—Yo no lo sabía —se defendió.
Por primera vez, Munro creyó que decía la verdad sobre aquel punto.
—Debo decirle, señor, que destruir el
Freya
no daría resultado. Es decir, no resolvería el problema. Hace tres días, Mishkin y Lazareff no eran más que dos insignificantes secuestradores fugitivos, condenados a quince años de prisión. En cambio, hoy son casi célebres. Pero se presume que su libertad es lo único que se pretende. Nosotros sabemos que hay algo más.
»Si el
Freya
fuese destruido —prosiguió Munro—, todo el mundo se preguntaría por qué era de tan vital importancia mantenerles en la cárcel. Hasta ahora, nadie se ha dado cuenta de que lo importante no es su encarcelamiento, sino su silencio. Una vez destruido el
Freya
, su cargamento y su tripulación, para impedir que salgan de la cárcel, ya no tendrían motivos para seguir callando. Y, precisamente por lo sucedido al
Freya
, el mundo les creería cuando revelasen lo que han hecho. Mantenerles en prisión no serviría ya de nada.
Rudin asintió despacio con la cabeza.
—Tiene usted razón, joven —admitió—. Los alemanes les prestarían oídos, y ellos tendrían su conferencia de Prensa.
—Exactamente —dijo Munro—. Y ahora, escuche mi sugerencia.
Le expuso el mismo plan de operaciones que había explicado a mistress Carpenter y al presidente Matthews en las últimas doce horas. El ruso no manifestó sorpresa, ni horror. Sólo interés.
—¿Daría resultado? —preguntó al fin.
—Tiene que darlo —contestó Munro—. Es la última alternativa. Hay que dejar que vayan a Israel.
Rudin miró el reloj de pared. Eran más de las 6.45 de la mañana, hora de Moscú. Dentro de catorce horas tendría que enfrentarse con Vishnayev y con el resto de Politburó. Esta vez no habría ataques indirectos; esta vez, el teórico del partido propondría oficialmente un voto de censura. Movió la canosa cabeza en señal de asentimiento.
—Hágalo, míster Munro —aceptó—, hágalo y procure que salga bien. Porque si sale mal, se habrá acabado el Tratado de Dublín, y también el
Freya
.
Apretó un botón y la puerta se abrió inmediatamente. Allí estaba un inmaculado comandante de la guardia pretoriana del Kremlin.
—Necesitaré enviar dos señales —dijo Munro—: una, a los americanos, y la otra, a los míos. Un representante de cada Embajada espera fuera de las murallas del Kremlin.
Rudin dictó las órdenes pertinentes al comandante de la guardia, el cual asintió con la cabeza e invitó a Munro a que le siguiese. Cuando cruzaban la puerta, Maxim Rudin llamó:
—¡Míster Munro!
Munro se volvió. El viejo estaba igual que cuando él había llegado: asiendo fuerte con ambas manos su taza de leche.
—Si algún día necesita otro empleo, míster Munro —ofreció, en tono áspero—, venga a verme. Aquí siempre hay un sitio para los hombres de talento.
Al salir el automóvil «Zil» del Kremlin por la puerta de Borovitsky, a las siete de la mañana, el sol tempranero empezaba a acariciar la punta del campanario de la catedral de San Basilio. Dos largos coches negros esperaban junto al bordillo, Munro se apeó del «Zil» y se acercó sucesivamente a los dos automóviles. Confió un mensaje al diplomático americano, y otro al diplomático inglés. Antes de que emprendiese el vuelo hacia Berlín, sus instrucciones habrían llegado a Londres y a Washington.
A las ocho en punto, el «SR71» levantó el morro en forma de proyectil sobre la pista de asfalto del aeropuerto Vnukovno II y puso rumbo a Poniente, en dirección a Berlín, a 1600 kilómetros de allí. Su piloto, el coronel O'Sullivan, estaba francamente disgustado, después de pasar tres horas observando cómo su precioso pájaro era repostado por un equipo de mecánicos de las Fuerzas Aéreas soviéticas.
—¿Adónde quiere ir ahora? —gritó, por el teléfono interior—. No puedo llevar esto a Tempelhof, ¿sabe? No hay espacio suficiente.
—Aterrice en la base británica de Gatow —ordenó Munro.
—Primero, los rusos; ahora, los ingleses —gruñó el hombre de Arizona—. No sé por qué no exhibimos este pájaro en una exposición abierta al público. Se diría que hoy tiene todo el mundo derecho a echarle un buen vistazo.
—Si esta misión tiene éxito —dijo Munro—, es posible que el mundo ya no necesite al
Blackbird
.
El coronel O'Sullivan, lejos de mostrarse complacido, consideró esta posibilidad como un desastre.
—¿Sabe lo que
voy
a hacer si eso ocurre? —gritó—. Me convertiré en chófer de taxi. Estoy seguro de que tendré la práctica suficiente.
Allá abajo, quedó atrás la ciudad de Vilna, en Lituania. Volando a doble velocidad que la del sol naciente, estarían en Berlín a las siete de la mañana, hora local.
