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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (6 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—Que uno se dirige al tercer punto de reunión, de acuerdo con lo previamente convenido —contestó el avispado.

—Perfecto. Pero alguien le está siguiendo todavía. ¿Dónde deberá realizarse el encuentro? ¿En qué clase de lugar? Esta vez, nadie respondió.

—En un local, bar, club, restaurante o algo parecido, que tenga cerrada la puerta de entrada, de manera que nadie pueda ver el interior de la planta baja desde la calle y a través de los cristales. Bueno, ¿por qué se ha elegido este lugar para la entrega?

Se oyó una breve llamada en la puerta, y el jefe del programa de estudios asomó la cabeza por ella. Hizo una seña a Munro, el cual se levantó de la mesa y se dirigió a la puerta. Su superior le hizo salir al pasillo.

—Tengo un recado para usted —dijo, en voz baja—. El amo quiere verle. En su despacho, a las tres. Salga de aquí a la hora del almuerzo. Bailey se encargará de las clases de la tarde.

Munro volvió a su mesa, bastante intrigado. El amo era el apodo, afectuoso y respetuoso a un tiempo, que se daba al director general de «la Empresa».

Uno de los alumnos había preparado una respuesta:

—Se ha elegido aquel lugar para que uno pueda acercarse a la mesa del contacto y recoger el objeto sin ser visto.

Munro movió la cabeza.

—No exactamente. Cuando usted salga del lugar, los que le siguen pueden enviar a un hombre a interrogar a los camareros. Si se ha acercado usted directamente al contacto, alguno de aquéllos puede haber observado la cara de éste y describirla, facilitando su identificación. ¿Alguna otra sugerencia?

—Dejar el objeto en algún sitio, dentro del restaurante —propuso el avispado.

Pero Munro sacudió de nuevo la cabeza.

—No tendrá usted tiempo —repuso—. Los que le siguen entrarán en el lugar pocos segundos después que usted. Además, es posible que el contacto, que según lo convenido habrá llegado antes, no haya encontrado un cubo adecuado en el lavabo. O desocupada la mesa conveniente. Es demasiado aleatorio. No; esta vez emplearemos el roce. Anoten; el asunto se desarrolla así:

»Al recibir su contacto la señal en el lugar de la primera retirada, indicando que alguien le vigilaba a usted, el hombre ha seguido el procedimiento convenido. Ha sincronizado su reloj, al segundo, con un reloj público de confianza o, mejor aún con el del Servicio Telefónico de Hora Exacta. En otro lugar, usted habrá hecho exactamente lo mismo.

»A la hora prevista, él estará ya sentado en el bar o en otro sitio convenido. Usted se acercará a la puerta en el momento exacto. Si va algo adelantado, se entretendrá un poco atándose los cordones de un zapato o deteniéndose en un escaparate. Debe consultar su reloj de manera que nadie pueda verlo.

»En el segundo exacto convenido, entra usted en el bar y la puerta se cierra a su espalda. En el mismo segundo, su contacto se habrá puesto en pie, después de pagar la cuenta, y se dirigirá a la puerta. Como mínimo, pasarán cinco segundos antes de que entren los que le siguen. Usted se cruzará con su contacto a pocos palmos de la puerta, asegurándose de que ésta se haya cerrado para impedir toda visión. Al cruzarse y rozarse con aquél, usted entregará o recogerá el objeto. Inmediatamente, se dirigirá a una mesa desocupada o a un taburete del bar. La oposición entrará unos segundos más tarde. El contacto se cruzará con ellos al salir y desaparecerá. Después, el personal del bar confirmará que usted no habló con nadie. No se detuvo en ninguna mesa ocupada, ni nadie se paró junto a la suya. Con el objeto en un bolsillo interior de su chaqueta, usted apurará su bebida y regresará a la Embajada. La oposición informará sin duda de que no estableció contacto alguno durante su paseo.

