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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Drama, Fantástico

La alargada sombra del amor (9 page)

BOOK: La alargada sombra del amor
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—¿Te apetece beber algo?

—Noooo, teniendo en cuenta mi tamaño, el alcohol no me resulta de ninguna utilidad. ¡Necesitaría litros y litros para emborracharme!

—No, no necesariamente alcohol, ¿tienes sed?

—Apenas bebo más que los muertos, solo una o dos veces por semana.

—Ah, sí, ¿los muertos no beben?

—No, en realidad tampoco comen.

No me atrevo a abordar la cuestión, pero solo espero una cosa: la salida hacia el país de los muertos. Entonces Jack empieza a explicarme que los fantasmas se alimentan únicamente inhalando niebla, y yo me lanzo:

—¿Crees que me harán probar la niebla?

—Los vivos no tienen suficiente aliento para inhalar la niebla, ¡necesitarías un narguile!

—¿Quieres decir que los fantasmas andan por ahí con un narguile?

—¡Claro que no! Los fantasmas están hechos de aliento, de auténticos trocitos de viento, pueden inhalar una cantidad increíble de niebla con una sola inspiración. En Escocia o en Islandia, los vivos y los fantasmas conviven en armonía. Cada uno cree y respeta la singularidad del otro y así les va muy bien. Los fantasmas están contentos de salir a inhalar las toneladas de niebla espesa que genera la tierra de su país, y los vivos están contentos de ver el cielo azul de vez en cuando gracias a esos tragones de nubes. Es una especie de equilibrio natural. Además, es muy bonito ver fantasmas inhalando bruma. Provocan toda una serie de hermosos remolinos. Manifiestan su placer con unos grititos muy finos: parecen sierras musicales desafinadas. Los fantasmas gritan igual que respiran, recuerdan el sonido que haría el viento introduciéndose en una flauta dulce.

Habla cada vez más alto y acompaña las palabras con gestos, hay viento en la habitación. Agita los posters y entreabre mis libros de cabecera. Se interrumpe unos segundos, luego canturrea una melodía en falsete.

—Cuando son muchos, creerías estar oyendo una orquesta filarmónica de vientos tocando una partitura melancólica. Cualquier humano que percibe ese sonido rompe a llorar inmediatamente.
¡Llorrrrar Hombrrre!
Desde un viejecito medio sordo hasta una modistilla con tatuajes y
piercing
enganchada al punk rock, todo el mundo se deshace en lágrimas. Las lágrimas corren y las nubes se despejan dejando ver rayos de sol. ¡Y resulta que todo el mundo llora al sol! El sonido de los sollozos se eleva y rima con los hipidos interminables. Se forman arco iris en los párpados de la gente y cada uno se pasea con sus pedazos de arco iris entre las pestañas.

—¿Y no les dan miedo los fantasmas?

—No, han aprendido a conocerse, a reconocerse. Hay que acabar con los prejuicios sobre los fantasmas, los monstruos y todo eso, ¡ea! ¡Respecto a esa cuestión, en el sur de Europa estáis muy atrasados!

—Sí, aquí la gente tiene miedo hasta de los extranjeros.

—¡Pues imagina cómo me reciben a mí, un gigante de ciento treinta años!

—Sí, ¿cómo te reciben?

—Ay, siempre me vienen con la misma monserga: «Se comerá a nuestros hijos, nos romperá los coches, nos hará sombra…».

—¿Y nunca te has comido a un niño?

—¡Noooo, solo a niñas de más de dieciocho años, y aun así no lo hice aposta!

—¿Cómo es eso?

—¡Estoy bromeando, esa es una broma recurrente de gigante! Al menos hace cien años que no me he comido a nadie, ¡ja, ja!

—Y los fantasmas, ¿inhalan bruma con frecuencia? ¿También aquí, en Montéléger?

