La bella bestia (19 page)

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Authors: Alberto Vázquez-figueroa

Tags: #Drama, relato

BOOK: La bella bestia
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Capítulo 12

—La guerra se encaminaba hacia un final despiadado y yo lo único que hacía era comer como una cerda hasta engordar siete kilos, leer y escuchar la radio a la espera de un desenlace irremediable pese a que siguiera recordando las palabras de Kramer cuando aseguraba que a Hitler aún le quedaba una última baza, los V—3. Todas las mañanas temía despertarme con la noticia de que Londres, Nueva York o Moscú habían sido arrasadas de modo semejante a como la bomba atómica aniquiló Hiroshima seis meses después, ¡solo seis meses!, y puede que a estas alturas a la mayoría de la gente le resulte absurdo y casi incongruente, pero éramos muchos los que creíamos que el salvajismo nazi acabaría con una gran traca final. Debido a ello se dio la curiosa circunstancia de que cuando ya me encontraba prácticamente a salvo, todo el miedo que había ido acumulando a lo largo de los años surgió como el pus de un furúnculo que me obligaba a despertarme en mitad de la noche con el fin de asomarme a la ventana a comprobar que Irma no me acechaba entre los árboles del parque.

—No tiene nada de extraño —le hizo notar su interlocutor—. Y tampoco me extrañaría que aún le siguiera ocurriendo.

—El tiempo acaba por borrar los rostros de aquellos a quienes se ha amado y conviene que con el paso de los años el odio desaparezca de igual modo porque es un buen amante a la hora de ayudarte a luchar por tu vida, pero un mal esposo con el que compartir el resto de esa vida. No obstante, durante aquellos primeros meses del cuarenta y cinco mis sentimientos eran ansias de venganza, pero especialmente terror, que aumentó a partir de la noche en que Boris me invitó a cenar a uno de los mejores restaurantes de la ciudad y descubrí que la persona que centralizaba la atención en una mesa ocupada por una docena de elegantes comensales no era otra que la sofisticada «Grulla Verde» que tanto había hecho enfurecer a Irma.

—¿La condesa del incidente de la lámpara? —se sorprendió Mauro Balaguer—. ¡Qué casualidad!

—¡«Baronesa»! —le corrigió Violeta Flores—. Que yo sepa, en Auschwitz tan solo era baronesa, pero no se trataba de una casualidad dado que al parecer cenaba allí con mucha frecuencia y un solícito camarero me aclaró que la encantadora dama era una acaudalada viuda luxemburguesa que acababa de comprometerse con el propietario del local, que lo era también de una cadena de hoteles. —En el tono de cuanto dijo a continuación se advertía una indescriptible mezcla de admiración y desprecio casi imposibles de ocultar—: A decir verdad, no me sorprendió porque quienquiera que fuera, tanto la antigua «baronesa» amante de un general de la Wehrmacht como la nueva y culta «dama» supuestamente luxemburguesa, ejercía un innegable magnetismo sobre cuantos la rodeaban, y el babeante larguirucho que se sentaba a su lado le acariciaba la mano y se la comía con los ojos.

—¿Se siente capaz de describir qué pasó por su cabeza al encontrarse frente a alguien que le devolvía de una forma tan inesperada a los peores momentos de su vida? —quiso saber Mauro Balaguer.

—Basta con una palabra: «pánico».

—¿Pánico? —repitió el otro evidentemente desconcertado—. ¿Por qué? En Suiza no podía causarle ningún daño.

—¿Es que no lo entiende, mi querido obtuso? —fue la descarnada respuesta—. No era ella la que me aterrorizaba; era el hecho de verla allí, pavoneándose como reina de la fiesta y alzando su copa al brindar por el fin de la tiranía nacionalsocialista y la llegada de la «libertad» a Europa. De igual modo podían haber sido Irma, Josef Kramer, Maria Mandel, el general Hesse o cualquiera de cuantos me conocieron como «novia oficial» de la celadora de un campo de exterminio. Si tanto a ella como a mí nos habían permitido entrar en Suiza, nadie me garantizaba que «La bella bestia» no hubiera cruzado también la frontera.

—¡Visto de ese modo…!

—¿Y qué otro modo existe, cielo? Yo había escapado gracias a una «hoja de ruta» de la que probablemente se habían hecho copias, y la mejor prueba la tenemos en los miles de criminales de guerra que consiguieron llegar a Sudamérica. —La anciana resopló haciendo que sus labios vibraran, con lo que parecía querer indicar que ella misma se asombraba de su insensatez antes de añadir—: Reconozco que me sentía aterrorizada; pese a ello cometí una grave imprudencia de la que aún me avergüenzo: llegó un momento en que no pude resistir sus hipócritas y despectivos comentarios sobre «el sádico Adolf Hitler y su camarilla de buitres carroñeros», por lo que me levanté con el fin de preguntarle en un tono de voz que pudiera escucharse hasta en el último rincón del comedor que si aún le seguía preocupando que le mancharan el vestido de salsa. Se encontraba bastante bebida, pero pese a ello palideció, me preguntó de qué nos conocíamos y, cretina de mí, le respondí que yo era la prisionera que le había servido la cena cuando acudió a Auschwitz a comprobar cómo se ejecutaba a mujeres y niños.

