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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los romanos en Hispania (18 page)

BOOK: La aventura de los romanos en Hispania
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VI
Octavio Augusto en Hispania

El asesinato de Julio César dio paso a un triunvirato del que salió victorioso Octavio Augusto. Con él llegaría el Imperio soñado por su antecesor, pero aún quedaban obstáculos que impedían la tan ansiada
Pax Romana
. Uno de los principales problemas lo constituían las tribus cántabras y astures de la península Ibérica. Era el último bastión de resistencia, el territorio que faltaba para completar la total conquista de Hispania.

La herencia de César

La guerra entre Pompeyo y César por el control de Roma dio paso a una contienda entre Octavio y Marco Antonio por el dominio del Mare Nostrum. En este conflicto, que se prolongó prácticamente doce años, la península Ibérica sufrió el revés de una grave crisis económica provocada en buena parte por la disminución de las exportaciones. Se produjeron continuos levantamientos tribales que los pretores designados aplastaron con más o menos eficacia. Pero existían unas tribus asentadas en el norte peninsular que resistían todos los ataques lanzados contra ellas: eran los cántabros y los astures, gentes no romanizadas y de fuerte impregnación céltica. Desde sus valles, montañas y castros fortificados rapiñaban a su antojo las zonas limítrofes a sus territorios de influencia. Eran comunidades que basaban su economía en una escasa ganadería y en la caza; esta precariedad los empujaba con frecuencia a servir como mercenarios de ejércitos en conflicto. De esa forma, se pudieron ver tropas cántabras en las columnas militares de Aníbal, luchando junto a los celtíberos en la meseta central o auxiliando a los pompeyanos en Ilerda. También se alistaron en las legiones cesarianas que guerreaban en las Galias, así como en las bandas aquitanias que hacían lo propio con los cesarianos. En resumen, tribus muy belicosas que veían en el combate su particular forma de vida. Sus refugios naturales las amparaban de momento del avance romano, pero las actuaciones que estas tribus promovieron por el interior de la Península pronto les devolvieron una fuerte contestación de los latinos.

Tras la victoria de Actium sobre Marco Antonio y Cleopatra, Octavio se vio con las manos libres para empezar a construir la idea imperial que le había legado Julio César. La
Pax Romana
se extendía por las fronteras dibujadas con la sangre de los enemigos de Roma. Octavio trabajó con entusiasmo inusitado en la creación de una burocracia necesaria para dar contenido a las instituciones de nuevo cuño. En un ejercicio de astucia e inteligencia sin precedentes, fue acumulando tanto poder como quiso y por fin, en el año 27 a.C., se proclamó
Imperator
; lejos quedaba así el tiempo republicano; por delante, cinco siglos imperiales donde Roma conseguiría ser la potencia más luminosa del mundo antiguo.

Sin embargo, quedaban algunos asuntos pendientes de resolución. Uno de ellos consistía en la total conquista de Hispania, y eso pasaba por el imprescindible sometimiento de cántabros, astures y galaicos. Durante dos centurias las tribus ibéricas habían luchado con bravura en la defensa, palmo a palmo, de su tierra.

Desde que Cneo Escipión llegara con sus legiones en 218 a.C., se habían producido muy pocos paréntesis pacíficos en casi doscientos años de ininterrumpida guerra. Es imposible calcular en cifras las bajas de este conflicto, pero, a tenor de las informaciones más o menos fidedignas de los historiadores romanos, debieron de ser algunos millones en el caso nativo y varios cientos de miles en el lado romano. Sea como fuere, la sangría fue tan extrema que no es de extrañar la romanización tan profunda que se vivió en las provincias Citerior y Ulterior. Pero quedaba la cornisa cantábrica, y en ella cientos de guerreros dispuestos a morir luchando por su libertad e independencia ante la potencia invasora.

Los irreductibles cántabros constituían un enemigo más que peligroso; se extendían por un hipotético frente de combate de más de cuatrocientos kilómetros de longitud, con la capacidad de levantar en armas a 100.000 guerreros. Ésa era la causa fundamental por la que los romanos se lo hubieran pensado tanto ante la posibilidad de atacar y someter de una vez por todas aquel territorio hostil. No obstante, el enfrentamiento era inevitable: las ricas minas del noroeste y la protección de los cultivos cerealistas mesetarios obligaban a mantener activas a muchas legiones para intentar frenar las acometidas aborígenes, y eso, tarde o temprano, pasaría factura.

