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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Drama, Fantástico

La alargada sombra del amor (3 page)

BOOK: La alargada sombra del amor
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Un caracol enorme cuelga ridículamente del extremo de su oreja izquierda, me entran muchas ganas de señalárselo, pero no digo nada. Este tipo posee un don de la comicidad, da la sensación de que podría pasar horas y horas contando historias divertidas sin hacer un gran esfuerzo, tan solo gesticulando un poco. No obstante, al igual que los mejores profesores, sabe adoptar una actitud seria de repente.

—Tengo algunas recomendaciones que hacerte para tratar de salir indemne de todo esto: para empezar, debes luchar solo. No mezcles a nadie en esto, ni siquiera a las personas que quieres, principalmente a los que quieres. No te digo que vivas recluido, al contrario, pero el combate interior debes llevarlo a cabo solo. Tu sombra es un arma que puede volverse temible para desbaratar a la muerte. Aprenderás a utilizarla. Solo hace falta un poco de práctica.

»En segundo lugar, no debes utilizar las puertas que conducen al país de la muerte. Luchar contra la muerte no significa ir a verla de cerca. El único modo de matar a la muerte es seguir vivo. Mantente orientado hacia la vida. La sombra funciona como una especie de vacuna, contiene la muerte, pero tú no debes tocarla. No bromees con eso, es lo que hace que con mayor frecuencia fracase el tratamiento. Eso y las personas que no aceptan la vida. Pero estos morirían de todas maneras.

Se concede una pequeña pausa, respira una gran bocanada de aire y rebusca en sus incontables bolsillos de libros. Saca tres obras para dármelas, ¡«prrrllessscrlllibir», como él dice!

—Me gustan los libros que caben en los bolsillos, que se pueden acarrear, amar, prestar, doblar una esquina, dar, volver a comprar para leer los fragmentos preferidos. Para mí es un acto importante intercambiar un libro que quieres, como prestar tus zapatos. Aunque… yo no te presto mis zapatos porque me resulta dificilísimo encontrar de mi número. Además, al margen de dormir dentro, no sé qué ibas a hacer con mi calzado; sin embargo, puedes coger estos libros. En ellos encontrarás historias de sombras, y harán que pienses en otras cosas, ¡ja, ja!

Creo que trata de hacerme reír, aunque realmente tiene un humor de fantasma.

—Esto forma parte de tu tratamiento, amigo: los libros son accesorios no accesorios para luchar contra la noche eterna. Duermen en mis bolsillos, solo los despierto para prestarlos cuando parece que alguien los necesita.

En ese instante, me muestra una enorme sonrisa que, de verdad, va de oreja a oreja. Entonces desaparece tal y como ha aparecido, como el sonido del viento.

Los tres libros apoyados en la palma de su mano parecían una nidada de pajarillos de papel. En mis propios brazos, se convierten en simples libros. Me los meto en los bolsillos mientras me dirijo a la entrada del hospital. Estoy totalmente ido, mi cuerpo funciona con el piloto automático. Resulta difícil separar el corazón y el cerebro y, por tanto, solo confío en mis piernas para avanzar.

Mi nueva sombra, enorme, arrastra un poco por el suelo; me enredo los pies con ella. Voy en busca de Lisa y papá; a partir de ahora deberemos apoyarnos los unos en los otros. Cuando uno de los tres se derrumbe, los otros dos deberán acudir en su auxilio. Los papeles se intercambiarán por minutos.

El personal del hospital se ha marchado a otro lado. Ha llegado el momento en que debemos irnos, ya no tenemos nada que hacer allí. Hay que regresar a casa.

Lisa está sentada en el asiento trasero del coche, junto a mí. Exactamente como cuando íbamos a esquiar. Nadie se pone delante, en «tu sitio». El problema con las sombras se confirma. La muerte se ha instalado en la parte delantera y nos vigila por el retrovisor. Ocupa tu lugar; no puedo aceptarlo, no puedo creerlo.