—Por supuesto, algunas noches puedes verlos picoteando por la orilla del Pétochin, debajo del puente, principalmente en invierno, cuando anochece. Los fantasmas siempre tienen hambre; por otra parte, de ahí sacan su máximo potencial en cuanto a provocar pánico: ¡los ojos hambrientos!

—¡Me has dicho que no daban miedo!

—Los humanos siempre temen un poco que vengan a comérselos, pero, por lo general, ningún peligro…

—¿Qué quieres decir con «por lo general»?

—Algunos fantasmas no aceptan su condición y durante una temporada siguen comiendo alimentos sólidos; tratan de regresar al mundo de los vivos para saborear a escondidas los platos de los que guardan mejores
recuerdos
. —Dice recuerdos con acento americano; parece la voz de Frank Sinatra a cámara lenta—. Los más feroces atacan directamente a los seres humanos. Les muerden del mismo modo que tú morderías un sándwich. Y entonces, con toda tranquilidad puedes encontrarte con una mano arrancada, ¡o incluso un trozo de nalga, si estas son apetitosas! Por eso te desaconsejo los paseos nocturnos por el cementerio. ¡A no ser que tengas ganas de que un fantasma te devorrrre el culo!

—Pero ¿no dices que los fantasmas no pueden comer?

—Comer no, pero sí devorar. Carecen de aparato digestivo, entonces vomitan, y cuando ya están hartos de vomitar, se hacen a la idea y aprenden a inhalar la niebla. Lo cual no les impide matar a gente de vez en cuando.

—¿Por dónde pasan para regresar?

—¡Adivina! Por el mismo camino que nosotros para ir…

—¡Las sombras!

—Las sombras son las puertas del país de los muertos. No todas, por supuesto, y no siempre están abiertas, pero por ahí es por donde todo se comunica. Hay un tráfico intenso en la tierra de los muertos, existen «barqueros» que conocen los pasadizos secretos y las horas en las que se puede pasar por ellos. Antes de lanzarme al doctorado en sombrología, yo ejercí ese oficio. Casi todos los muertos recientes quieren regresar. Ya sea para ver de nuevo a las personas que quieren, o para vengarse de los otros, a menudo por los dos motivos. Pocos se quedan mucho tiempo.

—¿Por qué?

—Porque les deprime estar muertos en el país de los vivos. Si ya no resulta fácil aceptar que uno está muerto, andar deambulando entre los vivos, cuando uno solo es un muerto, ¡es horrible!: ven a las personas que quieren, pero por más que hagan chirriar las puertas o tiren objetos, ellas no los ven. Siempre pueden refugiarse en sus brazos, pero esas personas no sienten nada y los muertos tampoco. ¿Te gustaría vivir a pocos centímetros del amor de tu vida sin poder tocarla? Eso es aún peor que no verla para nada. Porque aunque la muerte te quite el tacto y el aparato digestivo entre otras cosas, la memoria permanece intacta. Los muertos se acuerdan muy bien de lo que podían sentir cuando vivían. Regresar al país de los vivos en calidad de fantasmas produce la misma sensación que la de ser un diabético atado a una cama con forma de
éclair
de chocolate sobre el que vierten crema inglesa ¿Has estrechado fríamente la mano de la chica más tórrida que hayas conocido?

—Sí

—Pues bueno, lo otro es peor.

—Y al contrario, pasar a través de las sombras en calidad de vivo, está bien, ¿no?

—Sí, es posible. Lo ideal es no ir allí, más adelante tendrás toda la eternidad para visitarlo, pero si te empeñas tanto, ¡entonces voy contigo! Los peligros son muchos. El país de los muertos es siete veces más vasto que el de los vivos y resulta casi imposible no perderse. Allí uno siente tal sensación de sorpresa mezclada con éxtasis que, inevitablemente, se olvida de dónde procede. Igual que cuando a los submarinistas en apnea les da la «borrachera de las profundidades», no encuentran la superficie y mueren ahogados. No hay nombres de calles ni carreteras, es una especie de desierto por donde pululan fantasmas más o menos bien intencionados. Si te pierdes, puedes pasarte años bloqueado allí y convertirte en lo que se llama un «fantasma invertido», un vivo que habita el país de los muertos. Muchas de las desapariciones misteriosas se explican por ese motivo. Son personas que van a mirar detrás de las sombras y que jamás encuentran el camino de vuelta.