En los años previos a 29 a.C., los cántabros incrementaron sus razzias sobre la zona peninsular controlada por Roma. Octavio, advertido acerca de la gravedad de ese mal endémico, tomó la decisión de encararlo definitivamente y, en consecuencia, ordenó el envío masivo de tropas a Hispania.

En 29 a.C. estallaba la última y cruenta guerra entre romanos y autóctonos ibéricos. No sería fácil para los primeros derrotar a los segundos; comenzaban diez años de combates guerrilleros, batallas heroicas y resistencias suicidas en un acto calificado como el todo o nada de un pueblo orgulloso y convencido de su identidad. Fue el canto de cisne en la conquista de Hispania, y como es lógico las fuerzas en litigio mostraron lo que tenían: pastores y cazadores contra legionarios y legados; líderes montañeses criados en bosques y castros contra emperadores surgidos del mármol capitalino. Dos conceptos bien distintos de existencia, antagonistas en un mundo acuciado por la guerra, el hambre y el afán desmedido por la supervivencia.

Las hostilidades se desataron con total virulencia; los cántabros pusieron en práctica sus argucias guerrilleras; tenían a su favor el exhaustivo conocimiento de la orografía por la que transitaban sus guerreros. Los romanos, por su parte, apostaron por la envergadura de su demoledora maquinaria bélica.

Las guerras cántabras

La campaña de 29 a.C. fue dirigida por el general Statilio Tauro, quien se enfrentó a cántabros, astures y vacceos, derrotándolos tras violentos choques. Fue un año agotador que terminó con los vacceos fuera de la guerra y con el resto de las tribus replegadas en sus santuarios de las montañas. Los romanos se apoderaron de Asturica (Astorga), capital de los astures, donde se estableció una potente guarnición romana como vanguardia para futuras ofensivas. Statilio regresó a Roma para celebrar el triunfo, aunque ya se intuía que aquella guerra no había rubricado aún su último capítulo.

Al año siguiente, los nativos bajaron de sus reductos y atacaron allá donde pudieron, hasta conseguir desestabilizar el frente. Por entonces el ejército romano era dirigido por el general Calvisio Sabino, quien se limitó a contener la ofensiva devolviendo el golpe siempre que pudo, sin que los romanos se atrevieran jamás a lanzar ataque alguno sobre las temidas montañas cántabras.

La situación era tan incómoda como sonrojante: un supuesto puñado de aborígenes tenía en jaque al mejor ejército de la historia, y eso restaba crédito al flamante Imperio de Octavio.

Finalmente, el propio Augusto optó por tomar las riendas de aquella guerra tan lejana y, a finales de 27 a.C., desembarcó en Tarraco, ciudad que convirtió en su cuartel general. De hecho la distribución de las fronteras provinciales hispanas había cambiado sensiblemente ese mismo año tras los acuerdos del emperador con el Senado. Según el nuevo reparto geográfico, Hispania abandonaba definitivamente las denominaciones Citerior y Ulterior, pasando de las dos antiguas provincias a tres de nuevo cuño: Tarraconense, Bética y Lusitania. Con esto se conseguía una mejor administración y gobierno de la perla imperial, pero quedaba pendiente completar una ocupación total de la Península. Este problema, al que se tenía que enfrentar Octavio, no era nada insignificante: cientos de kilómetros sembrados de tribus guerreras dispuestas a luchar hasta las últimas consecuencias; luego estaba la dificultad que ofrecía el terreno a pisar: lluvias frecuentes, frío invernal intenso y por último una inexistente red de comunicaciones. Todos estos inconvenientes fueron considerados por el emperador y, así, se movilizaron siete legiones que constituían la flor y nata del ejército romano. Hacia el frente marcharon no menos de 70.000 legionarios integrantes de la I Legión Augusta, II Augusta, III Macedónica, V Alaudae, VI Victrix, IX Hispania y X Gemina.