»Este es el procedimiento del roce... y ése es el timbre que anuncia la hora del almuerzo. De momento, levantemos la sesión.

A media tarde, Adam Munro se hallaba encerrado en la segura biblioteca del sótano del Cuartel General de «la Empresa», estudiando una serie de legajos con cubiertas de piel. Sólo tenía cinco días para aprenderse de memoria todos los datos que le permitirían ocupar el sitio de Harold Lessing como «residente legal» de «la Empresa» en Moscú.

El 31 de mayo voló de Londres a Moscú, para ocupar su nuevo cargo.

Munro dedicó la primera semana a instalarse en su puesto. Para todo el personal de la Embajada, salvo unos pocos enterados, no era más que un diplomático profesional, enviado a toda prisa para sustituir a Harold Lessing. El embajador, el jefe de la Cancillería, el principal intérprete de claves y el consejero comercial, sabían cuál era su verdadero trabajo. La circunstancia de su relativamente avanzada edad, cuarenta y seis años, para un primer secretario de la sección comercial, quedaba explicada por su tardío ingreso en el cuerpo diplomático.

El consejero comercial cuidó de que los asuntos mercantiles a él encomendados fuesen lo menos molestos posible. Munro sostuvo una breve entrevista oficial con el embajador en el despacho particular de éste, y tomó unas copas, oficiosamente, con el jefe de la Cancillería. Conoció a la mayoría del personal y le llevaron a varias fiestas diplomáticas, donde conoció a otros diplomáticos de las Embajadas occidentales. También sostuvo una conferencia privada de negocios con el hombre que representaba un papel equivalente al suyo en la Embajada americana. Según le confirmó el hombre de la CIA, los «asuntos» discurrían tranquilamente.

Aunque todos los miembros de la Embajada británica en Moscú tenían que hablar ruso para no parecer unos zoquetes, Munro empleó un lenguaje académico y con fuerte acento inglés, tanto delante de sus colegas como al hablar con los funcionarios rusos que le eran presentados. Durante una fiesta, dos miembros del personal del Ministerio de Asuntos Exteriores sostuvieron una breve conversación en ruso rápido y familiar, a pocos pasos de él. Les comprendió perfectamente y, como la conversación le pareció algo interesante, informó seguidamente a Londres.

El décimo día después de su llegada se hallaba sentado en un banco del parque donde se celebraba la Exposición Soviética de Realizaciones Económicas, en el extrarradio al norte de la capital rusa. Esperaba para establecer el primer contacto con el agente del Ejército rojo que había trabajado con Lessing.

Munro había nacido en 1936, hijo de un médico de Edimburgo, y su infancia, durante los años de la guerra, había sido convencional, cómoda y feliz, como correspondía a un niño de la clase media. Había asistido a la escuela local hasta los trece años, y después había pasado cinco en el Fettes College, que era uno de los mejores colegios de Escocia. Durante este período, su profesor de idiomas descubrió que el muchacho tenía un oído extraordinariamente agudo para las lenguas extranjeras.

En 1954, dada la obligatoriedad del servicio nacional, había ingresado en el Ejército y conseguido, después de la instrucción básica, un destino en el antiguo regimiento de su padre, que era el de los First Gordon Highlanders. A finales de aquel verano había sido destinado a Chipre y operado contra los partisanos de la EOKA en los montes Trudos.

Sentado ahora en un parque de Moscú, aún le parecía estar viendo en su imaginación aquella casa de campo. Habían pasado la mitad de la noche arrastrándose entre los brezos que rodeaban el lugar, de acuerdo con el soplo recibido de un chivato. Cuando amaneció, Munro se hallaba apostado, solo, al pie de una escarpa, detrás de la casa que se erguía en la cima. El grueso de su pelotón atacó la casa por delante al despuntar la aurora, subiendo por el declive más suave y con el sol a su espalda.

