Al fin y al cabo, sin mi intervención habrían acabado en la Patagonia o bajo un roble.
Por parecida lógica me libré muy mucho de hacer la más mínima mención a la caja fuerte del banco suizo, evitando de ese modo que los ingleses se vieran obligados a plantear una incómoda e inconsistente reclamación judicial de ámbito internacional, visto que nadie podía determinar con exactitud a quién demonios pertenecía aquel dinero. Honradamente, considero que me lo merecía como pago a tantos años de sufrimiento y además lo necesitaba para continuar buscando a mi familia sin verme en la necesidad de regresar a Córdoba, donde me encontraría considerablemente limitada de movimientos.
Si alguien opina que tan solo se trata de una burda disculpa para quedarme con algo que no era mío, me importa un rábano porque al fin y al cabo la corona inglesa es puñeteramente rica y yo ya hice bastante con devolverle unas malditas libras falsas con las que podría haberme comprado un coche con el que aprender a conducir.
En ocasiones todavía me arrepiento porque entre unas cosas y otras nunca conseguí aprender, aunque maldita la falta que me hace viviendo en el barrio de la Judería.
De vuelta en Zúrich, me sumergí de nuevo en la vorágine —¡qué hermosa palabra!— de transportes de alimentos y medicinas a Bergen, para lo que seguía contando con la inestimable ayuda de Kees, y sobre todo de Boris, que por suerte para todos cayó enfermo al poco tiempo.
He dicho suerte y lo he dicho bien, porque ya le habían comunicado que su próximo destino sería «director adjunto de la Delegación Soviética» en una Checoslovaquia invadida por los rusos, donde, conociendo su forma de ser y de pensar, no hubiera durado mucho sin que lo deportaran a Siberia.
No era hombre al que la guerra fría o las tiranías —fueran de corte fascista o comunista— pudieran dejar indiferente, por lo que en cuanto empezó a escupir sangre sus superiores decidieron que entre hacerse cargo de un tísico, por muy eficiente que fuera, o jubilarle permitiendo que se quedara en un país neutral donde tendría la oportunidad de curarse, la segunda opción no solo era la más sensata, sino también la más barata.
Alquilé una casita a orillas del lago, le compré un piano de segunda mano porque su sueño era convertirse en compositor, y nos instalamos cómodamente, aunque en realidad el único «instalado cómodamente» era él, ya que yo me veía obligada a dar largos paseos si no quería volverme loca de tanto oírle aporrear el maldito piano.
Jamás consiguió componer nada decente, pero acabó teniendo su propia orquesta y ganó bastante dinero en California, donde uno de sus hijos llegó a ser el propietario de una gran cadena de ferreterías.
Vivíamos juntos sin ser amantes, en primer lugar porque era un caballero de los pies a la cabeza y en segundo porque en su delicado estado de salud no me hubiera aguantado en pie ni un asalto. Aunque como enfermo era una auténtica ladilla, aquella era, sin duda, la relación que yo estaba necesitando en unos momentos en los que mis sentimientos oscilaban entre una inmensa felicidad por saberme libre y una profunda depresión por no ser capaz de averiguar el paradero de mi familia.
Enviábamos cartas y telegramas a cuantas instituciones pudieran proporcionarnos la más mínima información sobre ella y hablábamos por teléfono con Polonia, Rusia o Rumania, pero también pescábamos, jugábamos a las cartas, charlábamos, reíamos y sobre todo comíamos al extremo de que el chocolate estuvo a punto de convertirse en mi peor enemigo.
El mundo parecía estar intentando recuperar una cierta armonía tras una década agónica, pero a finales de agosto el estirado secretario de embajada al que meses antes había entregado las libras falsas acudió a visitarnos.
—Lo siento, pero le ruego que vuelva a Bergen —fue lo primero que dijo sin apenas preámbulos—. La próxima semana empieza el proceso y la necesitan.
Cuando le recordé que había colaborado bajo la condición de quedar por completo al margen, admitió que era cierto y el comandante Sullivan respetaba el acuerdo, pero el juicio de Bergen— Belsen iba a convertirse, con dos meses de anticipación, en el modelo del que sería considerado el proceso más importante de la historia: el Juicio de Núremberg. Los estatutos de constitución del Tribunal Militar se habían firmado dos semanas antes y se pediría la pena capital para un gran número de jerarcas nazis, estableciendo las bases para la nueva denominación de «crímenes de guerra» y «crímenes contra la humanidad», desarrollando de ese modo una jurisprudencia que proporcionara los instrumentos necesarios a la hora de establecer la Declaración de Derechos Humanos, así como crear posteriormente un Tribunal Internacional Permanente.
—Como comprenderá —añadió—, no podemos permitirnos un solo error en Bergen—Belsen, y aunque lo más probable es que no tenga que prestar declaración, resulta de suma importancia que se encuentre disponible por si es necesario someterla a un careo con los acusados, ya que Kramer afirma que nunca había visto esa cartera.
