—¿Es peor que permanecer sentado mientras treinta marineros
inocentes
son quemados vivos en el
Freya? —
preguntó Munro.
El teléfono volvió a sonar. Cuando Benson hubo colgado el aparato, se volvió hacia el presidente.
—Creo que no tenemos más alternativa que pedir su conformidad a Maxim Rudin —dijo—. El canciller Busch acaba de anunciar que Mishkin y Lazareff serán excarcelados a las cero ocho cero cero, hora europea. Y esta vez no se echará atrás.
—Entonces, tenemos que intentarlo —dijo Matthews—. Pero no asumiré yo solo la responsabilidad. Maxim Rudin tiene que autorizar la puesta en práctica del plan. Hay que avisarle. Le llamare personalmente.
—Señor presidente —dijo Munro—, Maxim Rudin no empleó la línea privada para dirigirle su ultimátum. No está seguro de la fidelidad de algunos miembros del personal dentro del Kremlin. En estas luchas entre facciones, incluso los peces pequeños pueden cambiar de camisa y suministrar información secreta a la oposicion. Creo que esta proposición hay que hacérsela en persona, o se vería obligado a rechazarla.
—No creo que tuviese usted tiempo de volar a Moscú durante la noche y estar en Berlín al amanecer —objetó Poklevski.
—Hay una manera —intervino Benson—. Hay un
Blackbird
en Andrews que cubriría la distancia en el tiempo previsto.
El presidente Matthews tomó una resolución.
—Bob, lleve personalmente a míster Munro a la base de Andrews. Avisen a la tripulación del
Blackbird
a fin de que estén preparados para despegar dentro de una hora. Yo telefonearé personalmente a Maxim Rudin, para pedirle que autorice la entrada del avión en el espacio aéreo soviético y que reciba a Adam Munro, como mí enviado especial. ¿Algo más míster Munro?
Munro sacó una hoja de papel de su bolsillo.
—Quisiera que la Compañía enviase urgentemente este mensaje a sir Nigel Irvine, a fin de que él pueda cuidar de lo concerniente a Londres y Berlín —pidió.
—Así se hará —aceptó el presidente—. Ahora, póngase en camino, míster Munro. Le deseo mucha suerte.
De 21.00 a 06.00
Cuando el helicóptero se elevó del prado de la Casa Blanca, los agentes del servicio secreto se quedaron en tierra. El asombrado piloto se encontró con que transportaba al misterioso inglés de arrugado traje y al director de la CIA. Al elevarse sobre Washington, el río Potomac resplandeció a su derecha bajo los rayos del sol poniente. El piloto puso rumbo al Sudeste, en dirección a la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews.
En el Salón Oval, Stanislav Poklevski, invocando a cada frase la autoridad personal del presidente Matthews, hablaba por teléfono con el comandante de aquella base. Las protestas del oficial se extinguieron poco a poco. Por último, el consejero de Seguridad Nacional pasó el teléfono a William Matthews.
—Sí, general; soy William Matthews y éstas son mis órdenes. Diga al coronel O'Sullivan que tiene que preparar inmediatamente un vuelo directo de Washington a Moscú, por la ruta del Ártico. El permiso para entrar sin peligro en el espacio aéreo soviético le será radiado antes de que salga del cielo de Groenlandia.
El presidente volvió a su otro aparato, el teléfono rojo a través del cual estaba tratando de hablar directamente con Maxim Rudin en Moscú.
En la base de Andrews, el comandante en persona salió al encuentro del helicóptero al aterrizar éste. De no haber estado presente Robert Benson, a quien el general de las Fuerzas Aéreas conocía de vista, difícilmente se habría avenido a aceptar a un inglés desconocido como pasajero del avión de reconocimiento más rápido del mundo, y menos para ir a Moscú. Diez años después de haber entrado en servicio, este reactor figuraba aún en la lista secreta, tan perfeccionados eran sus sistemas y sus piezas.
—Muy bien, señor director —dijo por último—; pero tengo que decirle que el coronel O'Sullivan está todo lo irritado que puede estar un hombre de Arizona.
Tenía razón. Mientras Adam Munro era conducido al vestuario de pilotos, donde le dieron un traje de aviador, unas botas y un casco con balón de oxígeno, Robert Benson encontró al coronel George T. O'Sullivan, en la sala de navegación, apretando un cigarro entre los dientes y estudiando mapas del Ártico y del Báltico Oriental. El director de la CIA esperaba tal vez algo peor, pero, indudablemente, el mal humor del otro se reflejaba en su poca cortesía.
—¿Me ordena usted en serio que lleve este pájaro por encima de Groenlandia y de Escandinavia y lo meta en el corazón de Rusia? —preguntó, con aire truculento.
—No, coronel —respondió Benson, serenamente—. Se lo ordena el presidente de los Estados Unidos.
—¿Sin mi copiloto operador de sistema? ¿Y con un maldito inglés ocupando su asiento?