Papá arranca el motor, aún me pregunto cómo es capaz de conducir. El coche sube atravesando la ciudad, como teledirigido. Los árboles empiezan a reemplazar a los edificios, la noche se condensa contra el parabrisas. El resto es como un bosque que nos abraza y el viento bate sobre nosotros.

Del hospital a casa hay más o menos diez kilómetros. Y hoy se convierten en los diez kilómetros más largos de mi vida. Me conozco de memoria el perfil de todos los montes del horizonte, de todas las curvas. He pasado por aquí en la «ruta» para ir al instituto, en coche para acudir a la universidad, hasta en la furgoneta de nuestra gira musical para descargar los instrumentos en el garaje. Es el camino de regreso a casa. Papá se esfuerza por conducir como lo hace siempre. Sin embargo, yo tengo la sensación de que ya ni siquiera existe la casa, de que nunca encontraremos el cartel que anuncia «Montéléger».

El cielo está salpicado de asfalto helado, rasca en el techo del coche. Papá sigue concentrado en conducir, con esa singular idea de que no, la casa no ha debido de moverse. Los faros iluminan, las ruedas giran, las marchas cambian. No nos cruzamos con otros coches, únicamente con sombras, que se extienden por el horizonte como los pantalones negros de todo un equipo de fútbol fantasma.

Papá se las apaña bien al volante. No obstante, conducir con una tormenta de soledad y vacío es complicado. Todo arde, todo explota, los árboles clavados al revés en el cielo, el cielo clavado en el parabrisas. Creo que sopla un fuerte viento, pero nadie dice nada. Todos estamos asustados, pero nadie dice nada. Únicamente el motor cambia de sonido cuando papá desembraga. Me vienen a la cabeza algunos recuerdos de las vacaciones de esquí, son recuerdos que se encienden e inmediatamente se apagan.

Llegamos a «Montéléger», con sus escasas luces de pueblo dormido. En el centro está la iglesia, presidiendo el pueblo. Pronto la veremos. Un poco más lejos se encuentra el colegio y sus olores de vuelta al cole. En las aceras, las cáscaras de plátano que la lluvia ha pegado unas a otras.

El arrollo atraviesa el pueblo. Ese conoce todos mis secretos. Ahí he pescado sueños al salir de clase, sueños de ranas. He soñado con chicas tumbadas en él. Eran sueños sabrosos mientras iba de tu mano. Podía soñar tranquilo, fingir que me escapaba, gritar, caminar al revés, aminorar-acelerar, por el camino que nos llevaba a casa. En cualquier caso, tú me tenías cogido, ese es un trabajo de madre y yo lo había interiorizado muy bien.

Recuerdo el ambiente de la merienda, jugábamos a fútbol entre las piedras, recuerdo los relatos del día en el cole, los «¿Qué hay para cenar hoy?» apurándonos un poco como quien no quiere la cosa para no perdernos a Goldorak. ¿También a él lo habrán vencido? ¿Habrá acabado su vida de súper héroe con un tubo de oxígeno en la nariz? Puede ser que lo hayan dejado oxidarse en su cacerola volante, que se haya puesto enfermo por no poder seguir volando y que haya perdido sus preciosos cuernos con forma de plátano. ¡Eh! Goldorak sin sus cornofulgurantes debe de parecerse a un
punk
de chatarra de ciento cincuenta años. ¿También él habrá tenido que ponerse un horrible pijama de hospital de papel con los zapatos de plástico de bolsa de basura a juego? Ahora debe de andar por el fondo del arroyo, abandonado como un juguete roto, rodeado de ranas muertas.

¿Nos habrá seguido el gigante? Teniendo en cuenta el tamaño de sus piernas, corriendo ha de alcanzar la velocidad de un coche.

El coche aminora la marcha y sube por la urbanización, que se conoce de memoria. Todas las casas están exactamente igual que siempre, y esta normalidad resulta del todo aterradora. Las farolas nos miran con cara como de: «Control de identidad, por favor. Tengan la amabilidad de sacar las estrellas de los bolsillos, del pelo, de los ojos. Todo lo que brille, deposítenlo en la bolsa de plástico: sus sonrisas, sus recuerdos, ya no los necesitaran allá adonde ahora van».

