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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (54 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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El servicio mundial de la BBC transmitió las campanadas de las doce en el Big Ben. En el salón del Gabinete, a doscientos metros del Big Ben y dos pisos bajo el nivel de la calle, alguien exclamó:

—¡Dios mío! ¡Están vaciando crudo!

A tres mil millas de allí, en el Salón Oval, cuatro norteamericanos en mangas de camisa presenciaban el mismo espectáculo.

Del costado de babor del superpetrolero surgía un chorro de petróleo rojizo y pegajoso.

Tenía el grueso de un torso humano. Impulsado por las potentes bombas del
Freya
, el petróleo saltaba la borda de babor y caía al mar en una cascada de ocho metros. A los pocos segundos, el agua azul verdosa perdió su color y adquirió el tono de algo putrefacto. Al subir el petróleo a la superficie, se formó una enorme mancha, que se alejaba del casco del buque a impulsos de la corriente.

La descarga prosiguió durante una hora, hasta que se hubo vaciado aquel depósito. La gran mancha tomó la forma de un huevo, más ancha cerca de la costa holandesa y adelgazándose cerca del barco. Por último, la masa de petróleo se separó del
Freya y
empezó a desplazarse a la deriva. El mar estaba en calma y, por eso, la mancha permaneció unida, pero ensanchándose al extenderse el crudo ligero sobre la superficie del agua. A las dos de la tarde, una hora después de terminar el vertido, la mancha tenía dieciséis kilómetros de longitud y once de anchura en su parte más ancha.

Al alejarse el «Cóndor», la mancha desapareció de la pantalla en Washington. Stanislav Poklevski cerró el aparato.

—Eso no es más que la cincuentava parte de la carga —dijo—. Los europeos van a volverse locos.

Robert Benson contestó a una llamada telefónica y se volvió hacia el presidente Matthews.

—Langley acaba de informar a Londres —dijo—. Su hombre de Moscú ha telegrafiado diciendo que tiene la respuesta a nuestra pregunta. Afirma que sabe por qué amenaza Maxim Rudin con anular el Tratado de Dublín si Mishkin y Lazareff son puestos en libertad. Lleva personalmente la noticia a Londres, donde debe aterrizar dentro de una hora.

Matthews se encogió de hombros.

—Si ese comandante Fallon va a atacar con sus hombres rana dentro de nueve horas, tal vez aquello ya no importe —dijo—. De todos modos, me interesa saberlo.

—El hombre informará a sir Nigel Irvine, el cual lo comunicará a mistress Carpenter. Tal vez podría pedirle que le llamase por la línea privada en cuanto lo sepa —sugirió Benson.

—Así lo haré —afirmó el presidente.

Eran las ocho de la mañana en Washington, y la una de la tarde en Europa, cuando Andrew Drake, que había permanecido pensativo y retraído mientras derramaban el petróleo, resolvió establecer de nuevo contacto.

A la una y veinte, el capitán Thor Larsen habló de nuevo a Control del Mosa, pidiendo que le pusiesen inmediatamente en comunicación con el primer ministro holandés, Jan Grayling. La conexión con La Haya se estableció en el acto; se había previsto la posibilidad de que el primer ministro tuviese ocasión, tarde o temprano, de hablar personalmente con el jefe de los terroristas y pedirle una negociación en nombre de Holanda y de Alemania.

—Le escucho, capitán Larsen —dijo el holandés al noruego, en inglés—. Soy Jan Grayling.

—Señor primer ministro, habrá usted visto cómo han derramado veinte mil toneladas de crudo de mi barco —dijo Larsen, mientras el otro mantenía el cañón de la pistola a dos centímetros de su oído.

—Desgraciadamente, sí —admitió Grayling.

—El jefe de los guerrilleros propone una conferencia.

La voz del capitán tronó en el despacho del primer ministro en La Haya. Grayling miró vivamente a los dos altos funcionarios que le acompañaban. El magnetófono siguió rodando, impasiblemente.

—Comprendo —dijo Grayling, que no comprendía nada, pero trataba de ganar tiempo—. ¿Qué clase de conferencia?

—Una conferencia personal con los representantes de las naciones costeras y otras partes interesadas —explicó Larsen, leyendo el papel que tenía delante.

Jan Grayling cubrió el micrófono con la mano.

—El bastardo quiere conversar —dijo, muy excitado, y, de nuevo por teléfono, declaró—: En nombre del Gobierno holandés, acepto que la conferencia se celebre aquí. Por favor, informe de eso al jefe de los guerrilleros.

En el puente del
Freya
, Drake movió la cabeza y cubrió el teléfono con la mano. Discutió rápidamente con Larsen.

—No en tierra —replicó Larsen, por teléfono—. Tiene que ser en el mar. ¿Cómo se llama ese crucero británico?

—Su nombre es
Argyll
—respondió Grayling.

—Hay en él un helicóptero —dijo Larsen, siguiendo las instrucciones de Drake—. La conferencia se celebrará a bordo del
Argyll
. A las tres de la tarde. Deberán asistir: usted, el embajador alemán y los capitanes de los cinco buques de guerra de la OTAN. Nadie más.

