—¿Y no es también verdad —preguntó Vishnayev, en tono amenazador— que esos dos asesinos mataron igualmente a Yuri ivanenko?
Maxim Rudin deseó ardientemente poder echar una mirada de soslayo a Vassili Petrov, que estaba a su lado. Algo había salido mal. Se había producido una filtración.
Petrov tenía los labios apretados, formando una línea recta y dura. También él, que dominaba ahora la KGB a través del general Abrassov, sabía que el círculo de personas que conocían toda la verdad era pequeño, muy pequeño. Estaba seguro de que el chivato había sido el coronel Kukushkin, el hombre que no había sabido proteger a su amo y que, después, no había sabido liquidar a los asesinos de su amo. Ahora trataba de salvar su carrera, y tal vez su vida, cambiando de chaqueta y haciendo confidencias a Vishnayev.
—La verdad es que existen sospechas en este sentido —dijo Rudin, cautelosamente—. Pero no es un hecho comprobado.
—Tengo entendido que sí lo es —saltó Vishnayev—. Esos dos hombres han sido identificados positivamente como los asesinos de nuestro querido camarada Yuri Ivanenko.
Parecía olvidar —pensó tristemente Rudin— que cuando Ivanenko vivía, él mismo, Vishnayev, le odiaba profundamente y deseaba su muerte.
—Eso es una cuestión académica —dijo Rudin—. Aunque sólo sea por la muerte del capitán Rudenko, los dos asesinos serán liquidados dentro de su cárcel de Berlín.
—O tal vez no —replicó Vishnayev, con bien simulada indignación—. Al parecer, pueden ser liberados por Alemania Federal y enviados a Israel. Occidente es débil; no aguantará mucho tiempo frente a los terroristas del
Freya
. Si aquellos dos hombres llegan vivos a Israel, hablarán. Y creo, amigos míos, sí, lo creo sinceramente, que todos sabemos lo que van a decir.
—¿Qué pide usted? —preguntó Rudin.
Vishnayev se levantó. Siguiendo su ejemplo, Kerensky también lo hizo.
—Pido —dijo Vishnayev— una reunión extraordinaria del Politburó en pleno, aquí, en este salón, mañana a esta misma hora, las nueve de la noche. Para un asunto de excepcional interés nacional. ¿Estoy en mi derecho, camarada secretario general?
El mechón de cabellos grises de Rudin se movió en señal de asentimiento. El secretario general miró a Vishnayev, frunciendo el ceño.
—Sí —gruñó—; está en su derecho.
—Entonces, hasta mañana a esta misma hora —dijo el teórico del partido, y salió de la habitación.
Rudin se volvió hacia Petrov.
—¿El coronel Kukushkin? —preguntó.
—Así parece. Pero, sea como fuere, Vishnayev lo sabe.
—¿Alguna posibilidad de eliminar a Mishkin y Lazareff dentro de Moabit?
Petrov movió la cabeza.
—No mañana mismo. Con tan poco tiempo, no hay posibilidad de montar una nueva operación a cargo de otro hombre. ¿Hay alguna manera de presionar a Occidente para que los retenga indefinidamente?
—No —negó secamente Rudin—. He ejercido sobre Matthews todas las presiones que tenía a mi alcance. No se me ocurre nada más. Ahora, la cosa depende de él; de él y de ese maldito canciller alemán de Bonn.
—Mañana —dijo Rykov, concienzudamente—, Vishnayev y los suyos traerán a Kukushkin y exigirán que le oigamos. Si, en aquel momento, Mishkin y Lazareff están en Israel...
A las ocho de la tarde, hora europea, Andrew Drake, hablando por medio del capitán Thor Larsen desde el
Freya
, lanzó su ultimátum definitivo.
A las nueve de la mañana siguiente, o sea, dentro de trece horas, el
Freya
vertería cien mil toneladas de crudo en el mar del Norte, a menos que Mishkin y Lazareff estuviesen en el aire, volando hacia Tel-Aviv. Y si a las ocho de la tarde no estaban en Israel y habían sido debidamente identificados, el
Freya
sería volado y hecho pedazos.
—¡Esto colma la medida! —gritó Dietrich Busch, cuando se enteró del ultimátum, a los diez minutos de ser radiado desde el
Freya
—. ¿Quién se cree que es William Matthews? Nadie, nadie en absoluto, obligará al canciller de Alemania a seguir con este juego. ¡Se acabó!
A las ocho y veinte minutos, el Gobierno federal alemán anunció su decisión unilateral de poner en libertad a Mishkin y Lazareff el día siguiente, a las ocho de la mañana.
A las ocho y media de la tarde llegó al
U.S.S. Moran
un mensaje personal cifrado, dirigido al capitán Mike Manning. Después de descifrado, decía sencillamente esto:
Prepárese para dar la orden de fuego mañana a las siete de la mañana
.
Manning estrujó el papel en el cerrado puño y miró hacia el
Freya a
través de la ventanilla. Estaba iluminado como un árbol de Navidad; los focos y los arcos voltaicos envolvían su imponente superestructura en un blanco resplandor. Y el barco reposaba sobre el océano, a cinco millas de distancia, condenado a muerte e impotente, esperando que uno de sus dos verdugos acabase con él.