He guardado mis recuerdos y mis historias del gigante. No es el momento de hablar de ello con Lisa y papá; aún no. Siento los huesos, agrandados en los hombros, pero no la piel. Estoy colgado de mi esqueleto.

Papá continúa con las manos pegadas al volante, pero yo ya no tengo la impresión de que conduce. Podría decirse que el coche ha decidido por sí solo detenerse delante del portalón. Bajo para ir a abrir el garaje. Mi sombra de gigante se desliza por el asfalto, sin hacer ruido.

El vacío y su orquesta silenciosa se han apoderado de la casa. Doy unas cuantas vueltas por el pasillo. Siento las sombras por toda la casa. Cada recoveco está habitado. Aun así prefiero pasearme por entre esos fantasmas que ir a acostarme. Nunca más volveré a verte, y tú nunca más volverás a ver nada. Todo mi cuerpo rechaza el pensamiento y avanzo chocándome con las paredes.

Por primera vez me envuelvo en mi nueva sombra. Sé que supuestamente me ayudará, pero no sé cómo utilizarla. Bueno, esta es mi sombra, el gigante me la dio, me asusta un poco menos que todas las que surcan la casa, que se clavan como cuchillas en las puertas. Y en el lavabo del cuarto de baño, y en el cráneo de toda la familia que se lava allí los dientes. Vamos a acostarnos y parece que se nos clavan esas cuchillas en el cráneo. Hacen tanto daño como los rayos de sol en los ojos. Difunden dos productos muy tóxicos para nuestros corazones agujereados, corazones que se pasean sin rumbo fijo por esta casa: el primero es un vacío visible, y el segundo son tus recuerdos de vida en esta casa. Los dos juntos te parten el alma.

La sombra de la puerta de tu habitación se ha extendido aún más. Invade todo el pasillo, casi nos vemos obligados a agacharnos cuando queremos ir al cuarto de baño. Si no te agachas, te enredas la sombra hasta la cara. La sombra te oprime fuerte la garganta y parece que va a asfixiarte. He visto a papá, a Lisa, al tío Fico, a todo el mundo pasar por ahí. Sin embargo, nadie dice nada.

Decido irme a la cama. Me tomo el asomnífero y abro el primer libro que me dio el gigante. Parece un libro de magia en formato bolsillo. La cubierta es tan gruesa y rugosa como la corteza de un árbol. Lo manoseo tal y como me gusta hacer con mis libros fetiche. Le paso la palma de la mano por encima, lo abro, lo cierro, lo hojeo de manera acelerada con ayuda del pulgar, me detengo al azar en una página, leo un fragmento, saborear las palabras igual que si metieras el dedo en una salsa, y respirar el olor del papel totalmente nuevo o completamente viejo, y oler la cola que une las páginas.

El ruido que hago al hojear es ensordecedor. Es el sonido de la casa; ha cambiado.

¿Y este libro tendrá magia dentro? El gigante me dijo que los libros eran instrumentos para luchar contra la noche. En cualquier caso, me ayudan a refrescar los recuerdos.

Me viene a la memoria cuando tú me leías tus pequeños textos. Leías a toda prisa porque el corazón te latía más rápido. Leerme tus relatos te producía mucha emoción, una madre compartiendo sus pensamientos más íntimos con su hijo.

A los sesenta años cumplidos, mi madre se volcó en la poesía y los relatos. Empezó a escribir relatos cortos, historias que ocultaba dentro de ella desde hacía demasiado tiempo. Historias que redactaba con avidez y cierta melancolía. Creo que, durante una época, los «libros» que escribía en su habitación le procuraron bienestar y le resultaron saludables. Se sentaba en mi cama y sacaba «su libro», un viejo cuaderno de espiral con cuadrículas pequeñas que debía de haber comprado para hacer cuentas, no poesía. Lo manoseaba nerviosa y lo leía como si lo que hubiera escrito corriese el peligro de borrarse cuando lo recorrieran sus ojos.