Munro pudo oír, encima de él, al otro lado de la colina, el tableteo de las «Sten» en el tranquilo amanecer. A la luz de los primeros rayos de sol, vio dos figuras saltando de las ventanas traseras de la casa; de momento no fueron más que dos sombras, hasta que su atropellada carrera escarpa abajo les hizo salir del socaire de la casa. Corrían en derechura hacia donde él estaba, agazapado detrás de un tronco caído de olivo, a la sombra de la arboleda, y sus piernas parecían volar al tratar de conservar el equilibrio sobre las pizarras. Se acercaron más, y uno de ellos llevaba en la diestra algo que parecía un palo corto y negro. Más tarde se dijo Munro que, aunque hubiese gritado, ellos no habrían podido frenar su impulso. Pero entonces no pensó siquiera en esto. Sólo hizo lo que le habían enseñado: se levantó al llegar los dos hombres a quince metros de él y disparó dos breves y mortales ráfagas.

La fuerza de las balas levantó a los dos individuos, detuvo su impulso y los derribó sobre la pizarra, al pie de la pendiente. Mientras un penacho azul de humo brotaba de la boca de su «Sten», Munro se adelantó para mirarles. Pensó que vomitaría o se desmayaría. Pero no ocurrió nada de esto: sólo sintió una curiosidad absurda. Contempló las caras. Eran dos muchachos, más jóvenes que él, y él sólo tenía dieciocho años.

Su sargento llegó corriendo por el olivar.

—Buen trabajo, muchacho —le gritó—. Los has pillado.

Munro miró los cuerpos de aquellos chicos que nunca se casarían ni tendrían hijos, que no volverían a bailar el buzuki, ni a sentir el calor del sol y del vino. Uno de ellos seguía agarrando aquel palito negro: era una salchicha. Un trozo de ésta pendía todavía de su boca. Por lo visto, estaban desayunando. Munro se volvió hacia el sargento.

—¡Usted no manda en mí! —le gritó—. ¡Usted no es mi dueño! ¡Nadie es mi dueño, salvo yo mismo!

El sargento atribuyó este exabrupto al nerviosismo de la primera acción mortal y no dio cuenta de él. Tal vez hizo mal. Pues los superiores no supieron que Adam Munro no era todo lo obediente que hubiese debido ser. Ni lo sería nunca.

Seis meses más tarde, le sugirieron que, teniendo condiciones de oficial, considerase la conveniencia de ampliar su servicio a tres años y graduarse como tal. Cansado de Chipre, aceptó y fue devuelto a Inglaterra, donde ingresó en la Escuela de Cadetes de Eaton Hall. Tres meses después, consiguió sus «galones» de alférez.

Al llenar la instancia para su ingreso en Eaton Hall, había mencionado que hablaba con fluidez el francés y el alemán. Un día le sometieron a una prueba en ambos idiomas, y su declaración resultó correcta. Poco después de recibir el título de alférez, le aconsejaron que se inscribiese en el curso de lengua rusa, que, en aquellos tiempos, se daba en un campamento llamado Pequeña Rusia situado en Bodmin, Cornualles. La alternativa era el servicio de regimiento en los cuarteles de Escocia, en vista de lo cual siguió el consejo. Al cabo de seis meses no sólo hablaba con fluidez el idioma, sino que podía hacerse pasar virtualmente por ruso.

En 1957, a pesar de ser objeto de fuertes presiones para que continuase en su regimiento, abandonó el Ejército, porque había resuelto hacerse corresponsal de algún periódico en el extranjero. Había conocido a algunos corresponsales en Chipre, y pensaba que preferiría este trabajo al de oficina. A los veintiún años ingresó en The Scotsman, en su Edimburgo natal, como aprendiz de reportero, y, dos años después, se trasladó a Londres, donde fue aceptado por «Reuter», la agencia internacional de noticias con sede en el 85 de Fleet Street. En el verano de 1960, su conocimiento de los idiomas volvió a prestarle un buen servicio: a sus veinticuatro años, fue destinado a la oficina de «Reuter» en Berlín Occidental, como brazo derecho de su jefe, el hoy difunto Alfred Kluehs.

