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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (49 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—¿Tiene él alguna idea de lo que van a hacer los terroristas cuando se enteren de que Mishkin y Lazareff no serán puestos en libertad al amanecer? —preguntó otro.

—Sí, creo que la tiene. Al menos, el texto de todos los mensajes entre el
Freya y
el Control del Mosa están en su poder. Como todos sabemos, los secuestradores han amenazado con matar a otro tripulante, o derramar veinte mil toneladas de crudo, o ambas cosas a la vez.

—Entonces, dejemos que cargue él con la responsabilidad —propuso el ministro del Interior—. ¿Por qué tenemos que cargar nosotros con la culpa, si sucede tal cosa?

—No tengo la menor intención de que así sea —respondió Busch—, pero esto no contesta la pregunta. ¿Accedemos o no a la petición del presidente Matthews?

Se hizo un momentáneo silencio, roto por el ministro de Asuntos Exteriores:

—¿Cuánto tiempo pide?

—El mayor posible —respondió el canciller—. Parece que tiene algún plan para salir del punto muerto, para buscar una tercera alternativa. Pero cuál sea el plan, o cuál pueda ser la alternativa, sólo él lo sabe;
él, y
unas cuantas personas a las que sin duda ha confiado su secreto —añadió, con cierta amargura—. Pero nosotros no estamos entre ellas.

—Bien. Personalmente creo que está abusando un poco de nuestra amistad —dijo el ministro de Asuntos Exteriores—, pero también creo que deberíamos darle un margen de confianza, aunque dejando bien claro, al menos oficiosamente, que lo hacemos a petición suya, no por nuestra propia iniciativa.

—Quizá piensa tomar el
Freya
por asalto —sugirió el ministro de Defensa.

—Nuestros hombres dicen que sería sumamente arriesgado —replicó el ministro del Interior—. Habría que nadar al menos tres millas por debajo del agua; trepar por una lisa superficie de acero desde el mar hasta la cubierta; penetrar en la superestructura sin ser observados desde lo alto de la chimenea, y acertar el camarote donde se encuentra el jefe de los terroristas. Si, como sospechamos, éste tiene al alcance de la mano el mecanismo de control remoto para hacer explotar las cargas, habría que matarle antes de que pudiese apretar el botón.

—En todo caso, es demasiado tarde para hacerlo antes del amanecer —dijo el ministro de Defensa—. Habría que hacerlo de noche, por lo cual, como mínimo, habría que esperar a las diez de la noche, o sea, veinte horas a partir de este momento.

Por último, a las tres menos cuarto, el Gabinete alemán acordó acceder a la petición del presidente Matthews: un aplazamiento indefinido de la puesta en libertad de Mishkin y Lazareff, aunque a reserva de observar constantemente las posibles consecuencias de ello y revocar la decisión si, en Europa occidental, llegase a considerarse imposible seguir reteniendo a los dos presos.

Al propio tiempo, se pidió reservadamente al portavoz del Gobierno que confiase a dos de los más fieles medios de comunicación que sólo la fuerte presión de Washington había obligado a Bonn a cambiar de rumbo.

Eran las once de la noche en Washington, las cuatro de la mañana en Europa, cuando el presidente Matthews recibió la noticia de Bonn. Envió una calurosa acción de gracias al canciller Busch y preguntó a David Lawrence:

—¿Ha llegado ya la respuesta de Jerusalén?

—No —respondió Lawrence—. Sólo sabemos que Benyamin Golen ha concedido una audiencia personal a nuestro embajador.

Cuando el primer ministro israelí fue molestado por segunda vez durante la noche del sábado, sus nada abundantes dotes de paciencia estaban llegando al límite. Recibió al embajador de los Estados Unidos en bata, y su acogida fue sumamente fría. Eran las tres de la mañana en Europa, pero las cinco en Jerusalén, y las primeras débiles luces de la mañana del domingo teñían los montes de Judea.

Escuchó impávido, de labios del embajador, la petición personal del presidente Matthews. Lo que le preocupaba era la identidad de los terroristas que estaban a bordo del
Freya
. Ninguna acción terrorista encaminada a sacar de la cárcel a presos judíos se había montado desde los días de su propia juventud, cuando se luchaba aquí, en el mismo suelo que pisaba ahora. Entonces, lo habían hecho para liberar a guerrilleros judíos de la prisión británica de Acre, y él mismo había participado en la lucha. Pero habían pasado treinta y cinco años, y el panorama había cambiado. Ahora, Israel condenaba rotundamente el terrorismo, la captura de rehenes, el chantaje contra los regímenes. Y, sin embargo...