—¡No puedo creerlo! —exclamó un escandalizado Mauro Balaguer—. ¡Qué absurda estupidez!

—¡Y tanto! —admitió ella sin el menor reparo—. Fue una soberana estupidez, pero en esta vida hay cosas que no se pueden evitar y aquella fue una de ellas porque durante años había tragado toda la bilis que nadie haya sido capaz de tragar y le juro que si se hubiera comportado con normalidad no habría dicho nada. Pero escuchar con qué absoluto descaro insultaba a quienes habían sido «sus queridos cantaradas» me sacó de quicio, por lo que añadí que, en consideración a que me había librado de un posible castigo, no la denunciaría hasta el día siguiente, pero si quería librarse de la cárcel, o lo que era peor, de la venganza de los familiares de los miles de inocentes que habían sido gaseados en Auschwitz, le convenía abandonar Suiza esa misma noche…

Mauro Balaguer llegó a una amarga conclusión; por muchos años que hubiera vivido y muchos libros que hubiera leído o publicado, continuaba sin entender la condición humana y las oscuras razones por las que ciertas personas reaccionaban ante unos determinados estímulos. A su modo de ver, y siempre basándose en sus propias palabras, Violeta Flores había demostrado ser una mujer astuta, prudente y sobre todo templada, pero ahora, y también según sus propias palabras, echaba esa imagen por tierra admitiendo que se había puesto en grave peligro por una nimiedad.

—¡Ridículo! —exclamó—. Francamente ridículo.

—¡Tal vez! —reconoció ella—. Pero le confieso que al advertir cómo se demudaba hasta quedar tan blanca como el mantel abandonando el comedor en medio de un silencio que podría haberse pinchado con un tenedor sin que ni siquiera el cabizbajo y avergonzado larguirucho hiciera ademán de ayudarle pese a que se tambaleaba agarrándose a las paredes, experimenté una especie de orgasmo celestial. En menos de un minuto la había enviado de la gloria al infierno, y debe aceptar que era una magnífica forma de vengarme de cuantos me habían mantenido durante años en ese mismo infierno.

—Pero ¿y las consecuencias…?

—En ocasiones las consecuencias de un orgasmo celestial son traer al mundo un hijo que te amarga la vida… —replicó la anciana recuperando de improviso su absurdo sentido del humor—. Un impulso repentino puede hacer que abras a destiempo las piernas o la boca y para mi desgracia en este caso abrí la boca.

—No empiece de nuevo… —suplicó él—. Se supone que esto es serio.

—Lo es y mucho porque Boris me sacó de allí a rastras armándome una bronca del copón… —Sonrió ante el recuerdo de una escena que debió de parecerle memorable—. Nevaba, la calle estaba desierta excepto por la figura de la baronesa, que se alejaba torciéndose los tacones, y al bueno de Boris casi se le helaban las palabras reprendiéndome, aunque de pronto se echó a reír, me dio un abrazo, me besó en la frente y admitió que había estado «divina».

—Todo lo divina que quiera, pero… ¿y las consecuencias? —insistió machaconamente Mauro Balaguer.

—¡Qué pesado! ¿Nunca ha hecho nada sin pensar en las consecuencias?

—Muchas. Y así me ha ido.

—Pero no debe lamentarse por ello. Cuando una acción muy meditada fracasa, el fracaso es doble al dejar en evidencia que empleamos demasiado tiempo en cagarla, mientras que si el fracaso proviene de un acto espontáneo, consuela echarle la culpa a la precipitación —sentenció muy seria quien, evidentemente, no parecía dispuesta a enzarzarse en una discusión sobre la gravedad del error cometido—. Admito que no constituyó un derroche de inteligencia ponerme a gritar que había sido testigo de las aberraciones que se cometían en los campos de exterminio, teniendo en cuenta que en aquel comedor debía de encontrarse algún que otro nazi, pero insisto en que disfruté del momento y creo que me lo había ganado a pulso. ¿Cuántas veces se le ha presentado la oportunidad de escupirle en la cara a una persona lo que piensa de ella y que acabe ahogándose en ese escupitajo?

—Por desgracia ninguna —se vio obligado a reconocer a desgana su interlocutor—. ¡Y mira que he conocido gente que se lo merecía!

—Yo lo hice y nunca me he arrepentido pese a que al pobre Boris casi le da un infarto. Era tan buena persona que me lo perdonó y a los pocos días vino a decirme que había conocido a un tal Kees van Vhomer, un aventurero holandés que tenía un viejo avión y que por quince mil dólares estaba dispuesto a llevar a Polonia víveres y medicinas que nos proporcionaría la Cruz Roja. Si yo se los pagaba y corría con los gastos de combustible, Boris me proporcionaría un carné de supervisora encargada de vigilar la entrega y un salvoconducto de la embajada rusa que me permitiría llegar hasta la «piojera».

Mauro Balaguer hizo un esfuerzo tratando de recordar cuál debía ser la situación de Europa a comienzos de 1945 porque pese a que había tomado muchas notas al respecto, no conseguía hacerse una idea de en qué punto se encontraban los distintos frentes de batalla en unos días en que los aliados convergían sobre el corazón de Alemania.