—¡Despacio, si vas demasiado rápido no entiendo nada!

—Sí, sí.

Pero la lectura cada vez se aceleraba más. Mi madre respiraba entrecortadamente y le faltaba aliento a la voz, pero las palabras fluían. Recitaba poemas con sabor a canela, un sabor característico de sus guisos.

Por su cumpleaños le regalé lo que más tarde sería el primer libro de su nueva colección: era un cuaderno ilustrado con la cubierta de
El principito
de Saint-Exupéry, igual que el que yo utilizaba para pasar a limpio mis historias. «¡Así tus poemas dejarán de codearse con las matemáticas!».

Parece mentira, pero hasta hace muy poco tiempo, iba a darle las buenas noches a su habitación y ella me decía: «¿Quieres que te lea uno de los nuevos…?». Le daba apuro pronunciar la palabra «poema» al referirse a lo que ella escribía. Había santificado el acto de la escritura sin darse demasiada cuenta de ello. Siempre utilizaba el mismo boli, siempre los mismos cuadernos. Para mí se había convertido en una escritora-gran chef, sus creaciones siempre resultaban originales y ceremoniosas. Me pedía consejos, charlábamos sin orden ni concierto sobre cada uno de sus textos. Mi madre solo me leía a mí. Escribir se había convertido en una especie de actividad secreta que la excitaba y la asustaba al mismo tiempo; sin embargo, había cogido gusto a sus citas nocturnas consigo misma.

Me quedé con su cuaderno de
El principito
. Lo guardo cerca de mí, con los libros que me regaló el gigante.

El efecto del asomnífero no es radical, me escurro por entre mi sombra hasta los ojos, para ver bien oscuro incluso con los ojos abiertos. Creo que se me ha roto el mecanismo de los párpados, ya no puedo cerrarlos. Brotan los recuerdos, enfurecidos. El hospital, los grados de la máquina de la morfina, Charlotte con su año y medio trotando por el pasillo, Mathilde con sus seis años y medio quieta sentada. Un poco más lejos, tú escondes los huevos de Pascua en el jardín. Eso era antes de los hilos de plástico y las agujas.

Un año y medio antes. Regreso de una gira, Lisa y papá van a buscarme a la estación. Tú llevabas un tiempo cansada. Antes de irme de gira me dijeron que estarías unos días ingresada porque iban a hacerte una intervención insignificante; fue la explicación que me dieron para protegerme. Ahora que he vuelto a casa, papá me anuncia que has estado grave, pero que afortunadamente lo peor ya ha pasado. La operación ha sido un éxito. Lisa ahoga un sollozo.

Son las nueve de la mañana y todos se han levantado. Es la hora de un gran desayuno en la cocina. Hay anestesia en las tostadas. La hemos puesto por todas partes, para que nadie explote. Estamos bien aquí, la familia reunida, tratando de hablar y de comer. Papá, Lisa y yo empezamos nuestra larga jornada de logística funeraria.

Primero vamos al Ayuntamiento: hay que deletrear tu nombre y dejar claro que ya no existes. Luego llegamos al cementerio: hay que elegir la situación, como en el camping, sombreada, sin sombra, cerca de la salida, lejos de la carretera, al abrigo del viento… En este cementerio el viento llega hasta los rincones. Localizamos un lugar cerca de un grifo, parece un lugar práctico para regar las flores, y de una zona donde se dejan las flores mustias, una parcelita donde se tiran los esqueletos de las flores. El sitio menos triste del cementerio. Apretujar el corazón al fondo del cerebro para lograr pensar en estas irrisorias absurdidades y elegir, decir, «sí, aquí está
bien
». ¿A ti te parece bien? Hay una acacia, ya sé que solo da espinas y sombras cortantes, pero está viva, tendrás a tu lado algo vivo. Te dará de beber su sabia, te escaparás a través de sus raíces y florecerás desplegándote hacia el cielo.

BOOK: La alargada sombra del amor
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