—Resulta que el maldito inglés lleva un mensaje personal del presidente Matthews para el presidente Rudin, de la URSS, que tiene que ser entregado esta noche y no puede discutirse de otro modo —dijo Benson.
El coronel de las fuerzas aéreas le miró fijamente durante un instante.
—Bueno —aceptó—, ojalá sea tan importante.
Veinte minutos antes de las seis, Adam Munro fue conducido al hangar donde estaba el avión, a cuyo alrededor se agitaban numerosos técnicos que lo preparaban para el vuelo.
Había oído hablar del «Lockheed SR71», apodado
Blackbird
por su color; lo había visto en fotografía, pero nunca en la realidad. Era en verdad impresionante. El afilado y cónico morro parecido a un proyectil, se elevaba en un ángulo obtuso, y muy atrás, surgían del fuselaje unas finísimas alas en delta, controladas al mismo tiempo que la cola.
Los motores estaban emplazados casi en la punta de las alas y eran como finas vainas que albergaban las turbinas «Pratt y Whitney JT11D», capaz cada una de ellas con ayuda del quemador auxiliar, de producir un impulso de 32 000 libras. Dos timones en forma de cuchilla se elevaban encima de ambos motores, para el control de la dirección. El cuerpo del avión y los motores daban la impresión de tres jeringuillas hipodérmicas, unidas solamente por las alas.
Las estrellitas blancas de los Estados Unidos dentro de sus círculos blancos indicaban la nacionalidad del avión; por lo demás, el «SR71» era negro desde el morro hasta la cola.
Los ayudantes de tierra le ayudaron a meterse en el angosto asiento de atrás, en el que se hundió más y más, hasta que el borde de las paredes laterales de la carlinga quedó por encima de sus orejas. Cuando bajasen la tapa, ésta formaría una línea casi continua con el fuselaje, para
reducir
la resistencia al aire, Si quería mirar, sólo vería las estrellas sobre su cabeza.
El hombre que hubiese debido ocupar aquel asiento habría comprendido la asombrosa instalación de pantallas de radar, sistemas preventivos y controles de cámara, porque el «SR71» era esencialmente un avión espía, concebido y equipado para volar a alturas muy superiores al alcance de la mayor parte de los cazas y de los cohetes interceptores, fotografiando lo que se veía abajo.
Unas solícitas manos conectaron los tubos que salían de su traje a los sistemas del avión: radio, oxígeno, fuerza anti-G. Munro vio que, delante de él, el coronel O'Sullivan se acomodaba en el asiento delantero, con facilidad nacida de la costumbre, y conectaba sus propios y vitales sistemas. Cuando se conectó la radio, la voz del hombre de Arizona tronó en sus oídos.
—¿Es usted escocés, míster Munro?
—Sí, lo soy —respondió Munro, dentro del casco.
—Yo soy irlandés —dijo la voz—. ¿Es usted católico?
—¿Qué?
—Si es católico, ¡hombre!
Munro pensó un momento. En realidad, no tenía creencias religiosas.
—No —negó—, Iglesia de Escocia.
El hombre de delante expresó su disgusto.
—¡Jesús! Veinte años en las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, y tengo que hacer de chófer a un protestante escocés.
La tapa de triple perspex de la carlinga, capaz de resistir las tremendas diferencias de presión atmosférica en eI vuelo a enorme altura, se había cerrado sobre ellos, Un silbido indicó que la cabina estaba ahora plenamente presurizada. Arrastrado por un tractor que debía rodar delante del morro del avión, el
«SR71»
salió del hangar a la luz de la tarde.
Desde dentro, sólo se oyó un ligero zumbido cuando los motores se pusieron en marcha. Fuera, los operarios de tierra se estremecieron, a pesar de llevar protegidos los oídos, con el estruendo que retumbó en los hangares.
El coronel O'Sullivan pidió inmediatamente vía libre para despegar, mientras hacía las al parecer innumerables comprobaciones previas. El B
lackbird
se detuvo en el principio de la pista principal y se meció sobre las ruedas al ponerlo el coronel en posición; después, Munro oyó la voz de éste:
—Sea quien fuere el Dios a quien reza usted, empiece a hacerlo y agárrese fuerte.
Algo parecido a un tren a toda marcha golpeó a Munro en toda la espalda; era el asiento moldeado al que estaba sujeto. No pudo ver ningún edificio para calcular la velocidad, sólo el pálido cielo azul allá en lo alto. Cuando el reactor alcanzó los 150 nudos, el morro se levantó del asfalto; medio segundo después, las ruedas principales se separaron del suelo y O'Sullivan alzó el tren de aterrizaje.
Libre de estorbos, el «SR71» se inclinó hacia atrás basta que sus tubos de escape apuntaron directamente a Maryland, y emprendió su ascensión. Subía casi verticalmente, como un cohete, del cual se diferenciaba poco. Munro yacía sobre la espalda, con los pies en alto, percibiendo solamente la continua presión del respaldo sobre la espina dorsal, mientras el
Blackbird
se elevaba hacia un cielo que pronto se
volvió
azul oscuro, violeta y, por último, negro.
