Desde aquellos abominables años, infinidad de hombres se han excitado y continúan excitándose con la recurrente iconografía de una mujer con gorra y botas negras que les azota con una fusta, y por desgracia en casi todas esas imágenes aparecen cruces gamadas.
La simbología nazi prevalece relacionada casi siempre con la violencia o el sadismo, alimentando un fuego que preconiza que matar o hacer sufrir puede llegar a producir un inmenso placer, y a mi modo de ver, Irma Grese debe ser considerada el paradigma de una enfermiza forma de entender la vida en la que los peores instintos predominan pese a que la mayoría de las veces nunca emerjan.
Cuanto estaba viendo y escuchando acabó por revolverme las tripas, por lo que le comuniqué al abochornado Sullivan que, sintiéndolo mucho, me marchaba porque empezaba a temer que en el momento menos pensado me liaría a tiros con Irma, su abogado, Kramer y tres o cuatro de los acusados que mejor conocía.
Mi capacidad de revivir el infierno había tocado a su fin, Boris me necesitaba, y yo a lo único que aspiraba era a olvidar y a dedicar todo mi tiempo y mis esfuerzos a intentar encontrar a mi familia.
Sullivan era un buen hombre al que no le había pasado inadvertida la actitud del puñetero abogado y me consta que incluso insinuó a sus superiores que debería ser sustituido, cosa imposible en mitad de un proceso de semejante trascendencia.
—Nunca imaginé que alguien pudiera sentirse más identificado con los verdugos que con las víctimas… —admitió abatido—. Pero por lo visto así es, y aunque supongo que se trata de un caso aislado y una mente retorcida, entiendo que prefieras no verlo. Puedes volver a casa con la seguridad de que, pase lo que pase, esa maldita bruja colgará de una soga o yo mismo le volaré la cabeza.
Por lo que él mismo me contó cuando vino a visitarme a Zúrich, las sentencias se desgranaron muy a la inglesa, tan lentas, sonoras y pomposas como las campanadas del Big Ben; las celadoras Grese, Vólkenrath y Bormann fueron condenadas a morir en la horca; los guardianes Kramer, Hóssler, Klein, Weingartner, Francioh, Stofel, Dórr y Pichen, condenados de igual modo a la horca, y otros dieciocho acusados a penas de entre cinco y veinte años de prisión.
El resto, absueltos por consideración a la «obediencia debida en tiempos de guerra».
Maria Mandel, que había conseguido huir de Auschwitz durante los últimos días de la guerra, fue capturada en su Austria natal y ejecutada dos años más tarde.
Irma permaneció siete meses encarcelada, escarnecida y despreciada por sus propias compañeras, subió al patíbulo con el mismo paso firme y autoritario con que solía dirigirse cada mañana a «su trabajo», y cuando el verdugo pretendió ayudarla se limitó a decirle: «¡Date prisa!».
Fue colgada por el cuello hasta morir el 13 de diciembre de 1945, cuando acababa de cumplir veintidós años; justo tres horas antes habían colgado de la misma cuerda a su amante y cómplice, Josef Kramer.
Detenta el dudoso honor de ser la mujer más joven ejecutada según las leyes inglesas y admito que la noticia me dejó por completo indiferente. Mi sed de venganza se había colmado mientras la contemplaba en la sala del juicio, donde en un par de ocasiones alzó los ojos y me miró como si no me reconociera; aquellos eran los momentos en los que purgó realmente sus culpas y no durante los segundos que tardó en caer al vacío y romperse el cuello.
Sin embargo, siempre me ha llamado la atención una curiosa circunstancia: la sentencia no se llevó a cabo en el propio campo de exterminio de Bergen—Belsen, sino en la cercana ciudad de Hamelin, que, según cuenta una tradición recogida en un famoso cuento de los hermanos Grimm, siete siglos atrás se encontraba infestada de ratas. Un buen día apareció un desconocido que ofreció acabar con ellas, comenzó a tocar la flauta y las ratas salieron de sus escondrijos. Cuando estuvieron a su alrededor el flautista se alejó, las ratas le siguieron y consiguió que se ahogaran en el río. Al reclamar su recompensa se negaron a pagarle y se marchó sin protestar, pero unos días más tarde regresó mientras los aldeanos estaban en la iglesia, volvió a tocar la flauta y esta vez fueron los niños los que le siguieron.
Nunca más se volvió a saber de ellos.
Como no me preocupa que se me considere una vieja loca, me puedo permitir una pregunta absurda:
¿Era Adolf Hitler con su hipnotizadora retórica la reencarnación del flautista de Hamelin, capaz de conducir las ratas al matadero y regresará algún día con el fin de llevarse a los niños?
Y si así fuera, ¿volverían a nacer seres como Irma Grese?
En las paredes de las calles de muchas ciudades se pintan a diario cruces gamadas clamando por el regreso de «Las bellas bestias».
Mauro Balaguer cerró el manuscrito porque había preferido que transcribieran la grabación a la vista de que se sentía mucho más capacitado a la hora de juzgar un texto leyéndolo que escuchándolo.