Mientras Thor Larsen hablaba por el radioteléfono del
Freya a
Control del Mosa, el «Concorde» en el que viajaba Adam Munro sobrevoló la cerca del aeropuerto Dulles, con las aletas y el tren de aterrizaje colgando, y el morro erguido como un ave de rapiña de alas en forma de delta, tratando de agarrarse a la pista.
Los asombrados pasajeros, mirando como peces de acuario a través de las pequeñas ventanillas, sólo observaron que el avión no se dirigía a la estación terminal, sino que se detenía, con los motores en marcha, en una zona de aparcamiento contigua a la pista. Un grupo y un automóvil negro estaban esperando.
Un solo pasajero, sin abrigo ni equipaje de mano, se levantó de uno de los asientos delanteros, se dirigió hacia la puerta y bajó corriendo la escalerilla. Segundos más tarde, se retiró ésta, se cerró la puerta y el piloto pidió disculpas y anunció que despegarían inmediatamente en dirección a Boston.
Adam Munro subió al automóvil y se sentó entre sus dos corpulentos acompañantes, que inmediatamente le pidieron su pasaporte. Los dos agentes del servicio secreto del presidente le observaron atentamente, mientras el coche rodaba sobre el asfalto hacia el lugar donde esperaba un helicóptero con las aspas girando, a la sombra de un hangar.
Los agentes se mostraron corteses y amables. Pero tenían que cumplir las órdenes y cachearon minuciosamente a Munro antes de subir al helicóptero, por si llevaba algún arma escondida. Cuando quedaron satisfechos, le invitaron a subir, y el pajarraco se elevó y se dirigió a Washington, cruzando el Potomac y los extensos prados de la Casa Blanca. Cuando aterrizaron a menos de cien metros de las ventanas del Salón Oval, hacía sólo media hora que el avión lo había hecho en Dulles
y eran
las tres de una templada tarde de primavera en Washington.
Los dos agentes acompañaron a Munro a través del prado, hasta un estrecho callejón que discurría entre el edificio gris de la Oficina Ejecutiva, monstruosidad victoriana de pórticos y columnas; con una asombrosa variedad de tipos de ventana, y la mucho más pequeña y blanca Ala Izquierda, baja y cuadrada estructura parcialmente hundida bajo el nivel del suelo.
Los dos agentes condujeron a Munro a una pequeña puerta a nivel del sótano. En el interior se identificaron e hicieron lo propio con el visitante, mostrando sus credenciales a un policía uniformado y sentado detrás de una mesita. Munro se sorprendió: todo aquello estaba bastante apartado de la fachada principal de la residencia en Pennsylvania Avenue, tan conocida por los turistas y tan amada por los americanos.
El policía habló con alguien por un teléfono interior, y, a los pocos minutos, una secretaria salió de un ascensor. Condujo a los tres recién llegados por un pasillo, al final del cual subieron una estrecha escalera. En la primera planta, correspondiente al nivel del suelo, salieron por una puerta a un corredor alfombrado, donde un ayudante vestido de gris oscuro arqueó las cejas al ver al desgreñado y mal afeitado inglés.
—Tenga la bondad de seguirme, míster Munro —indicó, echando a andar.
Los dos agentes del servicio secreto se quedaron con la joven.
Munro fue conducido por el pasillo, donde había un pequeño busto de Abraham Lincoln. Dos empleados que venían en sentido contrario se cruzaron con ellos en silencio. El guía de Munro torció a la izquierda y se dirigió a otro policía uniformado, sentado a una mesa junto a una puerta blanca y con paneles. El policía examinó también el pasaporte de Munro, miró a éste con visible desaprobación, metió la mano debajo de la mesa y apretó un botón. Sonó un zumbido y el ayudante empujó la puerta. Al abrirse ésta, se apartó e invitó a Munro a pasar. Este avanzó dos pasos y se encontró en el Salón Oval. La puerta se cerró con un chasquido.
Los cuatro hombres que se hallaban en el salón le estaban sin duda esperando, pues todos miraban en dirección a la puerta por la que acababa de entrar. Reconoció al presidente William Matthews, aunque éste era muy distinto del que conocían los electores: fatigado, macilento, diez años más viejo que el hombre sonriente, confiado, maduro pero enérgico, que habían visto en los carteles.
Robert Benson se levantó y acercó a Munro.
—Soy Bob Benson —se presentó.
Le condujo a la mesa, sobre la cual se inclinó William Matthews para estrecharle la mano. Luego, fue presentado a David Lawrence y a Stanislav Poklevski, a los que conocía por sus fotografías en los periódicos.
—Conque —dijo el presidente, mirando con curiosidad al agente inglés desde el otro lado de la mesa— usted es el hombre que dirige a
el Ruiseñor
, ¿no?
—Que lo dirigía, señor presidente —rectificó Munro—. Por lo que vi hace doce horas, creo que
el Ruiseñor
ha caído en poder de la KGB.