Mientras Adam Munro iba en su automóvil desde el Kremlin al aeropuerto, sonó el teléfono interior entre el puente y el camarote de día en el
Freya
; eran las cinco y media.
Svoboda contestó a la llamada, escuchó unos momentos y respondió en ucraniano. Desde el otro lado de la mesa, Thor Larsen le observaba entre los párpados medio cerrados.
Fuese lo que fuere lo que le habían dicho, lo cierto es que el jefe de los terroristas se quedó perplejo; se sentó frunciendo las cejas y mirando fijamente la mesa, hasta que uno de sus hombres acudió a relevarle en la vigilancia del capitán noruego.
Svoboda dejó al capitán bajo el cañón de la metralleta de su enmascarado subordinado y subió al puente. Cuando volvió, diez minutos más tarde, parecía irritado.
—¿Qué pasa? —preguntó Larsen—. ¿Otro contratiempo?
—He hablado con el embajador alemán en La Haya —dijo Svoboda—. Parece que los rusos se han negado a permitir que cualquier avión de Alemania Federal, oficial o particular, emplee los pasillos aéreos para salir de Berlín Oeste.
—Es lógico —dijo Larsen—. No es probable que ayuden a escapar a los dos hombres que asesinaron a un capitán de sus líneas aéreas.
Svoboda despidió a su compañero, que salió, cerró la puerta y volvió al puente. El ucraniano se sentó de nuevo.
—Los ingleses han ofrecido ayudar al canciller Busch, poniendo a su disposición un reactor de comunicaciones de la Royal Air Force, para transportar a Mishkin y Lazareff de Berlín a TelAviv.
—Yo lo aceptaría —dijo Larsen—. A fin de cuentas, los rusos son capaces de cerrarle el paso a un avión alemán, incluso derribándolo y alegando después que ha sido un accidente. Pero nunca se atreverían a disparar contra un reactor militar de la RAF en uno de los pasillos aéreos. Está usted a punto de triunfar; no lo desdeñe por un tecnicismo. Acepte el ofrecimiento.
Svoboda miró al noruego, con ojos nublados por la fatiga, acusando la falta de sueño.
—Tiene razón —admitió—, podrían derribar un avión alemán. En realidad, he aceptado.
—Entonces, no hay más que hablar —dijo Larsen, forzando una sonrisa—. Vamos a celebrarlo.
Tenía dos tazas de café ante él, llenadas mientras esperaba el regreso de Svoboda. Empujó una de ellas sobre la larga mesa; el ucraniano alargó una mano para cogerla. En toda su bien proyectada operación, fue el primer error que cometió...
Thor Larsen se lanzó contra él sobre la mesa, dando suelta a toda la furia acumulada durante las últimas cincuenta horas, con la violencia de un oso enloquecido.
El guerrillero se echó hacia atrás, estiró el brazo y llegó a coger la pistola, a punto de disparar. Un puño como una maza le alcanzó en la sien izquierda y le hizo caer de la silla, de espaldas sobre el suelo del camarote.
Si hubiese estado menos en forma, habría quedado fuera de combate. Pero estaba bien adiestrado y era más joven que el marino. Al caer, la pistola se escapó de su mano y rodó por el suelo. Se incorporó, desarmado, como un luchador, para replicar al ataque del noruego, y ambos cayeron de nuevo, con los brazos y las piernas entrelazados, entre los fragmentos de la silla y las dos tazas de café hechas añicos.
Larsen trataba de aprovechar su peso y su fuerza, y el ucraniano, su juventud y su rapidez. Estas le daban ventaja. Hurtando el cuerpo a las manazas del noruego, se escabulló y se acercó a la puerta. A punto estuvo de alcanzarla; pero cuando sus manos iban a asir el tirador, Larsen se lanzó sobre la alfombra y le derribó asiéndole de los tobillos.
Los dos hombres volvieron a levantarse al mismo tiempo, a un metro el uno del otro y situado el noruego entre Svoboda y la puerta. El ucraniano lanzó un puntapié que alcanzó a Larsen en la ingle, haciéndole caer. Pero éste se recobró, se levantó y se arrojó contra el hombre que había amenazado con destruir el barco.
Svoboda debió de recordar que el camarote estaba virtualmente insonorizado. Luchaba en silencio, golpeando, haciendo regates, mordiendo y lanzando patadas, y los dos rodaron sobre la alfombra, entre muebles y cacharros rotos. En alguna parte, debajo de ellos, estaba la pistola que habría podido poner fin a la lucha, y, bajo el cinturón de Svoboda, estaba el oscilador que, si era apretado el botón, pondría ciertamente fin a todo.
En realidad, el combate terminó al cabo de dos minutos; Thor Larsen soltó una mano, agarró la cabeza del ucraniano y la golpeó contra la pata de la mesa. Svoboda se puso rígido un instante y, después, sus músculos se aflojaron y perdió el conocimiento. Un hilillo de sangre fluyó sobre su frente.
