Las reputaciones en Roma se forjaban y deshacían en el tiempo que tardaría un hombre en partir una nuez. Cuando Miguel Ángel se negó a sacar provecho de su victoria para obligar a Sangallo a retirarse de San Pedro, la ciudad le perdonó su crítica a los planes originales del palacio Farnese.
Le llegó una carta de Aretino, escrita en Venecia. Aunque jamás había visto al hombre, Miguel Ángel había recibido docenas de cartas de él en los últimos años. En ellas, Aretino había alternado las más obsequiosas loas con amenazas de destrucción contra Miguel Ángel, si éste continuaba negándole el obsequio de algunos dibujos suyos. Estaba a punto de arrojar aquella nueva epístola al fuego, sin abrirla, cuando algo de la forma en que Aretino había escrito su nombre a través del sellado pliego le llamó la atención.
Rompió el sello mientras sentía una vaga inquietud.
La carta comenzaba con un ataque al Juicio Final y se lamentaba que Miguel Ángel no hubiera seguido los consejos que él, Aretino, le había dado en sus numerosas cartas, en el sentido de representar el Mundo, el Paraíso y el Infierno con la gloria, honor y terror debidos.
Luego pasaba a insultar a Miguel Ángel, calificándolo de «
avaricioso
» por haber accedido a construir una tumba para un Papa indigno, y de «
falso y ladrón
» por haber aceptado «
los montones de oro que el papa Julio II le entregó sin dar a los Rovere nada a cambio de ese dinero
».
Asqueado. pero fascinado por el violento tono de acusación, alternado con el ruego de la larga carta, Miguel Ángel continuó leyendo:
Ciertamente habría sido bueno que hubiera cumplido su promesa con la debida atención, aunque no fuera más que para silenciar a las lenguas malignas que lo acusan de que sólo un Gherardo o un Tommaso saben cómo obtener sus favores por medio de la seducción.
Un terrible escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿A qué lenguas malignas se refería Aretino? ¿A qué favores? Sus dibujos eran suyos, y podía hacer con ellos lo que se le antojase. Nadie había necesitado «
seducirlo
» para obtenerlos.
Dejó caer las hojas del infame papel y empezó a sentirse mal. Durante los setenta años de su vida lo habían acusado de numerosas cosas: de ser, arrogante, insociable, altanero, poco amigo de asociarse con nadie que no tuviera gran talento, elevadísima posición… Pero jamás se había formulado una insinuación como la que acababa de leer. Gherardo era un ex aprendiz suyo y amigo, de Florencia, a quien había regalado algunos dibujos hacia más de veinte años. Tommaso de Cavalieri era el alma más noble, el hombre más inteligente y bien nacido de toda Italia. ¡Era increíble! Por espacio de cincuenta años, desde que Argiento había llegado ante él, había tomado aprendices, ayudantes y criados en su casa. Al menos unos treinta jóvenes habían vivido y trabajado con él, crecido con él o a su lado, en aquella tradicional relación entre maestro y discípulo. Jamás, en su asociación con los jóvenes aprendices, desde la
bottega
de Ghirlandaio, se había murmurado una sola palabra contra su intachable conducta. ¡Qué blanco ideal para el chantaje hubiera sido, de haberse puesto una sola vez a merced de alguien!
La acusación de blasfemo por su concepción del Juicio Final y la referente a que había defraudado a la familia Royere podían ser defendidas y destruidas sin mucho esfuerzo. Pero verse ante esa falsa imputación a la altura de la vida en que se hallaba, una acusación no muy distinta a la que se había lanzado públicamente contra Leonardo da Vinci en Florencia, hacia tanto tiempo, le parecía un golpe tan devastador como jamás lo había sido ningún otro de los muchos recibidos en su vida.
No necesitó mucho tiempo el veneno de Aretino para filtrarse en Roma. Unos días después, Tommaso llegó al taller pálido, apretados los labios de ira. Cuando Miguel Ángel insistió en conocer la causa de aquella actitud, Tommaso respondió:
—Anoche me enteré por un obispo, en la corte, de la carta que le ha escrito Aretino.
Miguel Ángel se dejó caer, abatido, sobre una silla.
—¿Cómo debe proceder uno ante semejante alimaña? —preguntó con voz ronca.
—De un modo sencillo. Acceder a sus peticiones. Así es como ha prosperado hasta ahora.
—¡Siento mucho esto, Tommaso! —dijo Miguel Ángel, entristecido—. ¡Hubiera dado mi vida para ahorrarle esta situación embarazosa!
—Es por usted por quien estoy preocupado, Miguel Ángel, no por mí. Mi familia y mis amigos me conocen perfectamente. Se reirán de esa infame mentira y no le harán caso… Pero usted, mi querido amigo, es reverenciado en toda Europa. Es a usted a quien Aretino quiere herir; a usted y a su posición, a su trabajo… ¡Yo no le causaría el menor daño por nada del mundo!