—Lo lamento —dijo Matthews—. Pero, ¿sabe usted qué diabólico ultimátum me dirigió Maxim Rudin sobre el asunto de ese petrolero? Tenía que saber la causa de su actitud.
—Ahora la sabemos —tercio Poklevski—, aunque no parece cambiar demasiado las cosas, salvo demostrar que Rudin está acorralado, como lo estamos nosotros aquí. La explicación es fantástica; nada menos que el asesinato de Yuri Ivanenko por dos homicidas aficionados en una calle de Kiev. Pero todavía estamos en un brete...
—No tenemos que explicar a míster Munro la importancia del Tratado de Dublín, ni el peligro de guerra en el caso de que Yefrem Vishnayev subiese al poder —dijo David Lawrence—. ¿Ha leído todas las transcripciones de las sesiones del Politburó que le entregó
el Ruiseñor
, míster Munro?
—Sí, señor secretario —afirmó Munro—. Los leí en la versión original rusa, inmediatamente después de serme entregadas. Sé lo que ambos bandos se están jugando.
—Entonces, ¿cómo diablos podemos salir de esta situación? —preguntó el presidente Matthews—. Su primer ministro me pidió que le recibiese, diciéndome que usted tenía cierto proyecto que ella no podía comunicarme por teléfono. Este es el motivo de su visita, ¿no?
—Sí, señor presidente.
En aquel momento sonó el teléfono. Benson escuchó durante unos segundos y colgó.
—Las cosas se precipitan —anunció—. Ese Svoboda, del
Freya
, acaba de anunciar que verterá cien mil toneladas de petróleo a las nueve de la mañana, hora europea, o sea, a las cuatro en nuestro reloj. Poco más de doce horas, a partir de este momento.
—¿Y cuál es su sugerencia, míster Munro? —preguntó el presidente Matthews.
—Señor presidente, estamos ante un dilema fundamental. O Mishkin y Lazareff son puestos en libertad y enviados a Israel, caso en el cual hablarán y arruinarán a Maxim Rudin y el Tratado de Dublín, o permanecen donde están, y entonces el
Freya
será volado desde dentro o tendrá que serlo desde fuera, con toda su tripulación a bordo.
No mencionó la sospecha británica referente al verdadero papel a desempeñar por el
Moran
, pero Poklevski dirigió una rápida mirada al impasible Benson.
—Lo sabemos, míster Munro —dijo el presidente.
—Pero el verdadero miedo de Maxim Rudin no tiene en realidad nada que ver con la situación geográfica de Mishkin y Lazareff. Lo que realmente le preocupa es que tengan oportunidad de explicar al mundo lo que hicieron, hace cinco meses, en aquella calle de Kiev.
William Matthews suspiró.
—Ya habíamos pensado en eso —dijo—. Pedimos al primer ministro Golen que aceptase a Mishkin y Lazareff, les mantuviese incomunicados hasta que fuese liberado el
Freya y
los devolviese después a la prisión de Moabit, o, en otro caso, que los retuviese bien aislados en una cárcel israelí, durante diez años. Pero se negó. Dijo que había accedido públicamente a lo que pedían los terroristas, y que no podía retractarse. Y no lo hará. Siento que su viaje haya sido en vano, míster Munro.
—No me refería a eso —dijo Munro—. Durante el vuelo, escribí mi sugerencia, en forma de memorándum, en un papel de notas de la línea aérea.
El presidente leyó el memorándum con expresión de creciente horror.
—Eso es espantoso —replicó, cuando hubo terminado—. Aquí no tengo alternativa. Mejor dicho, elija lo que elija, van a producirse muertes.
Adam Munro le miró sin ninguna compasión. Con el tiempo había aprendido que, en principio, los políticos no ponen muchas objeciones a las pérdidas de vidas, con tal de que no se sepa públicamente que han tenido algo que ver con ello.
—Ha ocurrido antes de ahora, señor presidente —habló, con voz firme—, y sin duda volverá a ocurrir. En «la Empresa» lo llamamos «la Alternativa del Diablo».
Sin decir palabra, el presidente Matthews pasó el memorándum a Robert Benson, el cual lo leyó rápidamente.
—Ingenioso —admitió—. Podría dar resultado, ¿Se llegaría a tiempo?
—Tenemos el equipo —dijo Munro—. El tiempo es escaso, pero suficiente. Yo tendría que estar en Berlín a las siete de la mañana, hora de Berlín, o sea, dentro de diez horas.
—Pero aunque nosotros lo aceptemos, ¿estará de acuerdo Maxim Rudin? —preguntó el presidente—. Sin su conformidad, el Tratado de Dublín fracasaría.
—La única manera de saberlo es preguntándoselo —intervino Poklevski, que había acabado de leer el memorándum y lo pasó a David Lawrence.
El bostoniano secretario de Estado dejó los papeles, como si tuviese miedo de mancharse los dedos.
—Me parece una idea despiadada y repulsiva —opinó—. Ningún Gobierno de los Estados Unidos podría estampar el
imprirnatur
en semejante plan.