—Comprendido —dijo Grayling—. ¿Asistirá personalmente el jefe de los guerrilleros? En tal caso, tendré que consultar con los ingleses, para que garanticen su seguridad.

Hubo una pausa, mientras se desarrollaba otra conferencia en el puente del
Freya
. Después volvió a hablar el capitán Larsen.

—No; el jefe no asistirá. Enviará a un representante. A las tres menos cinco, el helicóptero del
Argyll
podrá acercarse a la pista del
Freya
. No deben ir en él soldados ni marinos. Sólo el piloto y un ayudante, ambos desarmados. La escena será observada desde el puente. Nada de cámaras. El helicóptero se mantendrá a una altura no inferior a seis metros. El ayudante bajará un sillín, y el emisario será izado de la cubierta y transportado al
Argyll
. ¿Entendido?

—Perfectamente —contestó Grayling—. ¿Puedo preguntar quién será el representante?

—Un momento —dijo Larsen, y la línea enmudeció.

En el
Freya
, Larsen se volvió a Drake y preguntó:

—Bueno, míster Svoboda, si no va usted mismo, ¿a quién enviará?

Drake sonrió brevemente.

—A usted —dijo—. Usted me representará. Creo que es quien mejor puede convencerles de que no bromeo en cuanto se refiere al barco, a la tripulación y al cargamento. Y de que se me está acabando la paciencia.

El teléfono que el primer ministro Grayling tenía en la mano volvió a animarse.

—Me dicen que seré yo —dijo Larsen, y se cortó la comunicación.

Jan Grayling consultó su reloj.

—Las dos menos cuarto —dijo—. Faltan setenta minutos. Diga a Konrad Voss que venga aquí; prepare un helicóptero en el punto más próximo a este despacho que sea posible. Que me pongan en comunicación directa con mistress Carpenter, en Londres.

Apenas acabó de hablar cuando su secretario particular le dijo que Harry Wennerstrom le llamaba por teléfono. El viejo millonario, en su
suite
del «Hilton» de Rotterdam, había adquirido un receptor de radio durante la noche y montado una vigilancia permanente del Canal Veinte.

—Usted va a ir al
Argyll
en helicóptero —le dijo al primer ministro holandés, sin el menor preámbulo—. Le agradecería que llevase con usted a mistress Lisa Larsen.

—Bueno, no sé... —empezó a decir Grayling.

—¡Por lo que más quiera, hombre! —tronó el sueco—. Los terroristas no se enterarán y si el asunto no termina bien, puede ser la última vez que ella vea a su marido.

—Que esté aquí dentro de cuarenta minutos —aceptó Grayling—. Saldremos a las dos y media.

La conversación por el Canal Veinte había sido escuchada por todos los servicios de información y por la mayor parte de los medios de difusión. Las líneas telefónicas zumbaban ya entre Rotterdam y nueve capitales europeas. La Agencia de Seguridad Nacional, en Washington, envió inmediatamente una transcripción al presidente Matthews, por teletipo. Un ayudante cruzó a toda velocidad el espacio que separaba la oficina del Gabinete del despacho de mistress Carpenter, en el 10 de Downing Street. El embajador israelí en Bonn solicitó encarecidamente al canciller Busch que preguntasen al capitán Larsen, en interés del primer ministro Golen, si los terroristas eran o no judíos, y el jefe del Gobierno alemán le prometió hacerlo así.

Los periódicos de la tarde, y las emisoras de radio y TV de toda Europa, prepararon los titulares de las ediciones de las cinco de la tarde, y cuatro Ministerios de Marina recibieron frenéticas llamadas en solicitud de información, si se celebraba la conferencia y en cuanto se supiese el resultado.

En el momento en que Jan Grayling colgaba el teléfono, después de hablar con Thor Larsen, el reactor que traía a Adam Munro de Moscú tocó el asfalto de la pista cero uno del aeropuerto de Heathrow, en Londres.

El pase del Foreign Office que llevaba Barry Ferndale permitió a éste acercar su coche al pie de la escalerilla del avión y recoger a su pálido colega procedente de Moscú, invitándole a acomodarse en el asiento de atrás. El automóvil era mejor que la mayor parte de los empleados por «la Empresa»; el conductor quedaba aislado de los pasajeros, y había un teléfono en comunicación directa con la jefatura del servicio.

Mientras cruzaban el túnel de salida del aeropuerto y entraban en la carretera M4, Ferndale rompió el silencio.

—Un viaje muy pesado, ¿eh, muchacho? —dijo.

Pero no se refería al viaje en avión.

—Desastroso —gruñó Munro—. Creo que
el Ruiseñor
está acabado. Sé de cierto que era seguido por la oposición. Tal vez le hayan detenido ya.

Ferndale procuró consolarle.

—Mala suerte —dijo—. Siempre es terrible perder un agente. Le trastorna a uno. Yo perdí un par de ellos, ¿sabe? Y uno murió de mala manera. Pero son gajes de nuestro oficio, Adam. Es parte de lo que Kipling solía llamar el Gran juego.