—Jamás podría usted causarme daño, Tommaso. Su amor y admiración hacia mí han constituido mi alimento espiritual. Enferma la marquesa Vittoria, el suyo es el único amor con el que puedo contar para sostenerme. Yo haré como usted respecto a ese infame calumniador. Lo despreciaré como se desprecia a los viles chantajistas. Continuemos con nuestras vidas y nuestro trabajo. Ésa es la respuesta más apropiada para Aretino y quienes crean sus palabras.
En sus dibujos para la Crucifixión de Pedro, se empeñó audazmente en hallar una nueva expresión para la pintura. En el centro del diseño dibujó un agujero que se estaba abriendo para contener la cruz. Pedro aparecía clavado en ella, cabeza abajo, mientras la cruz estaba apoyada diagonalmente sobre una gran roca. Poco herido todavía por aquellos clavos, Pedro miraba al mundo con expresión indignada: su rostro maduro era fieramente elocuente en su condena, no sólo de los soldados que lo rodeaban y dirigían la crucifixión, o de los obreros que estaban ayudando a levantar la cruz, sino de todo el mundo: una acusación de tiranía y crueldad tan potente como la del Juicio Final.
Cuando estaba completando el boceto de los dos centuriones romanos y lamentaba no poder dibujar sus caballos con el genio con que Leonardo da Vinci había pintado siempre esos animales, las campanas de las iglesias comenzaron a tañer tristemente sobre la ciudad. Su criada irrumpió corriendo en el taller y exclamó:
—¡
Messer
!… ¡Sangallo ha muerto!
—¿Muerto? Pero si estaba construyendo en Terni…
—Enfermó repentinamente, y acaban de traer su cadáver a Roma.
El papa Pablo III despidió a Antonio da Sangallo con unas exequias espectaculares. Su féretro fue llevado por las calles con gran pompa y seguido por los artistas y artesanos que habían trabajado con él a través de los años. En la iglesia, Miguel Ángel, acompañado por Tommaso y Urbino, escuchó las loas tributadas al extinto, que fue calificado como «
uno de los más grandes arquitectos desde que los antiguos construyeron Roma
». Cuando regresaban, Miguel Ángel comentó:
—Ese panegírico es el mismo, palabra por palabra, que se escuchó cuando murió Bramante, a pesar de lo cual, el Papa León X suspendió todos los trabajos que realizaba Bramante para el Vaticano, de la misma manera que Pablo III suspendió la construcción del palacio Farnese por Antonio da Sangallo, los muros defensivos del Vaticano y San Pedro…
Tommaso se detuvo bruscamente, se volvió y miró a Miguel Ángel.
—¿Cree…? —inquirió.
—¡Oh, no, Tommaso!
El superintendente de la construcción sugirió que Giulio Romano, escultor y arquitecto, discípulo de Rafael, fuese llamado de Mantua, donde se hallaba, y designado arquitecto de San Pedro.
El papa Pablo III exclamó, enérgico:
—¡De ninguna manera! ¡Será Miguel Ángel Buonarroti y nadie más!
Miguel Ángel fue llamado por un paje y se dirigió al Vaticano en su hermoso caballo blanco.
El Papa estaba rodeado por un contingente de cardenales y cortesanos. Al verle, exclamó:
—Hijo mío… ¡Os designo arquitecto oficial de San Pedro!
—Santo Padre… ¡no puedo aceptar ese cargo!
Hubo un fugaz brillo en los ojos fatigados pero todavía astutos del Pontífice.
—¿Vais a decirme, acaso, que la arquitectura no es vuestra profesión?
Miguel Ángel enrojeció. Se había olvidado de que el papa Pablo III, entonces cardenal Farnese, se hallaba en aquel mismo salón del trono cuando Julio II lo contrató para decorar la Capilla Sixtina y él respondió angustiado: «
No es mi profesión, Santidad
».
—Santo Padre —dijo—, podría verme obligado a derribar todo cuanto ha construido Antonio da Sangallo, despedir a los contratistas empleados por él… Toda Roma estaría contra mí como una sola persona. Tengo que completar la Crucifixión de Pedro. En la actualidad tengo algo más de setenta años. ¿Dónde podría hallar la fuerza vital necesaria para construir, desde los cimientos, la iglesia más imponente de toda la cristiandad? No soy Abraham, Santo Padre, que vivió ciento setenta y cinco años…
El Papa se mostró singularmente despreocupado por toda aquella lista de dolores y lamentos. Sus ojos brillaron.
—Hijo mío, todavía sois joven. Cuando lleguéis a mi augusta edad de setenta y ocho años, os permitiré que habléis de vejez. ¡Antes, de ninguna manera! Y para entonces, ya habréis terminado de construir San Pedro… ola obra estará muy adelantada.
Miguel Ángel sonrió, aunque con evidente melancolía.
Salió de los terrenos del Vaticano por la Puerta Belvedere y emprendió la larga subida hasta la cima del Monte Mario. Después de descansar y observar la puesta del sol, descendió por el lado opuesto a San Pedro. Todos los trabajadores se habían retirado ya. Recorrió los cimientos construidos por Sangallo, las paredes bajas para la serie de altares, que se extendían por el lado sur. Los numerosos y pesados pilares, sobre los cuales Sangallo había tenido la intención de construir una nave, y dos pasillos tendrían que ser destruidos. Las grandes bases de cemento para las dos torres o campanarios tendrían que desaparecer, igual que los soportes que se estaban construyendo para la pesada cúpula.