Esto ocurría en el verano anterior al levantamiento del Muro, y, tres meses después, había conocido a Valentina, la mujer que —según advertía ahora— había sido el único amor verdadero de su vida.

Un hombre se sentó a su lado y tosió. Munro salió de golpe de su ensoñación. Uno enseña una semana su oficio a los novatos, se dijo, y, quince días después, olvida las reglas básicas. Nunca hay que distraerse antes de un encuentro.

El ruso le miró con indiferencia; pero Munro llevaba la corbata de topos de rigor. Lentamente, el ruso se puso un cigarrillo entre los labios, sin dejar de mirar a Munro. Teatral, pero todavía eficaz, pensó Munro, y, sacando el encendedor, lo alargó acercando la llama a la punta del cigarrillo.

—Ronald se desplomó en su mesa hace dos semanas —dijo a media voz, pausadamente—. Una úlcera, según temo. Yo soy Michael. Me han pedido que ocupe su sitio. Bueno, tal vez pueda usted ayudarme. ¿Es cierto que la torre de TV de Ostankino es la estructura más alta de Moscú?

El oficial ruso, vestido de paisano, exhaló el humo y se tranquilizó. Eran exactamente las palabras establecidas por Lessing, al que sólo conocía por el nombre de Ronald.

—Sí —respondió—. Tiene quinientos cuarenta metros de altura.

Llevaba un periódico doblado en la mano y lo dejó sobre el asiento, entre los dos. El impermeable de Munro, que éste tenía plegado sobre las rodillas, resbaló y cayó al suelo. Munro lo recogió, volvió a doblarlo y lo dejó sobre el periódico. Los dos hombres permanecieron diez minutos sin decirse nada, indiferentes el uno al otro, mientras el ruso fumaba. Por último, éste se levantó y aplastó la colilla en el suelo, inclinándose para hacerlo.

—Dentro de quince días —murmuró Munro—. El lavabo de caballeros del sótano del bloque G del Nuevo Circo del Estado. Durante la representación del payaso Popov. La función empieza a las siete y media.

El ruso se alejó y continuó su paseo como si tal cosa, Munro observó tranquilamente el escenario durante otros diez minutos. Nadie mostraba el menor interés. Cogió su impermeable, con el periódico y el sobre disimulado entre sus hojas, y regresó en el Metro a la Kutuzovsky Prospekt. El sobre contenía la lista puesta al día de las guarniciones del Ejército rojo.

C
APÍTULO II

Mientras Adam Munro cambiaba de tren en la plaza de la Revolución, poco antes de las once de aquella mañana del 10 de junio, un convoy compuesto por una docena de brillantes y negros automóviles «Zil» cruzaba la puerta de Borovitsky de la muralla del Kremlin, a cien metros sobre su cabeza y a cuatrocientos metros al sudoeste del lugar donde él se hallaba. El Politburó soviético iba a iniciar una sesión que cambiaría el curso de la Historia.

El Kremlin es una construcción triangular cuyo vértice, dominado por la Torre de Sobakin, señala en dirección Norte. Está protegido en todos sus lados por una muralla de quince metros, provista de dieciocho torres y en la que se abren cuatro puertas.

Los dos tercios meridionales de este triángulo constituyen la zona turística, por la que discurren los dóciles grupos de visitantes para admirar las catedrales, los pabellones y los palacios de los antiguos zares. En el sector del medio hay una asfaltada y despejada franja, vigilada por guardias, que constituye una línea divisoria invisible que no puede ser pisada por los turistas. Pero el convoy de coches especiales cruzó aquella mañana el espacio abierto, en dirección a los tres edificios de la parte norte del Kremlin.

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