Jadeando de fatiga, Thor Larsen se levantó del suelo y miró al hombre inconsciente. Con mucho cuidado, desprendió el oscilador del cinturón del ucraniano, lo sostuvo en la mano izquierda y se acercó a la ventana de estribor de su camarote, que estaba cerrado con dos tornillos de palomilla. Empezó a desenroscar con una mano. El primero se soltó, y empezó a trabajar en el segundo. Unos momentos más, un fuerte lanzamiento, y el oscilador saldría por la ventana, volaría sobre tres metros de plancha de acero de la cubierta y se hundiría en el mar del Norte.
En el suelo, detrás de él, la mano del joven terrorista se deslizó sobre la alfombra hacia el sitio donde yacía su pistola. Larsen había desenroscado el segundo tornillo y tiraba de la ventana de marco metálico para abrirla, cuando Svoboda se incorporó penosamente detrás de la mesa y disparó.
El estampido de la pistola en el camarote cerrado fue ensordecedor. Thor Larsen se tambaleó y se apoyó en la pared, junto a la ventana abierta, y miró primero su mano izquierda y, después, a Svoboda. El ucraniano, desde el suelo, le miraba, a su vez, con incredulidad.
La bala había herido al capitán en la palma de la mano izquierda, que era la que sostenía el oscilador, y clavado trocitos de plástico y de vidrio en la carne. Durante diez segundos, los dos hombres se miraron fijamente, esperando la serie de explosiones que marcaría el final del
Freya
.
Pero no se produjeron. El proyectil de punta blanda había hecho añicos el detonador, y éste, al romperse, no había alcanzado el grado tonal necesario para estimular los detonadores de las bombas debajo de la cubierta.
Poco a poco, el ucraniano se puso en pie, agarrándose a las mesas para sostenerse. Thor Larsen contempló el continuo chorreo de la sangre que fluía de su mano herida y caía sobre la alfombra. Después, miró al jadeante terrorista.
—He ganado, míster Svoboda. He ganado. Ya no podrá destruir mi barco y mi tripulación.
—Usted lo sabe, capitán Larsen —dijo el hombre de la pistola yo también—. Pero ellos...
Señaló a través de la ventana abierta las luces de los barcos de guerra de la OTAN, en la penumbra que precedía a la aurora.
—... ellos no lo saben. El juego continúa. Mishkin y Lazareff
llegarán a Israel
.
De 06.00 a 16.00
La cárcel de Moabit, en el Berlín Oeste, se compone de dos partes. La más vieja es anterior a la Segunda Guerra Mundial. Pero durante los años sesenta y principios de los setenta, cuando la banda Baader-Meinhof sembró el terror en Alemania, se construyó una nueva sección. En ésta se incluyeron sistemas de seguridad ultramodernos, el acero y el hormigón más resistentes, circuitos cerrados de televisión, puertas y rejas electrónicamente controladas.
En el piso superior, David Lazareff y Lev Mishkin fueron despertados en sus respectivas celdas por el alcaide de Moabit, a las seis de la mañana del domingo 3 de abril de 1983.
—Van a ser liberados —les anunció bruscamente— y enviados a Israel en avión esta mañana. El despegue está programado para las ocho. Prepárense para la partida; saldremos hacia el aeropuerto a las siete y media.
Diez minutos más tarde, el comandante militar del sector británico hablaba por teléfono con el alcalde-gobernador.
—Lo siento terriblemente,
Herr Burgomeister
—dijo al berlinés occidental—, pero el avión no puede despegar del aeropuerto de Tegel. En primer lugar, según lo acordado entre nuestros Gobiernos, se empleará un reactor de la Royal Air Force, y las instalaciones de nuestro aeropuerto de Gatow son más adecuadas para el suministro de carburante y para la puesta a punto de nuestros propios aviones. Otra razón es que queremos evitar el caos de una invasión por parte de la Prensa, cosa que lograremos fácilmente en Gatow. A usted le resultaría mucho más difícil conseguirlo en el aeropuerto de Tegel.
En su fuero interno, el alcalde-gobernador se sintió bastante aliviado. Si los ingleses se encargaban de toda la operación, recaería sobre ellos la responsabilidad de cualquier posible desastre; y Berlín estaba incluido en las próximas elecciones regionales.
—Entonces, ¿qué quiere usted que hagamos, general? preguntó.
—Londres me ha dicho que le pida que meta a esos dos pájaros en una furgoneta cerrada y blindada, dentro de la cárcel de Moabit, y que haga que los lleven directamente a Gatow. Sus hombres nos los entregarán secretamente dentro del recinto del aeropuerto, y, desde luego, firmaremos recibo de entrega.
La Prensa tuvo menos motivos de satisfacción. Más de cuatrocientos reporteros y fotógrafos habían acampado frente a la prisión de Moabit, desde que Bonn había anunciado, la noche anterior, que los presos saldrían de la cárcel a las ocho. Estaban afanosos por conseguir fotografías de la pareja al salir en dirección al aeropuerto. Otros equipos de periodistas montaban guardia en el aeropuerto civil de Tegel y buscaban sitios ventajosos para sus cámaras en las altas terrazas de la estación terminal. Todas sus ilusiones se verían frustradas.