Y, sin embargo, cientos de miles de paisanos suyos simpatizarían en secreto con los dos jóvenes que habían tratado de escapar del terror de la KGB por el único medio que tenían a su alcance. Los electores no aclamarían francamente a aquellos jóvenes como héroes, pero tampoco les condenarían como asesinos. En cuanto a los enmascarados del
Freya
, existía una posibilidad de que también fuesen judíos, e incluso (que Dios no lo quisiera) israelíes. La tarde anterior había esperado que el asunto terminase antes de ponerse el sol, que los presos de Berlín estuviesen en Israel y que los terroristas del
Freya
hubiesen sido capturados o muertos. Esto habría provocado mucho revuelo, pero se habría extinguido pronto.

Ahora sabía que no los pondrían en libertad. La noticia difícilmente podía inclinarle en pro de la petición americana, que, en todo caso, era imposible. Cuando el embajador hubo terminado, movió la cabeza.

—Por favor, transmita a mi buen amigo William Matthews mis mejores deseos de que este desgraciado asunto pueda terminar sin más pérdidas de vidas humanas —respondió—. Pero, en la cuestión de Mishkin y Lazareff, mi posición es ésta: Si, en nombre del Gobierno y del pueblo de Israel, y a requerimiento de Alemania Federal, he dado públicamente mi palabra de no encarcelarlos ni devolverlos a Berlín, tengo que cumplirla. Lo siento, pero no puedo acceder a su petición y devolverlos a Alemania en cuanto haya sido liberado el
Freya
.

No necesitó explicar lo que el embajador americano sabía ya; que aparte la cuestión del honor nacional, ni siquiera el argumento de que las promesas obtenidas coactivamente no tenían fuerza de obligar daría resultado en este caso. La indignación del partido religioso nacional, de los extremistas Gush Emunim, de la Liga de Defensa Judía, de los cientos de miles de electores judíos llegados de la URSS en el último decenio, impedía que cualquier primer ministro israelí renegase de su compromiso, contraído internacionalmente, de respetar la libertad de Mishkin y Lazareff.

—Bueno, valía la pena intentarlo —comentó el presidente Matthews, cuando el cablegrama llegó a Washington, una hora más tarde.

—Esto quiere decir que ya no existe la posible «tercera alternativa» —observó David Lawrence—, aunque Maxim Rudin la hubiese aceptado, cosa que dudo mucho.

Faltaba una hora para la medianoche; las luces estaban encendidas en cinco departamentos del Gobierno, desparramados en la capital, como ardían en el Salón Oval y en otras veinte habitaciones de la Casa Blanca, donde hombres y mujeres esperaban, junto a los teléfonos y los teletipos, noticias de Europa. Los cuatro hombres del Salón Oval se dispusieron también a esperar la reacción del
Freya
.

Dicen los médicos que las tres de la mañana señalan el momento más bajo de la energía humana, la hora de la fatiga, de las reacciones más lentas, de la más triste depresión. También marcaba un ciclo solar y lunar completo para los dos hombres que se enfrentaban en el camarote del capitán del
Freya
.

Ninguno de los dos había dormido esta noche, ni la anterior; ambos llevaban cuarenta y ocho horas sin descansar, y estaban macilentos y tenían los ojos enrojecidos.

Thor Larsen, en el epicentro de un torbellino de actividad internacional, de Gabinetes y Consejos, de juntas y embajadas, de intrigas y consultas, que mantenían las luces encendidas en tres continentes desde Jerusalén hasta Washington, estaba jugando su propio juego. Oponía su propia capacidad de permanecer despierto a la voluntad del fanático que tenía delante, sabiendo que, si fallaba, lo pagarían sus tripulantes y su barco.

Larsen sabía que el hombre que se hacía llamar Svoboda, joven y consumido por su propio fuego interior, tensos los nervios por el café y por la emoción de la partida empeñada contra el mundo, habría podido ordenar que atasen al capitán noruego para ofrecerse él mismo un poco de descanso. Y, así, el barbudo marino aguantaba sentado delante del cañón de una pistola y ponía a prueba el orgullo de su aprehensor, confiando en que éste aceptaría su desafío y se negaría a ceder y a declararse vencido en el juego de resistir al sueño.

Fue Larsen quien propuso el consumo continuado de tazas de fuerte café, bebida que él sólo tomaba con leche y azúcar dos o tres veces al día. Fue él quien llevó la voz cantante, de día y de noche, provocando al ucraniano con suposiciones de que fracasaría en definitiva, y retractándose cuando la irritación del hombre se hacía peligrosa. Largos años de experiencia, muchas noches pasadas bostezando y un severo entrenamiento como capitán de barco, habían enseñado al gigante barbudo a permanecer despierto y alerta en las guardias de noche, mientras sus marineros dormían y sus subalternos se caían de sueño.

Así jugaba su juego solitario, sin armas ni municiones, sin teletipos ni cámaras nocturnas, sin ayuda y sin compañía. Toda la soberbia tecnología puesta por los japoneses en su nuevo barco le era ahora de tanta utilidad como unos clavos enmohecidos. Si apretaba demasiado al hombre que estaba al otro lado de la mesa, éste podía perder los estribos y tirar a matar. Si creía que fallaba algo, podía ordenar la ejecución de otro marinero. Si se sentía demasiado adormilado, podía hacerse relevar por otro terrorista más despierto y echarse a dormir, frustrando los propósitos de Larsen.