—¡Jodido mentiroso! —creo que respondí—. La traía bajo el brazo.
—Sabe que le espera el patíbulo y se aferra a un clavo ardiendo, pero aunque existen miles de motivos para ejecutarle, no queremos dejar cabos sueltos a los que posteriormente puedan aferrarse los acusados en Núremberg. Sentar un mal precedente daría al traste con algo que pretende ser esencial para el futuro de los conflictos armados porque, a diferencia de cualquier otro delito, los crímenes contra la humanidad nunca prescribirán y se podrá perseguir a los nazis hasta el día en que mueran.
—Pero yo lo único que deseo es dejar atrás todo esto —le hice ver—. Me ha costado mi juventud y mi familia y estimo que ya he hecho bastante.
—Eso lo entiendo… —admitió el muy ladino—. Y entiendo también que no pueda obligarla a ir, pero le agradecería que se lo pensara; son muchas vidas las que están en juego y hay muchos asesinos a los que perseguir…
El maldito era un astuto diplomático de los que tiran la piedra y se quedan en la orilla observando cómo se forman las ondas a sabiendas de que contaba con Boris, que esa misma noche comenzó a darme la tabarra argumentando que no podía desentenderme de un tema de tan manifiesta importancia, ya que si se conseguía constituir un Tribunal Penal Internacional, muchos dirigentes se lo pensarían mejor antes de lanzarse a provocar nuevas guerras, limpiezas étnicas o matanzas de civiles.
El tiempo se encargaría de darle la razón, ya que algunos nazis fueron capturados y juzgados cuarenta años más tarde, y en la Corte Penal de La Haya se ha encarcelado a muchos dirigentes, criminales de guerra o genocidas del Segundo y Tercer Mundo, aunque aún estoy esperando que juzguen y encarcelen a Henry Kissinger, Dick Cheney o el expresidente George Bush.
Por desgracia, quienes dictan las leyes casi siempre saben que las hacen para que las cumplan otros, pero en el verano del cuarenta y cinco aún sobrevivían en mi interior los últimos retazos de muchachita capaz de creer que las cosas podían cambiar y las leyes acabarían siendo justas. Casi a regañadientes y sobre todo por no seguir soportando la insufrible matraca de Boris, que se había convertido en una especie de garrapata de mi conciencia pero aferrada al culo, decidí regresar a pasar por lo que me constaba que sería un mal trago.
El campo de concentración de Bergen—Belsen estaba enclavado en pleno corazón de la zona de ocupación británica, y a diferencia del Juicio de Núremberg, en el que intervino el conjunto de los países que se habían aliado con el fin de ganar la guerra, en este proceso, excepto los acusados, todos los jueces, fiscales, abogados, secretarios, notarios, procuradores, guardianes o intérpretes eran ingleses.
Debido a ello su ejército se había tomado el asunto muy en serio, y sabido es que cuando los militares ingleses se toman algo muy en serio, las cosas se ponen muy serias porque su rigor, meticulosidad y pomposidad llegan al extremo de provocar un ataque de nervios a una tortuga centenaria.
Recuerdo que un sargento mayor estaba empeñado en colocar libros sobre los asientos de los acusados según su estatura con el fin de que a la hora de ser juzgados ninguna cabeza destacara sobre las demás, ya que si no se encontraban perfectamente alineadas, los procesados más altos se convertirían en el centro de todas las miradas y concitarían mayor animadversión, con lo que correrían más riesgo de acabar en la horca que sus compinches bajitos.
Visto desde la distancia y de no haber sido por su terrible trasfondo de horror, dolor y muerte, no me queda otro remedio que sonreír ante el absurdo ceremonial de su inconcebible formalismo porque casi hasta para bostezar había que pedir permiso. Creo que estaban empeñados en demostrarle al mundo que del mismo modo que no habían perdido la compostura cuando les arrojaron al mar en Dunkerque o cuando machacaron sus ciudades bajo una lluvia de bombas, tampoco la perdían en el momento de la victoria.
No puedo evitar que me venga a la mente una divertida canción: «¡Antes muertos que sencillos!».
Tan perfectamente organizado estaba todo que, sin ánimo de pretender levantar falsos testimonios, a menudo me asalta la impresión de que hasta el resultado estaba previsto.
No pretendo decir que lo amañaran como si se tratara de un partido de fútbol, ¡Dios me libre!, sino que como sabían que tenían pruebas para llevar al patíbulo a media docena de los principales implicados, debieron de llegar a algún tipo de acuerdo con los de «segunda fila», convirtiéndolos de enemigos en aliados con la promesa de que se librarían de la muerte.
De forma indirecta, pero lo suficientemente comprensible, Sullivan me dio a entender que a la mayoría ya les habían advertido de que cuanto más colaboraran y más silencio y compostura guardaran, más pellejo salvarían porque en el fondo todos sabían que merecían un duro castigo.