—¿Qué distancia tenían que recorrer? —quiso saber.

—Unos setecientos kilómetros.

—¿Setecientos kilómetros sobrevolando un territorio que aún se encontraba en plena guerra? —exclamó asombrado—. ¡Qué barbaridad!

—Era la única forma de llegar a Polonia, aunque el auténtico problema no estribaba tanto en la distancia como en volar de noche con el fin de evitar a los cazas alemanes. El piloto, un hombretón hosco y malhablado que no paraba de renegar «de aquella mierda de cacharro fabricado antes de que él hubiera nacido», conocía bien su oficio, calculó la velocidad del viento y la carga porque teníamos que transportar latas de combustible para repostar en vuelo y el viaje de regreso, y decidió que debíamos despegar poco después de las tres de la madrugada con el fin de llegar a nuestro destino con suficiente luz. —La cordobesa sonrió a sus recuerdos al añadir en un tono placentero—: Había sobornado a un funcionario del aeropuerto con el fin de que encendiera durante dos minutos las luces de una pista que aparecía cubierta de hielo, y mientras corría ganando velocidad aquel cochambroso Fokker F.VII empezó a traquetear, patinar y dar bandazos, por lo que sospeché que sería mi primera y última experiencia aérea. Sin embargo, en cuanto tomamos altura, fue como si penetráramos en el espacio infinito y disfruté de un viaje fascinante.

De nuevo la contradicción y de nuevo el desconcierto porque desde el punto de vista de un hombre que nunca se había sentido seguro en ningún tipo de avión, lo lógico hubiera sido que una muchacha que volaba por primera vez y en las peores condiciones imaginables admitiera que estaba aterrorizada; no obstante, hablaba de ello con el entusiasmo de una adolescente que relatara las fabulosas experiencias de su baile de puesta de largo.

—El silencio era absoluto porque llevaba puestos los cascos del copiloto, tan solo se distinguían las estrellas y las manchas blancas de las cumbres de los Alpes y era como si el mundo, la guerra, la sangre, el odio y las babas de Irma se hundieran poco a poco bajo las alas. Un par de semanas antes me había entusiasmado con
El enamorado de la Osa mayor,
y en aquellos momentos entendí lo que experimentaba su autor cuando buscaba la Estrella Polar que le mostraba el camino de regreso a casa. Y se me antojó de buen augurio que Sergiusz Piasecki fuera polaco porque era como si lo que escribió nos estuviera ayudando a llegar a su patria.

—Fue uno de los libros que marcaron mi juventud —admitió su interlocutor con una sonrisa que escondía una innegable amargura—. El que más influyó a la hora de intentar convertirme en escritor, y el que más influyó a la hora de convencerme de que jamás conseguiría serlo.

—De su relato emana un algo «mágico» de amor a la aventura y a la libertad que aquella noche venía muy a cuento porque Kees no le quitaba la vista de encima a la Estrella Polar asegurando que era de la única de la que se fiaba. Poco antes del amanecer me señaló un punto, a la izquierda, en el que se advertía el resplandor de un inmenso incendio, limitándose a comentar que por allí debía de encontrarse Dresde. En aquellos momentos no lo sabíamos, pero siete horas antes casi un millar de aviones aliados habían arrojado ochocientas toneladas de bombas incendiarias sobre la ciudad provocando su destrucción y cien mil muertos, en su mayoría mujeres, ancianos y niños. Era como si incluso allí, en mitad del cielo y las tinieblas, el horror de la guerra continuara persiguiéndonos. Por suerte, el ignorar que se trataba de un ataque aéreo impidió que me amargara el resto del viaje, teniendo en cuenta además que apenas habíamos dejado atrás el resplandor del incendio Kees me señaló que volábamos sobre Polonia, por lo que de amanecida comenzamos a descender… —Hizo una larga pausa durante la que parecía estar disfrutando del momento pese a la distancia en el tiempo, y al fin añadió—: Todo cuanto se distinguía era nieve, ruinas o bosques calcinados, pero aquel jodido holandés debía de ser nieto de una paloma mensajera porque enfiló sin pestañear hacia una pista de tierra que yo ni tan siquiera había visto, y aterrizó en ella como si se tratara de un aeropuerto comercial. —Observó directamente a su invitado esperando que le diera la respuesta a algo que sin duda se había preguntado durante toda la vida—. ¿Cómo se pueden hacer esas cosas? —inquirió—. ¿Cómo pudo encontrar un lugar tan diminuto en la inmensidad de un territorio devastado?

—¿Y a mí me lo pregunta? —se asombró su interlocutor— Me pasó algo parecido cuando viajé a la isla de Pascua y no me explicaba cómo el piloto se las arreglaría para encontrar un diminuto pedazo de tierra en un océano que ocupa la tercera parte de la superficie del planeta pese a que contara con un aparato de radar. Le aseguro que no respiré tranquilo hasta que distinguí las estatuas de piedra que me miraban como preguntando por qué demonios iba a molestarlas.

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