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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (68 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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Esta vez los aplausos se prolongaron durante otros diez minutos.

Cuando la ovación estaba a punto de extinguirse, Maxim Rudin alzó las manos y bajó el tono de su voz.

—En cuanto a él —dijo— había hecho cuanto había podido; pero había llegado el momento de la despedida.

Se hizo un silencio de pasmo, que podía palparse en el aire.

Había trabajado durante largo tiempo, quizá demasiado, llevando sobre sus hombros las cargas más pesadas, y esto había minado su fuerza y su salud.

En el estrado, sus hombros se encogieron, agotados bajo aquel peso abrumador. Hubo gritos de «¡No... No...!»

Era viejo, dijo Rudin. ¿Qué deseaba ahora? Ni más ni menos que lo que querían todos los viejos. Sentarse junto al fuego del hogar, en las noches de invierno, y jugar con sus nietos...

En la tribuna de los diplomáticos, el jefe de la Cancillería británica murmuró al embajador:

—Me parece que esto es demasiado. Tiene más muertes sobre su conciencia que yo pelos en la barba.

El embajador arqueó una ceja y murmuró:

—Considérese afortunado. Si estuviésemos en América, presentaría a sus nietos en el escenario.

Así, pues —concluyó Rudin—, había llegado el momento de decir a sus amigos y camaradas que, según el pronóstico de los médicos, sólo le quedaban unos meses de vida. Con el permiso de sus oyentes, se desprendería de su cargo y pasaría el poco tiempo que le quedaba en el campo que tanto quería, con su familia, que lo era todo para él.

Varios delegados femeninos lloraban ahora a moco tendido.

Sólo quedaba una última cuestión, añadió Rudin. Él pensaba retirarse dentro de cinco días, el último del mes. El día siguiente sería el Primero de Mayo, y un hombre nuevo aparecería en lo alto del Mausoleo de Lenin, para presenciar el gran desfile. ¿Quién sería este hombre?

Debía de ser un hombre joven y vigoroso, prudente y lleno de un patriotismo ilimitado; un hombre que hubiese demostrado su valía en los más altos organismos del país, pero cuya espalda no estuviese aún doblada por la edad. Los pueblos de las quince repúblicas socialistas tenían la suerte de contar con este hombre, proclamó Rudin, en la persona de Vassili Petrov...

La elección de Petrov como sucesor de Rudin fue hecha por aclamación. Los partidarios de otros candidatos habrían sido abucheados si se hubiesen atrevido a hablar. Ni siquiera lo intentaron.

Después de la crisis del secuestro del superpetrolero en el mar del Norte, sir Nigel Irvine hubiese querido que Adam Munro se quedara en Londres o, al menos, que no volviese a Moscú. Pero Munro había acudido personalmente a la primer ministro, para que le diese una última oportunidad de averiguar si su agente,
el Ruiseñor
, estaba a salvo. Y, en consideración al papel que había desempeñado en la solución de la crisis, la primer ministro había accedido a su deseo.

Desde su reunión con Maxim Rudin en la madrugada del 3 de abril, era evidente que su disfraz había quedado inservible y que nunca más podría actuar como agente en Moscú.

El embajador y el jefe de la Cancillería consideraron su regreso con el mayor recelo, y nada tuvo de extraño que su nombre fuese cuidadosamente excluido de todas las invitaciones diplomáticas y que no fuese recibido por ningún representante del Ministerio soviético de Comercio Exterior. Estuvo, pues, vagando de un lado a otro, como un huésped incómodo y desdeñado, esperando, contra toda esperanza, que Valentina pudiese ponerse en contacto con él y decirle que estaba sana y salva.

En una ocasión, decidió marcar el número de su teléfono particular. No hubo respuesta. Tal vez había salido de casa, pero no se atrevió a probar otra vez. Después de la caída de la facción de Vishnayev, le anunciaron que sólo podía permanecer allí hasta fin de mes. Después, sería llamado a Londres, y su dimisión del servicio sería aceptada de buen grado.

El discurso de despedida de Maxim Rudin produjo gran revuelo en las misiones diplomáticas, que se apresuraron a informar a sus respectivos Gobiernos de la marcha de Rudin y a preparar informes sobre su sucesor, Vassili Petrov. Munro fue excluido de este torbellino de actividad.