En el asiento delantero, el coronel O'Sullivan conducía el aparato, es decir, seguía las instrucciones que, respondiendo a sus dedos, le daba la computadora de a bordo. Esta le informaba de la altura, de la velocidad, del ángulo de ascensión, del rumbo y la dirección, de las temperaturas exterior
e
interior, de las temperaturas de los motores y de los tubos de escape, de los niveles de oxígeno y del acercamiento a la velocidad del sonido.
Debajo
de ellos, Filadelfia y Nueva York quedaron atrás como ciudades de juguete; cuando volaban sobre el norte del Estado de Nueva York cruzaron la barrera del sonido, sin dejar de subir y de acelerar. A 24 000 metros, altura superior en 8 kilómetros a la que vuela el «Concorde», el coronel O'Sullivan apagó los quemadores auxiliares y niveló la altura de vuelo.
Aunque no había acabado de ponerse el sol, el cielo aparecía intensamente negro, pues, a semejante altura hay tan pocas moléculas de aire capaces de reflejar los rayos del sol, que prácticamente no existe la luz. Pero todavía hay moléculas en número bastante para causar una fricción en la superficie de un avión como el
Blackbird
. Antes de dejar atrás el Estado de Maine y la frontera canadiense, habían alcanzado una velocidad de casi tres veces la del sonido. Ante los asombrados ojos de Munro, la negra piel del «SR71 », hecha de titanio puro, empezó a tomar un color rojo de cereza a causa del calor.
Dentro de la cabina, el sistema de refrigeración del avión mantenía una agradable temperatura, proporcional a la del cuerpo de sus ocupantes.
—¿Puedo hablar? —preguntó Munro.
—Claro —dijo la voz lacónica del piloto.
—¿Dónde estamos ahora?
—Sobre el golfo de San Lorenzo —respondió O'Sullivan—. Con rumbo a Terranova.
—¿Cuántos kilómetros hay hasta Moscú?
—Desde la base de Andrews, siete mil ochocientos trece.
—¿Cuánto tiempo de vuelo?
—Tres horas y cincuenta minutos.
Munro calculó. Habían despegado a las seis de la tarde, hora de Washington, que eran las once de la noche, hora europea. Esto quería decir que, en Moscú, era la una de la madrugada del domingo 3 de abril. Aterrizarían, aproximadamente, a las cinco de la mañana, hora de Moscú. Si Rudin aceptaba su plan y el
Blackbird
podía llevarle a Berlín, ganarían dos horas al volar en sentido contrario. Tendría el tiempo justo para llegar a Berlín al amanecer.
Llevaban volando poco menos de una hora cuando la última tierra del Canadá, el cabo Harrison, quedó detrás de ellos, y se encontraron sobre el cruel Atlántico del Norte, rumbo al cabo Farewell, punta meridional de Groenlandia.
—Señor presidente Rudin, —escúcheme, por favor —pidió William Matthews.
Hablaba enérgicamente delante de un pequeño micrófono colocado sobre su mesa, el llamado Teléfono Rojo, aunque en realidad no es un teléfono. Gracias a un amplificador colocado al lado del micrófono, los que se hallaban en el Salón Oval podían oír el murmullo del traductor simultáneo que hablaba en ruso al oído de Rudin, en Moscú.
—Maxim Andreievich, creo que los dos somos demasiado viejos en nuestro oficio y que hemos trabajado de firme y demasiado tiempo para asegurar la paz a nuestros pueblos, para que nos dejemos engañar y permitamos que nuestros esfuerzos se vean frustrados, en el último momento, por una pandilla de asesinos que se ha apoderado de un petrolero en el mar del Norte.
Hubo unos segundos de silencio, y después sonó la tosca voz de Rudin, hablando en ruso. Un joven auxiliar del departamento de Estado, colocado al lado del presidente, hizo la traducción en voz baja:
—Entonces, amigo William, debe usted destruir el petrolero y eliminar el arma del chantaje, porque yo no puedo hacer más de lo que he hecho.
Bob Benson dirigió una mirada de advertencia al presidente. No había ninguna necesidad de decirle a Rudin que Occidente sabía ya la verdad sobre Ivanenko.
—Lo sé —convino Matthews, a través del micrófono—. Pero yo tampoco puedo destruir el petrolero. Con ello me arruinaría. Pero puede haber otra manera. Le pido de todo corazón que reciba al hombre que ha salido ya de aquí en avión y se dirige a Moscú. Lleva una proposición que puede ser la solución para los dos.
—¿Quién es ese americano? —preguntó Rudin.
—No es americano, sino inglés —rectificó el presidente Matthews—. Se llama Adam Munro.
Hubo una larga pausa. Por último, la voz de Rusia dijo, en tono contrariado:
—Den a mis auxiliares los detalles del vuelo: altura, velocidad, rumbo. Ordenaré que se permita la entrada a su avión y recibiré personalmente a su enviado en cuanto llegue.
Spakoinyo notch
, William.