—Contigo, nada me da miedo, ¡conoces bien el camino de las sombras!

—Sí, pero tu sombra debe estar perfectamente ajustada, ¡como si te vistieras para escalar el Everest! Nunca reveles tu identidad de vivo a un fantasma, podría matarte por envidia. A algunos les entristece tanto haber muerto que eso los hace agresivos.

Jack continúa sentado en mi cama, pero cada vez se inclina más hacia delante. Si sigue así, se dará con la ventana en toda la cara y despertará otra vez a papá.

Reflexiono sobre lo que me ha contado respecto a la manera en que se alimentan los fantasmas, y me pregunto si tú, al otro lado, has adquirido esas costumbres. ¿Inhalas bruma? ¿Reconocería tu voz en una coral de fantasmas?

—¿Me llevarías a escuchar una coral de fantasmas?

—¡Allá adónde vamos, hay un festival eterno! Los gigantes cantan los bajos, los fantasmas de animales salvajes hacen los barítonos, los hombres los tenores, las chicas los altos y los fantasmas de gatos los sopranos, con todos los matices, hasta los fantasmas de ratones cachorros, que por otra parte, desafinan mucho. Sin embargo, a mí, personalmente, ¡me encanta cantar con los ratoncitos!

—¡Ese es tu lado Gainsbourg!

—En los años cincuenta, por aquel entonces vivía en la isla de Skye al oeste de Escocia, grabé unas buenas sesiones de lloros eufóricos mezclados con voces de fantasmas. Había fabricado un aparato con un grabador de madera que llamé «sollófono». Solo era una cajita, como el estuche de una armónica, pero a mi escala. Le añadí un astuto mecanismo que permitía reinterpretar el sonido grabado según se acercaban más o menos las manos a la caja: la mano izquierda para el nivel acústico, la mano derecha para el tono, resultaba muy divertido.—Gesticula acercando y alejando las manos de mi cabeza, como si yo fuera el sollófono—. Tengo casetes enteras llenas de sollozos y voces de fantasmas.

»Un día, un tipo que respondía al nombre de Léon Thérémin vino a mi encuentro para preguntarme cómo funcionaba el sollófono. Llevaba años investigando sobre cómo grabar las voces de los fantasmas, pero su aparato no captaba los sollozos humanos. Le presté mis micros de célula ectoplásmica y le expliqué que resultaba muy divertido grabar en dos pistas separadas las voces de los muertos y de los vivos, para luego mezclarlas.

»Se marchó sin darme las gracias, y nunca más volví a verlo. Después, supe que él había “inventado” un instrumento de voces fantasmas que humildemente llamó “theremin”, que no es otro que la réplica de mi sollófono. Vendió miles de theremines a los productores de películas de terror de los años cincuenta. ¡Se acabaron las noches de luna llena acechando las voces de los fantasmas ocultos tras las tumbas! El theremin revolucionó el cine fantástico. En la misma época, inventaron una máquina de humo, y se empezó a ver cantidad de películas de terror, todas ellas con el mismo humo y las mismas voces de fantasmas.

—¡Permitiste que te robaran el invento!

—¡Bah!, al menos aquello divirtió a un montón de gente. Sin ese tipo, el sollófono se habría quedado en mi casa, en el bosque. Yo ya tenía noventa años y medía más de tres metros y medio, habría sido un miserable representante comercial.

—¡Sí, les habrías dado un buen susto a todos con tu caja de fantasmas!