Larsen tenía aún motivos para creer que Mishkin y Lazareff serían puestos en libertad al amanecer. Cuando estuviesen sanos y salvos en Tel-Aviv, los terroristas se prepararían para abandonar el barco. Pero, ¿lo harían? ¿Podrían hacerlo? ¿Les dejarían marchar tan fácilmente los barcos de guerra que les rodeaban? Incluso lejos del
Freya
, Svoboda podía apretar el botón y volar el petrolero si era atacado por los buques de la OTAN.

Pero esto no era todo. El hombre de negro había matado a uno de sus tripulantes. Thor Larsen no se lo perdonaba, quería verle muerto. Y por esto seguía hablando al hombre que tenía delante, durante toda la noche, negándole el sueño y negándoselo él mismo.

Whitehall tampoco dormía. El comité de crisis estaba reunido desde las tres de la mañana, y a las cuatro tenía información completa de las operaciones.

En todo el sur de Inglaterra, los camiones cuba de «Shell», «British Petroleum» y otra docena de empresas, estaban cargando disolvente concentrado en el depósito de Hampshire. Conductores de ojos soñolientos los llevaban, vacíos, a Hampshire, y, cargados, a Lowestoft, transportando cientos de toneladas de concentrado al puerto de Suffolk. A las cuatro de la mañana, los depósitos habían sido vaciados, y las mil toneladas de que disponía la nación se dirigían a la costa oriental.

Idéntico camino seguían las bolsas hinchables destinadas a formar barrera para contener el petróleo derramado lejos de la costa mientras el disolvente hacía su trabajo. Y la empresa que fabricaba éste había recibido instrucciones de elevar la producción al máximo hasta nueva orden.

A las tres y media, Washington había comunicado que el Gobierno de Bonn había accedido a retener algún tiempo más a Mishkin y Lazareff.

—¿Sabe Matthews lo que está haciendo? —preguntó alguien.

El rostro de sir Julian Flannery permaneció impasible.

—Debemos suponer que sí —respondió, suavemente—. También debemos suponer que el
Freya
verterá un poco de petróleo. Los esfuerzos de esta noche no habrán sido en vano. Al menos, ahora estamos casi preparados.

—Y también debemos suponer —añadió el funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores— que, cuando se publique la noticia, Francia, Bélgica y Holanda nos pedirán ayuda para luchar contra la marea negra que pueda producirse.

—En tal caso, haremos lo que podamos —dijo sir Julian—. Y ahora, ¿qué hay de los aviones y las lanchas del servicio de incendios?

Las informaciones que llegaban a la sala de UNICORNE reflejaban lo que ocurría en el mar. Desde el estuario del Humber, varios remolcadores se dirigían al Sur, hacia el puerto de Lowestoft, mientras otras embarcaciones capaces de derramar líquido sobre la superficie del mar salían del Támesis e incluso de la base naval de Lee, para reunirse en el lugar previsto de la costa de Suffolk. Pero no eran lo único que se movía aquella noche alrededor de la costa sur.

Frente a los altos acantilados de Beachy Head, la
Cutlass
, la
Scimitar y
la
Sabre
, transportando el vario, complejo y letal equipo del grupo de asalto de hombres-rana más intrépido del mundo, enfilaban sus proas al Nordeste, dejando atrás Sussex y Kent, en dirección al punto donde el crucero Argyll permanecía anclado en el mar del Norte.

El estrépito de sus motores resonaba en las murallas enyesadas de la costa meridional, y los que tenían el sueño ligero en Eastbourne oían el lejano zumbido.

Doce infantes de Marina del Servicio de Lanchas Especiales (S.B.S.) se agarraban a las barandillas de la saltarina embarcación, contemplando sus preciosos kayaks y las cestas que contenían trajes de buceador, armas y desacostumbrados explosivos, todo ello indispensable para su oficio. Estos equipos eran transportados sobre la cubierta.

—Confío en que esos petardos no estallarán —comentó el joven teniente que mandaba la
Cutlass
, dirigiéndose al infante de Marina que tenía al lado y que era el segundo jefe del grupo.

—No estallarán —dijo confiadamente éste—, hasta que nosotros los usemos.

En una habitación contigua al salón principal de conferencias, debajo de la sala del Gobierno, el alto oficial contemplaba las fotografías del
Freya
, tomadas de día y de noche. Comparaba la configuración observable en las fotos del
Nimrod
con el plano a escala proporcionado por «Lloyd's» y con la maqueta del superpetrolero
British Princess
prestada por la «B.P.»

—Caballeros —habló el coronel Holmes a los hombres reunidos en el salón contiguo—, creo que es hora de que consideremos una de las alternativas menos apetecibles que quizá tengamos que tomar.

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