—Salvo que esto no es un juego —replicó Munro—. Y tampoco lo es lo que va a hacerle la KGB
a el Ruiseñor
.

—Desde luego que no. Lo siento. No debía decir esto. —Ferndale hizo una pausa, expectante, mientras el automóvil se incorporaba a la corriente del tráfico en la M4—. Pero consiguió usted la respuesta a nuestra pregunta. ¿Por qué se opone Rudin con tanta furia a la liberación de Mishkin y Lazareff?

—La respuesta a la pregunta de mistress Carpenter —inquirió hoscamente Munro—. Sí; la tengo.

—¿Y es?

—Ella lo preguntó —dijo Munro—, y ella tendrá la respuesta. Espero que le gustará. Ha costado una vida conseguirla.

—Adam, hijo mío, su actitud no me parece muy prudente —dijo Ferndale—. No se puede visitar a la primer ministro así como así. Incluso el Amo tiene que pedir audiencia.

—Entonces, dígale que la pida en mi nombre —dijo Munro, señalando el teléfono.

—Creo que tendré que hacerlo —replicó Ferndale, en voz baja.

Era una lástima que un joven de talento hiciese pedazos su carrera, pero, por lo visto, Munro había agotado su capacidad de resistencia. Ferndale no iba a interponerse en su camino; el Amo le había dicho que se mantuviese en contacto con él. Exactamente lo que iba a hacer.

Diez minutos más tarde, mistress Joan Carpenter escuchaba atentamente la voz de sir Nigel Irvine por el teléfono privado.

—¿Quiere darme personalmente la respuesta, sir Nigel? —preguntó—. ¿No se sale eso de lo normal?

—Sí, señora. En realidad, es algo inaudito, Temo que signifique que míster Munro va a separarse del servicio. Pero, a menos que pidiese a los especialistas que le extrajesen su información, no podría obligarle a dármela a mí. Verá usted, ha perdido un agente con el que, según parece, había trabado una amistad personal durante los últimos nueve meses, y eso ha colmado la medida.

Joan Carpenter reflexionó un momento.

—Siento profundamente haber sido la causa de semejante desdicha —dijo—. Quisiera disculparme con míster Munro de lo que me vi obligada a pedirle. Por favor, diga a su chófer que le traiga al Número Diez. Y venga usted también inmediatamente.

La línea enmudeció, sir Nigel Irvine permaneció un rato mirando fijamente el teléfono. «Esa mujer nunca deja de sorprenderme», pensó. «Muy bien, Adam; quieres tu momento de gloria, hijo mío, y lo tendrás. Pero será el último. Después, tendrás que cambiar de oficio. No querernos
primadonnas
en el servicio.»

Mientras se dirigía a su coche, Sir Nigel pensó que, por muy interesante que pudiese ser la explicación, ahora era una cuestión académica, o pronto lo sería. Dentro de siete horas, el comandante Simon Fallon subiría a bordo del
Freya
con tres compañeros y liquidaría a los terroristas. Después de lo cual, Mishkin y Lazareff seguirían quince años más en el lugar donde se hallaban.

A las dos de la tarde, de nuevo en el camarote de día, Drake se inclinó hacia Thor Larsen y le dijo:

—Probablemente se pregunta usted por qué he convocado esta conferencia en el
Argyll
. Sé que, cuando se encuentre usted allí, les dirá quiénes y cuántos somos; las armas que llevamos y los sitios donde colocamos las cargas. Ahora, escuche con atención, porque debe decirles algo más, si quiere salvar su barco y su tripulación de una destrucción instantánea.

Hablo durante más de media hora. Thor Larsen, le escuchó impasible, asimilando las palabras y sus implicaciones. Cuando hubo terminado, el capitán noruego dijo:

—Se lo diré. No porque tenga el menor interés en salvarle el pellejo, míster Svoboda, sino porque no quiero que mate a mi tripulación y destruya mi barco.

Sonó una llamada del intercomunicador en el interior del camarote a prueba de ruidos. Drake respondió y miró a través de la ventana hacia la lejana proa. Acercándose desde el lado de alta mar, muy despacio y con mucha precaución, distinguió el helicóptero «Wessex» del
Argyll
, con la enseña de la Royal Navy pintada claramente en la cola.

Cinco minutos más tarde, bajo la mirada de unas cámaras que transmitían sus imágenes a todo el mundo, imágenes contempladas por hombres y mujeres, a cientos e incluso a miles de kilómetros de distancia, el capitán Thor Larsen, patrón de la embarcación más grande que jamás se hubiese construido, salió de la superestructura y apareció al aire libre. Había insistido en ponerse los pantalones negros y se había abrochado la chaqueta de la Marina Mercante con los cuatro galones dorados de capitán de barco, sobre el suéter blanco. También llevaba puesta la gorra bordada con el emblema del casco de vikingo de la «Nordia Line». Era el mismo uniforme que habría tenido que ponerse la tarde anterior para enfrentarse por primera vez con la Prensa mundial. Irguiendo los cuadrados hombros empezó la larga y solitaria caminata por la extensa cubierta de su barco, hasta el punto donde el sillón y el cable pendían del helicóptero, a medio kilómetro delante de él.

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