En la retaguardia se fueron estableciendo diferentes campamentos de aprovisionamiento, ya que los territorios cantábricos no ofrecían la menor posibilidad de abastecer a tanto soldado. Se ordenó que se trajera trigo desde Aquitania. Paso a paso, aquella mole bélica fue avanzando dispuesta a resolver la guerra de una vez por todas.

Una vez situadas en el frente, Octavio distribuyó a sus tropas en tres puestos de mando, cada uno de ellos destinado a lanzar la correspondiente ofensiva sobre las tribus asignadas. De ese modo, Segisamo sería el campamento personal de Augusto contra los cántabros; Asturica se situaría frente a los astures, y Bracara haría lo propio vigilando de cerca a los galaicos, quedando Portus Blendius (Suances) como puerto de aprovisionamiento marítimo. Esta maniobra táctica dio espléndidos resultados a las tropas romanas. Los galaicos ya habían sido sometidos tiempo atrás, aunque siempre resultaban incómodos, y más sabiendo que en el norte de su territorio se seguían moviendo tribus cántabras enemigas de Roma; no olvidemos que por entonces Cantabria ocupaba casi toda la franja norteña de la Península, incluyendo las actuales Cantabria, Asturias y Lugo, mientras que los astures habitaban la actual León, así como también la cuenca del río Esla.

La campaña de 26 a.C. se desarrolló en su totalidad contra las tribus cántabras; los astures, según parece, no participaron en el conflicto, previo acuerdo amistoso con los romanos. En consecuencia partieron tres columnas desde Bracara, Asturica y Segisamo; su propósito consistía en atenazar a los cántabros por tierra, mientras eran atacados por mar gracias a una flota de guerra preparada a tal efecto que había realizado operaciones anfibias de desembarco en Portus Victoriae (Santander). Los cántabros no ofrecieron un combate abierto, limitándose a un repliegue sobre sus guaridas montañesas o refugiándose en ciudades amuralladas como Aracillum (Aradillos, cerca de Reinosa). La situación empezó a crispar el ánimo de Octavio Augusto; los asuntos del Imperio reclamaban su presencia y la guerra definitiva que esperaba no terminaba de concluirse. Para su desgracia, unas fiebres lo postraron en la cama y un mal augurio llegó a preocuparlo. Según parece, mientras el emperador era trasladado en parihuelas, un rayo fulminó a uno de los esclavos portadores. El susto del
imperator
fue de tal magnitud que al poco abandonó el escenario de los combates para regresar con rapidez extrema a Tarraco, donde se recuperó a duras penas de la enfermedad y, sobre todo, de la impresión producida por aquel acontecimiento.

Sus legados se encargaron de mantener la contienda. Fue un lamentable fin de campaña para las legiones, porque, si bien se tomaron y arrasaron plazas como Amaya, Monte Cildá, Monte Bernorio, no es menos cierto que los romanos sufrieron calamidades en forma de plagas de ratas, enfermedades y frío insoportable. Además, a todo esto se añadió la bravura combativa de los cántabros, los cuales lucharon frenéticamente en defensa de sus pueblos y ciudades.

La ofensiva que partía de Segisamo dio paso a un ataque organizado desde Asturica en combinación con tropas llegadas desde Bracara. Las acciones de estos contingentes se centraron en la Cantabria occidental, asediando ciudades como Bergidum (cerca de Cacabelos, León) o Lucus (Lugo). En el primero de los casos, la plaza fue sometida al aislamiento más absoluto con el propósito de rendirla por hambre. Tras algunas semanas, la situación de la urbe era tan precaria que muchos guerreros decidieron salir a la desesperada, buscando refugio en los abruptos montes cercanos. Las tropas romanas ocuparon las ruinas de Bergidum y persiguieron a los nativos hasta sus escondites, rodeándolos hasta conseguir su casi total exterminio. En cuanto a Lucus, las legiones crearon toda suerte de fosos, empalizadas y trampas en torno a la ciudad, en total unos veintitrés kilómetros de franja sitiadora que no hacía presagiar nada favorable para los acorralados aborígenes, que resistieron con heroicidad sublime durante varias semanas, hasta que por fin el hambre y los muertos en combate no les dejaron más opciones que la rendición o el suicidio. Los cántabros, en su mayoría, escogieron esto último antes que verse esclavos de los invasores.

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