Por consiguiente, la sorpresa fue tanto mayor cuando, después del anuncio de una recepción en el Salón de San Jorge del Gran Palacio del Kremlin, en la noche del 30 de abril, llegó a la Embajada británica una invitación para el embajador, el jefe de la Cancillería y míster Adam Munro. Incluso se indicó, en el curso de una conferencia telefónica entre el Ministerio soviético de Asuntos Exteriores y la Embajada, que se confiaba en que Munro asistiría.

La recepción oficial de despedida de Maxim Rudin fue un acontecimiento esplendoroso. Más de cien personas de la Unión Soviética se mezclaron con un número cuatro veces mayor de diplomáticos extranjeros del mundo socialista, de Occidente y del Tercer Mundo. También estaban presentes delegaciones fraternales de partidos comunistas fuera del bloque soviético, que parecían encontrarse un tanto desplazadas entre tantos trajes de etiqueta, uniformes militares, estrellas, condecoraciones y medallas. Habríase dicho que era un zar quien abdicaba, y no el máximo dirigente de un paraíso de trabajadores donde habían sido abolidas las clases.

Los extranjeros se confundían con sus anfitriones rusos bajo las tres mil bombillas de las seis enormes lámparas, intercambiando comentarios y felicitaciones en las capillitas donde se conmemoraba a los grandes héroes zaristas, junto a los otros caballeros de San Jorge. Maxim Rudin se movía entre ellas como un viejo león, aceptando como merecidos los plácemes de los enviados de ciento cincuenta países.

Munro le vio desde lejos, pero no figuraba en la lista de los que debían serle personalmente presentados, ni habría sido prudente que se acercase por propia iniciativa al dimisionario secretario general. Antes de medianoche, Rudin alegó su natural fatiga, se excusó y dejó a los invitados al cuidado de Petrov y de los otros miembros del Politburó.

Veinte minutos más tarde, Adam Munro sintió que le tocaban un brazo. Junto a él estaba un inmaculado comandante, con el uniforme de la guardia pretoriana del Kremlin. Impasible como siempre, el comandante le dijo en ruso:

—Míster Munro, tenga la bondad de acompañarme.

Su tono no admitía réplica. Y Munro no se sorprendió; sin duda su inclusión en la lista de invitados había sido un error; le habían descubierto, y ahora le pedían que se marchase. Pero el comandante se alejó de la puerta principal y pasó al alto salón octogonal de San Vladimiro, subió una escalera de madera guardada por una reja de bronce y salió a la cálida luz de las estrellas de la plaza del Salvador.

El hombre caminaba con absoluto aplomo, cruzando pasillos y puertas que conocía bien, pero que estaban vedados a la mayoría.

Siempre detrás de él, Munro cruzó la plaza y entró en el Palacio Terem. Todas las puertas estaban custodiadas por guardias silenciosos, que las abrían al acercarse el comandante y volvían a cerrarlas cuando habían pasado. Cruzaron la cámara del Salón Frontal y, después, hasta el fondo de la cámara de la Cruz. Aquí, el comandante se detuvo ante una puerta y llamó. Sonó una áspera orden en el interior. El comandante abrió la puerta, se apartó a un lado e indicó a Munro que podía entrar.

La tercera cámara del Palacio Terem, llamado también Palacio de las Cámaras, es el Salón del Trono, el sanctasanctórum de los antiguos zares y la más inaccesible de todas las estancias. Con sus azulejos rojos, dorados y de mosaico, su suelo entarimado y su alfombra de color granate oscuro, es más agradable, más pequeño y más acogedor que todos los demás salones. Era el lugar donde los zares trabajaban o recibían a los emisarios en el más absoluto secreto. Maxim Rudin estaba allí de pie, mirando a través de la ventana. Al entrar Munro, se volvió.

—Bueno, míster Munro, tengo entendido que nos deja.

Habían pasado veintisiete días desde que Munro le había visto por primera vez, en bata y sorbiendo un vaso de leche, en sus habitaciones personales del Arsenal. Ahora llevaba un traje gris oscuro, magníficamente cortado, seguramente en Savile Road, Londres, y lucía en la solapa izquierda las medallas de Lenin y de Héroe de la Unión Soviética. Un atuendo más adecuado para estar en el Salón del Trono.