—¡Pues sí! ¡Huuuhuuu! —aúlla haciendo temblar las paredes de mi habitación, autoparodiándose con los dos brazos hacia delante y los dedos separados.

Ahora conozco un poco al gigante, pues aun así, me río entre dientes, tengo un poco de miedo. Como si hubiera amaestrado a un tigre y, un buen día, el susodicho tigre convertido en adulto se divirtiera gruñéndome a dos centímetros de la cara.

Lo imagino entrando en las tiendas de música, tratando de vender los sollófonos. Antes de saludar ya habría tirado tres guitarras y dos saxofones. Y todos los músicos encoletados, con sus solos de blues blanco y blando en unas guitarras de última generación, se pegarían el susto de sus vidas. Lo veo ahí, con la cabeza hacia delante, tocando el sollófono y agitando sus enormes brazos…, los sonidos de fantasmas sustituyendo a las inmundicias de metal-blues mediocres que se oyen habitualmente, todos esos esnobzuelos que te miran por encima del hombro cuando vas a comprar solo una armónica en lugar de un ordenador o una guitarra eléctrica de once cuerdas con el sonido de saxofón de Jean-Jacques Goldman opcional, ¡todos esos técnicos a la fuga! ¡Ay, sí!

Jack corta en seco mis pensamientos:

—Bueno, ahora, vamos allá —dice.

Entusiasmado con sus historias, casi había olvidado por qué Jack estaba ahí. Vamos a pasar detrás de las sombras para llegar al país de los muertos.

Me sentó bien oírlo hablar de algo distinto que de la muerte y el vacío. No hay nada más aburrido que alguien que solo habla de su trabajo. Jack sabe distraerme, pienso que eso debe de formar parte de su manera de curarme. A los niños se les cuenta historias para ayudarlos a dormir, yo soy como un niño viejo que se orienta hacia los asomníferos desde hace mucho tiempo, pero tengo un gigante que me ayuda a soñar.

En el pasillo, los cuadros de papá parecen vigilarnos. Jack se arrodilla y rebusca en los bolsillos interiores de su enorme redingote. Saca un maletín todo abollado. Parece un técnico de televisores.

—Con esto nos guiaremos —dice al tiempo que me muestra una linterna con un ojo en lugar de bombilla—. Es un ojo de gato, permite ver a través de la noche y las sombras.

Jack se pone unos guantes negros. Podría decirse que acaba de enfundarse dos arañas gigantes. Se coloca el ojo de gato en la frente con cinta adhesiva. Parece un espeleólogo que se dispusiera a entrar a robar en algún sitio. Ausculta la casa, rozando las paredes con la punta de sus dedos enormes. Yo le sigo como si fuera su sombra, pero en pequeño. Y ahí está, metiendo las manos entre las sombras cortantes de la casa. Tus peinecillos y tus cosas de maquillaje están engastados en ellas. El gigante las tocas como un modisto examinando un tejido, deslizando la tela entre el pulgar y el índice. Luego se pone a dar golpecitos en las paredes con un pequeño martillo de acero semejante a los que utilizan los médicos para comprobar los reflejos. Coloca delicadamente la oreja contra las paredes, y parece que escucha cómo late el corazón de la casa. Yo pienso que si oye algo, más bien será el reloj de cuco, o los ratones del desván, pero prefiero no decir nada.

Palpa en el hueco de las escaleras, el desván, la cocina, el salón, el pasillo, palpa precisamente el reloj de cuco, luego el tirador de tu habitación. Le susurro «¡no…!», él me dice que sí, que es por ahí. Se apoya en la sombra de la puerta de tu habitación y la sombra se mueve. Lo veo hacer el gesto de llamar a la puerta; sin embargo, no produce ningún sonido.

—Ok…—se le escapa—. Déjame ver un poco tu sombra —añade en un tono seco.

BOOK: La alargada sombra del amor
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