El principal objetivo de aquel proceso era sentar un precedente y establecer unas reglas de juego según las cuales de allí en adelante se podía y debía enviar a los criminales de guerra a la horca, pero sin abusar, de tal modo que cuando dos meses después los auténticos culpables del desastre, los que iniciaron la guerra, se sentaran en los banquillos en el Gran Juicio de Núremberg, tanto ellos como sus abogados supieran a qué atenerse.
La vista de la causa se celebró en el salón principal de lo que es hoy día el hotel Best Western y conseguí que Sullivan me situara en la última fila del pequeño anfiteatro del segundo piso, lo que suele llamarse «el gallinero», pero en el que me sentía muy cómoda porque lo veía casi todo, pasaba desapercibida y podía echarme una cabezada de tanto en tanto sin que se notara en exceso.
Tal vez suene irreverente dormirse mientras están en juego vidas humanas, pero incluso algunos de los acusados acostumbraban a hacerlo sobre todo cuando tenía lugar la pausada, pomposa, farragosa y a menudo repetitiva lectura de los cargos.
Irma ni tan siquiera movió un músculo mientras escuchaba la interminable lista de crímenes que se le atribuían, comportándose como si estuvieran refiriéndose a una desconocida, y en algunas fotografías se la puede ver con su número de prisionera, el nueve, colgándole del cuello, relajada e increíblemente atractiva, como si el hecho de aceptar que pagaría el daño que había causado con lo único que le quedaba —la vida— hubiera tenido la virtud de hacer desaparecer el rictus de crispación que tanto había endurecido sus facciones durante los dos últimos años. Observando su entereza y la naturalidad con que miraba a las cámaras, costaba aceptar que pudiera haber cometido el cúmulo de atrocidades que le valieron los sobrenombres de «El Ángel Rubio», «La bella bestia» o «La Perra de Bergen—Belsen».
Cuando ya todo rastro de rencor se ha filtrado entre las rendijas del cesto en que he ido depositando mis casi noventa años de existencia, continúo pensando que ninguno de tales apodos le hace justicia, aunque aún no he conseguido encontrar aquel que la defina con absoluta precisión.
Resultaría sencillo calificarla de «demonio», pero no sería justo, puesto que los demonios se comportan como demonios debido a que lo son por naturaleza y no se les ha dejado elección.
Irma era algo mucho peor que cualquier demonio; era un ser humano en la más amplia extensión de la palabra, puesto que sin verse forzada por los imperativos de la naturaleza, y existiendo infinidad de caminos para elegir, optó con plena libertad y conocimiento de causa por adentrarse en el más tenebroso, dañino y sanguinario.
Tuve muchos días para observarla desde lo alto y debo admitir que a todo lo largo del proceso apenas hizo gesto alguno, con las manos cruzadas sobre el halda y la mirada al frente, tan hierática como la figura de un museo de cera que hubiera ocupado ya su puesto en la sala de asesinos célebres.
En ocasiones intentaba imaginar qué pasaría por su mente mientras permanecía impasible y en apariencia indiferente al desprecio de cuantos la rodeaban, porque, a decir verdad, se había convertido en el punto en el que se concentraban todos los odios y deseos de venganza.
A los asistentes no les costaba aceptar, dentro del contexto de la bestialidad de los crímenes que se estaban juzgando, que unos guardianes de apariencia brutal, entrenados para acatar ciegamente cualquier tipo de órdenes, demostraran una fría crueldad con los considerados «enemigos de la patria», e incluso entendían que un puñado de zafias celadoras, desgreñadas, semianalfabetas y resentidas, hubieran descargado sus incontables frustraciones sobre miles de criaturas inocentes, pero no les entraba en la cabeza que una jovencita de aspecto saludable a la que la naturaleza parecía haber favorecido generosamente prefiriera torturar y matar niños a traerlos al mundo para cuidarlos.
Se podría asegurar que durante aquel tenebroso proceso Irma Grese se convirtió en un faro maligno en mitad de la oscuridad, la luz sobre la que concurrían todas las miradas, con un efecto muy similar al que se apodera de ciertos animales cuando se les aproxima una serpiente y se muestran incapaces de apartar la vista de sus ojos hasta que estas acaban por devorarlas.
Uno de sus abogados defensores semejaba un ratoncito a punto de ser engullido por «La bella bestia», y supongo que hubiera dado su mano derecha por marcharse con ella a una remota isla desierta.
Debía de ser quien mejor conocía la magnitud de sus crímenes y la demoniaca naturaleza de sus delitos, ignoro de qué podrían haber hablado mientras permanecían a solas, pero aquel maldito juicio me sirvió para descubrir que incluso una mente tan lúcida como la de aquel eminente letrado podía encerrar oscuros recovecos en los que las aberraciones sexuales encontraban su caldo de cultivo.