florentinos para probar una conspiración, acusó del asesinato al rechazado esposo de Lucrezia y luego a todas las familias nobles de Roma que, en diversas ocasiones, se habían mostrado hostiles al Papa, juntamente con el resto de la población, hasta que el Papa, y todo el mundo, se convenció de que César Borgia había dado muerte a su hermano mayor para que no obstaculizase su carrera.
El cardenal Riario guardó luto, al igual que su superior jerárquico. El palacio se cerró a toda actividad que no fuera de suma urgencia. La escultura no tenía tal carácter urgente. Era un lujo que debía ser abandonado en cuanto algo salía mal.
—El cardenal no hablará de escultura en mucho tiempo —dijo Leo Baglioni—. Le aconsejo que busque otro mecenas.
—¿No podría concertarme una última audiencia? Desearía ver si puedo conseguir que se me pague.
—¡Pero si no ha hecho ningún trabajo!
—¡He trabajado! He hecho bosquejos, modelos, pero el cardenal no me permitió que tocase el bloque de mármol. Es un hombre rico y yo he llegado al fondo de mi exigua bolsa.
No pudo dormir en toda la noche. Pero las desgracias maduran siempre juntas, como los tomates. Leonardo se presentó nuevamente, roto el hábito, y ensangrentado el rostro. De sus entrecortadas palabras, Miguel Ángel pudo llegar a la conclusión de que los monjes de Viterbo se habían vuelto contra él, expulsándole del monasterio, no sin antes haberlo apaleado por defender al excomulgado Savonarola.
—Quiero volver a San Marco —dijo roncamente, mientras se enjuagaba los ensangrentados labios—. Dame dinero para el viaje.
Miguel Ángel sacó la última moneda de oro que le quedaba.
—Yo también me siento vencido —dijo—. Mi único deseo es volver a casa. Pero quédate conmigo aquí unos días hasta que te sientas mejor.
—No, gracias, Miguel Ángel —dijo Leonardo—. Y te agradezco el dinero.
El segundo golpe fue la noticia del fallecimiento de su madrastra, Lucrezia, que le envió su padre en unas cuantas frases deshilvanadas.
E migliore
, pensó con afecto y pena. Ella había comprado siempre lo mejor para su casa y había dado lo mejor de sí a los nueve Buonarroti, aceptando la misión de alimentarlos. ¿La había amado su padre? Era difícil determinarlo. ¿Los había amado ella? Si, eso era seguro. No tenía la culpa si su único talento era el culinario.
Unos días después, un mensajero le trajo una nota de la Hostería del Oso anunciando que Buonarroto estaba de regreso. Corrió a verlo.
—¿Cómo está nuestro padre? —preguntó—. ¿Cómo ha tomado el fallecimiento de Lucrezia?
—Muy mal. Se encierra en su dormitorio y no quiere ver a nadie. Además, está a punto de ser arrestado por esa maldita deuda. Consiglio puede probar que nuestro padre se llevó las telas, y puesto que sólo nos quedan algunos florines, podría ir a la cárcel.
—¡La cárcel! ¡Dios mío! ¡Tiene que vender la granja de Settignano!
—¡No puede! Como sabes, la tiene arrendada por un largo plazo. Además dice que prefiere ir a la cárcel que privarnos de lo único que nos queda como herencia.
—¿Nuestra última herencia una casa? —exclamó Miguel Ángel, furioso—. ¡Nuestra última herencia es el apellido Buonarroti! ¡Tenemos que protegerlo contra todo!
—Pero ¿qué podemos hacer? Yo sólo gano unos cuantos escudos al mes.
—También yo carezco de ingresos. ¡Pero los tendré! ¡Haré que el cardenal Riario comprenda la justicia de mi posición!
El cardenal escuchó, mientras jugaba tranquilamente con la larga cadena de oro que rodeaba su cuello.
—No espero que me dé su tiempo gratis —dijo.
—Muchas gracias, Excelencia, ya sabía yo que se mostraría generoso —dijo Miguel Ángel, emocionado.
—Y así será. Renuncio a todo derecho de propiedad al bloque de mármol y a los treinta y siete ducados que me costaron. El mármol es suyo, a cambio de esa paciente espera.
No le quedaba más que un recurso: los banqueros florentinos Recela y Caleavanti. Se endeudaría. Inmediatamente escribió a su padre diciéndole: «
Le enviaré todo lo que me pida aunque tenga que venderme como esclavo
». Y luego fue a ver a Paolo Recela para exponerle su tragedia.
—¿Un préstamo del banco? No, no, resultaría demasiado costoso para usted, a un interés del veinte por ciento —dijo Paolo—. Pero puedo prestarle dinero mío, sin interés. ¿Se las arregla con veinticinco florines?
—¡Le juro que se los devolveré!
—Exijo que se olvide de esta deuda hasta que tenga su bolsa llena de oro.
Corrió por el laberinto de desempedradas calles, entregó a Buonarroto la nota de crédito y agregó a ella una nota para Consiglio, en la cual asumía para sí la responsabilidad de la deuda de su padre, garantizándole que la pagaría en el plazo de un año.
—Eso es lo que quería nuestro padre, claro —dijo Buonarroto, pensativo—. Ni él ni tío Francesco ganarán un escudo más. Tú y yo somos ahora los Buonarroti. No podemos esperar la menor ayuda de Leonardo o de Giovansimone. Y el pequeño Sigismondo… el Gremio de Vinateros lo ha despedido. En cuanto nuestro padre vea estos papeles, tendrás el mantenimiento de toda la familia sobre tus hombros.
La buena suerte viene también en rachas. Miguel Ángel terminó de pulir su Cupido: el resultado fue un hermoso niño que acababa de despertar y tendía los brazos para que su madre lo tomase en los suyos. Balducci se mostró encantado ante aquella deliciosa figura que parecía palpitar de vida, y preguntó a Miguel Ángel si podían llevarla a la residencia de Galli, para mostrársela a su patrón.