Meditó largo rato con los pies sobre la mesa y llegó a una amarga conclusión: si desde el primer momento hubiera permitido que la parlanchina Violeta Flores relatara su historia sin interrumpirla, no se vería en la necesidad de buscar un «negro» con el fin de darle forma a la primera parte de su relato.
Se sentía incapaz de determinar cuánto había de verdad y cuánto de exageración en aquella historia, pero lo que no podía negar era que sobre la mesa se amontonaban los documentos sobre el proceso judicial de Bergen—Belsen junto a una fotografía de Irma Grese obtenida cuando la crispación aún no había endurecido sus facciones.
También a su modo de ver aquella fotografía debía figurar en la portada del libro porque, al igual que les había ocurrido a cuantos la conocieron, a los lectores les costaría trabajo aceptar que tras aquellas hermosas facciones y aquella enigmática sonrisa se ocultara un ser tan pavorosamente depravado.
¿Qué estaría pasando por su mente mientras sus enormes ojos azules miraban fijamente al objetivo? ¿A quién habría enviado a la cámara de gas esa misma mañana o a quién pensaba torturar esa misma tarde?
Ninguna mujer que en aquel tiempo se sentara a su lado en un autobús, ni ningún hombre que se volviera a admirarla sospecharía que lo único que le faltaba para convertirse en la representación de «la Parca» eran una capucha y una guadaña.
Ojeó de nuevo el manuscrito deteniéndose en aquellos pasajes que mayor impacto le habían causado, subrayó algunas frases y volvió a plantearse hasta qué punto el paso de los años había provocado que los recuerdos de la anciana se entremezclaran hasta el punto de que ni ella misma fuera capaz de determinar cuáles se ajustaban a la realidad y cuáles al mundo de la fantasía.
Convivir durante setenta años con semejante tipo de recuerdos y soñar con tan nefastos personajes debían convertir la mente en un caos en el que verdades y mentiras convivían como animales de muy distinta especie que hubieran conseguido aparearse y crear híbridos, por lo que tan solo cabía una conclusión: en el futuro libro las pruebas documentadas y tangibles poseían más peso específico que las mentiras cuestionables y la principal intención de Violeta Flores a la hora de iniciar su largo y doloroso relato era llamar la atención sobre la temida aparición de una nueva Irma Grese.
La crisis económica por la que atravesó Alemania en los años treinta alentó el auge del nacionalsocialismo y la locura hitleriana, pero sin duda fue mucho menos acuciante que la crisis que afectaba en aquellos momentos a un incontable número de países, y ello podía facilitar un resurgimiento de los regímenes totalitarios.
Para Mauro Balaguer la connivencia entre capitalismo y dictadura siempre había sido una realidad indiscutible pero menos dañina que la connivencia entre capitalismo y democracia. A muchos dictadores les bastaba con perpetuarse en el poder y en ocasiones se sentían incluso con fuerzas a la hora de mantener a raya a capitalistas demasiado ambiciosos, pero como los políticos democráticos eran conscientes de que su estancia en el poder se vería restringida por sus propias leyes, a menudo se mostraban mucho más dispuestos a consentir excesos que garantizaran su futuro, el de sus hijos e incluso el de sus nietos.
Milagrosamente le vino a la memoria la lapidaria cita de un libro que había publicado cuatro años antes:
Quien tiene el poder tiene el dinero, quien tiene el dinero aspira al poder, pero quien solamente tuvo el poder solamente aspira a tener el dinero.
Levantó el teléfono con intención de comentar con la cordobesa algunos pasajes del texto, especialmente aquellos que se referían a su encuentro a solas con Irma o lo que había experimentado durante el juicio, pero dejó el número a medio marcar porque caía la tarde, había comenzado a oscurecer y aquella era «la hora bruja» en que menos capacitado se sentía para hacer preguntas que no recordaría o recibir respuestas que muy pronto olvidaría.
Se había quedado solo en la oficina y comprendió que había llegado el difícil momento de iniciar su largo periplo habitual siempre con la duda de si Mercedes se encontraría en casa o tendría que salir en su busca.
Apagó las luces, se adentró en la noche inmerso en ideas cada vez más confusas y cuando al fin miró a su alrededor, llegó a la conclusión de que no sabía dónde se encontraba.
Distinguió en la esquina a un anciano que paseaba un perrito y se aproximó a él con el fin de preguntarle:
—¿Qué hora es?
ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA, Con un año de edad marchó al norte de África, en donde su padre y abuelo estuvieron encarcelados por razones políticas y más tarde al Sahara español. Con dieciséis años regresó a Tenerife y trabajó con Jacques Cousteau como submarinista en el Cruz del Sur. A continuación marchó a Madrid en donde estudió Periodismo y tras dar la vuelta al mundo en un barco, y ejercer algunos trabajos en Marruecos, comenzó a trabajar como reportero en África para la revista Destino, siendo corresponsal de guerra de La Vanguardia y haciendo otro tanto par el programa de TVE A toda plana. Por el año 1975, ya había publicado su primer libro, aunque el éxito literario le llegaría más tarde. Ha sido director y guionista cinematográfico, llevando a la pantalla también algunas de sus obras, y se encuentra en él la faceta de inventor.