—Sí, señor presidente —afirmó Munro.

Maxim Rudin miró su reloj.

—Dentro de diez minutos, seré el señor ex presidente —observó—. Dimito oficialmente a medianoche. Supongo que usted se retira también, ¿eh?

«El viejo zorro sabe perfectamente que tiré mi disfraz la noche que me reuní con él —pensó Munro—, y que también yo tengo que retirarme.»

—Sí, señor presidente. Mañana volveré a Londres y pediré el retiro.

Rudin no se acercó a él ni le tendió la mano. Permaneció en pie al otro lado del salón, precisamente donde antaño se erguían los zares, en el salón que representaba el pináculo del Imperio ruso, y saludó con la cabeza.

—Entonces, debo desearle un buen viaje, míster Munro. Agitó una campanilla de ónice que había sobre la mesa, y la puerta se abrió detrás de Munro.

—Adiós, señor —se despidió Munro.

Y se volvía para salir, cuando Rudin habló de nuevo.

—Dígame, míster Munro, ¿qué opina usted de nuestra Plaza Roja?

Munro se detuvo, intrigado. Era una extraña pregunta, después de una despedida. Pensó un momento y respondió, cautelosamente:

—Que es imponente.

—Imponente, sí —admitió Rudin, como sopesando la palabra—. Tal vez no tan elegante como su Berkeley Square, pero, en ocasiones, también se oye cantar aquí a
el Ruiseñor
.

Munro se quedó tan inmóvil como los santos pintados en el techo. Le dio un vuelco el estómago y se sintió mareado. La habían detenido, y ella, incapaz de resistir, se lo había contado todo; incluso su nombre en clave y la vieja canción sobre el ruiseñor de Berkeley Square.

—¿La van a fusilar? —preguntó, con voz ronca.

Rudin pareció auténticamente sorprendido.

—¿Fusilarla? ¿Por qué habríamos de hacerlo?

Entonces, serían los campos de trabajo, la muerte en vida, para la mujer que amaba y con la que había estado a punto de casarse en su Escocia natal.

—Entonces, ¿qué le harán?

El viejo ruso arqueó las cejas, con fingida sorpresa.

—¿Hacerle? Nada. Es una mujer leal, una patriota. Y le aprecia mucho a usted, joven. No está enamorada, compréndalo, pero le aprecia de veras...

—No lo entiendo —repuso Munro—. ¿Cómo lo sabe usted?

—Ella me pidió que se lo dijese —respondió Rudin—. No será un ama de casa en Edimburgo. No será mistress Munro. No podrá volver a verle... nunca. Pero no quiere que usted se preocupe por ella, que tema por ella. Está bien, tendrá privilegios y honores en su propio pueblo. Y me pidió que le dijese que no debe inquietarse.

La comprensión que empezaba a abrirse paso en su mente era casi tan perturbadora como el miedo. Munro miró fijamente a Rudin, mientras se extinguía su incredulidad.

—Era suya —dijo, con voz apagada—. Siempre fue suya; desde nuestro primer encuentro en el bosque, exactamente después
de
que Vishnayev hubiese resuelto hacer la guerra en Europa. Trabajaba para usted...

El viejo zorro del Kremlin se encogió de hombros.

—Míster Munro —gruñó—, ¿de qué otra manera podía hacer llegar mi mensaje al presidente Matthews, con la absoluta certeza de que sería creído?

El impasible comandante de fría mirada se acercó a él; Munro salió del Salón del Trono, y la puerta se cerró a su espalda. Cinco minutos más tarde, salía a pie a la Plaza Roja, por la pequeña puerta de la verja del Salvador. Los maestros de ceremonias estaban ya ensayando el desfile del Primero de Mayo. El reloj, en lo alto, dio las campanadas de la medianoche.

Munro torció a la izquierda, en dirección al «Hotel Nacional», para buscar un taxi. Había andado cien metros y pasaba por delante del mausoleo de Lenin cuando, para sorpresa e indignación de un miliciano, lanzó una carcajada.

FIN

N
OTAS

[1]
Expresión norteamericana que indica dos grupos o individuos que no se distinguen entre si. (
Nota del traductor
)

[2]
Siglas que indican un norteamericano de antigua raigambre protestante inglesa. (
Nota del traductor
)

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