Su recorrido de inspección terminó al anochecer. Al encontrarse frente a la capilla de María de la Fiebre, entró y se detuvo en la oscuridad ante su Piedad. Lo desgarraba un conflicto interior. Todo movimiento que había hecho desde el día en que denunció por primera vez la mezcla de cemento que Bramante empleaba lo había ido empujando hacia la un hecho insoslayable: hacerse cargo de aquella magna obra. Deseaba sinceramente salvar la iglesia, convertirla en un glorioso monumento al cristianismo. Siempre había tenido la sensación de que aquella era su iglesia, que, de no ser por él, posiblemente jamás habría sido concebida. Entonces, ¿no era él el responsable de la suerte definitiva del templo?
Sabia también la enorme dimensión de la tarea, la encarnizada oposición que encontraría, los largos años de durísimo trabajo. El final de su vida seria de un esfuerzo mucho más agotador que cualquier otro periodo anterior de la misma.
Pero de pronto, se serenó. ¡Claro que tenía que construir San Pedro! ¿Acaso la vida no era para ser trabajada y sufrida hasta el fin?
Se negó a recibir paga alguna por sus servicios como arquitecto, ni siquiera cuando el Papa le hizo llegar una bolsa que contenía cien ducados. Pintaba desde la primera luz del día hasta la hora del almuerzo en la capilla Paulina, y luego caminaba los pocos pasos que lo separaban de San Pedro para inspeccionar las obras de derribo. Los obreros se mostraban hoscos y mal dispuestos hacia él… pero obedecían las órdenes que les daba. Descubrió, con el consiguiente desaliento, que los cuatro pilares principales de Bramante, que habían sido preparados en distintas ocasiones por Rafael, Peruzzi y Sangallo, seguían defectuosos y no sostendrían la tribuna y la cúpula hasta que no se vertieran en ellos más toneladas de cemento. La revelación de aquella debilidad todavía evidente enfureció aún más al superintendente de la construcción y a los contratistas que habían trabajado a las órdenes de Sangallo; opusieron tantos obstáculos que el Papa tuvo que emitir un decreto declarando a Miguel Ángel superintendente, además de arquitecto, y ordenando a todos cuantos estaban empleados en la construcción de San Pedro que debían obedecer ciegamente sus órdenes. Miguel Ángel eliminó poco después a los contratistas y artesanos que a pesar de la orden se empeñaron en seguir siendo hostiles.
Desde aquel momento, la construcción comenzó a crecer con un impulso que asombró e incluso asustó a Roma.
Una Comisión de Conservadores Romanos, impresionada ante aquellos progresos, se presentó a preguntar a Miguel Ángel si se haría cargo de salvar la colina Capitolino y la ladera denominada Campidoglio, que habían sido sede de religión y gobierno del Imperio Romano, con sus templos a Júpiter y Juno Moneta. Aquel histórico lugar estaba ahora en ruinas. Los antiguos templos eran montones de piedras; el edificio del Senado era una arcaica fortaleza en cuyo terreno pastaban animales, y la extensión plana se hallaba convertida en un mar de barro en invierno y de tierra en verano. ¿Aceptaría Miguel Ángel la tarea de restaurar el Campidoglio a su grandeza de antaño?
—¿Que si acepto? —dijo Miguel Ángel a Tommaso, cuando los Conservadores se habían retirado ya, dejándole que estudiase su ofrecimiento—. ¡Si pudiese ahora estar presente Giuliano da Sangallo! ¡Ése era su sueño! ¡Me ayudará, Tommaso! Podemos hacer que se materialice la esperanza suya de reconstruir Roma…
Los ojos de Tommaso bailaban como estrellas en una noche de viento.
—Gracias a sus enseñanzas, creo que puedo realizar esa obra. Verá cómo llego a convertirme en un buen arquitecto.
—Proyectaremos algo muy grande, Tommaso, cuyos trabajos necesiten los próximos cincuenta años. Cuando yo haya desaparecido, usted completará la obra de acuerdo con nuestros planos.
Ahora que trabajaba como arquitecto con titulo reconocido, designó a Tommaso ayudante suyo, asignando un espacio adicional en la casa para la arquitectura. Tommaso, que era un dibujante meticuloso, se estaba convirtiendo rápidamente en uno de los arquitectos jóvenes más capaces de la ciudad.
Ascanio Colonna, hermano de Vittoria, se había visto envuelto en una disputa con el Papa relativa al impuesto sobre la sal, y su ejército particular fue atacado por las fuerzas papales. Se expulsó a Ascanio de Roma, y quedaron confiscadas todas las propiedades de la familia. La inquina del cardenal Caraifa hacia Vittoria se intensificó entonces. Varios de sus amigos huyeron a Alemania y se unieron a los luteranos, lo cual contribuyó aun más a condenar a Vittoria ante la Comisión de Inquisición. Entonces se refugió en el convento de Santa Ana de Finan, sepultado entre los jardines y columnas del antiguo Teatro de Pompeyo.