Read La biblia de los caidos Online
Authors: Fernando Trujillo
Plata era encantador hablando de dragones. Se le veía radiante, como un bebé al que le han hecho cosquillas, incapaz de permanecer quieto ni contener su felicidad.
—Apuesto que su aliento de fuego es lo que más te gusta de ellos —dijo Sara.
Plata lo pensó unos segundos.
—Es una cualidad impresionante, sin duda, pero no es esa. La verdad es que su aliento apesta. El fuego está muy bien, derrite casi todo, es muy espectacular, pero su olor es casi más peligroso. La primera vez que una de esas lagartijas escupió fuego delante de mí estuve inconsciente una semana. Menudo hedor, qué asco. Soy un firme creyente de que los dragones no se lavan los dientes. Seguramente creen que el fuego derrite la porquería, pero se equivocan. Los que escupen hielo son más tolerables, pero también tienen lo suyo.
La rastreadora cada vez se divertía más.
—¿Me enseñarás uno alguna vez?
Sara intentó disimular una sonrisa.
—¿Un dragón? —El rostro de Plata se ensanchó—. Pues claro que sí, querida. No imaginas la felicidad que siento al saber que compartes mi pasión por esos increíbles animales. Te enseñaré algo que casi nadie ha visto. Te llevaré a volar a lomos de un dragón. Será una prueba de mi devoción por ti. ¡Lo juro!
Agitó un puño en el aire. A Sara le conmovió el arrebato de Plata. Por un instante, ella le creyó y disfrutó con la idea.
—Eso me encantaría.
—Pues no se hable más, iremos ahora mismo. —Se levantó como un rayo—. ¡Está decidido! Vamos a...
Se detuvo a medio camino de la puerta, con la mano extendida hacia el pomo, sin mover un solo músculo.
—¿Te pasa algo, Plata?
Entonces, se movió y se volvió hacia ella.
—Me temo —dijo con la voz quebrada— que hay un pequeño problema. Primero tengo que encontrar un dragón, y son muy escurridizos. ¡Maldita sea!
Se dio un puñetazo en el muslo.
Sara vio la ocasión de llevar a Plata por donde ella quería, y ya era hora de hacer lo que el Gris le había pedido.
—¿Y si se lo preguntamos al demonio? —dijo—. Seguro que la pequeña Silvia sabe dónde hay un cubil. —Se arrepintió de haber usado esa palabra. La había escuchado en alguna película de fantasía o algún cuento. Los dragones vivían en cuevas o cubiles, pero no sabía si eso concordaba con las fantasías de Plata—. Es que me hace mucha ilusión —agregó esperando no haber metido la pata.
—Es una idea excelente —dijo Plata rebosando admiración—. Mi respeto por tu inteligencia aumenta hasta límites insospechados. —Alzó el puño de nuevo—. ¡Vamos allá!
Sara se apresuró a seguirle. Se movía bastante deprisa para tener un cuerpo tan grande. Plata se desplazaba con zancadas largas, balanceando su cuerpo peligrosamente. Su puño golpeó una de las lámparas del pasillo, pero no frenó su avance, continuó su camino con más vigor, ansioso por llegar junto a la niña.
—Daremos con esa bestia y la someteremos. ¡La obligaremos a volar para nosotros! —rugió Plata. Después vomitó una carcajada grotesca y atronadora.
Toda la casa debía de haberla escuchado. Cuando Sara iba a pedirle que controlara su volumen llegaron a la habitación de Silvia.
La niña había cambiado. Sus pequeños ojos ahora eran amarillos, de serpiente, con la pupila vertical. Parecía más pálida y más delgada. Nada más verles escupió y arrancó un pedazo de la pared de un zarpazo.
Silvia emitía un pequeño gruñido de fondo, continuo, muy desagradable, en un tono que no parecía posible que proviniera de una garganta humana, y mucho menos de una niña. El demonio ya no se molestaba en ocultar su verdadera naturaleza.
La rastreadora se estremeció al ver a la niña-demonio.
—Tal vez no sea buena idea interrogarla sin el Gris o Miriam —dijo agarrando el brazo de Plata.
—Ellos no entienden de dragones —repuso Plata muy decidido. Se acercó hasta las runas de contención grabadas en el suelo—. Hola, pequeño ser. Tengo una consulta importante, si no te molesta.
Silvia le atravesó con sus ojos amarillos, sacó la lengua.
—¿Quién eres, gordinflón? —bramó.
Sara dio un paso atrás sin querer. Aquella voz no podía ser real. Sonaba como si hablaran dos a la vez, con el gruñido de fondo, y no dos cualesquiera, tenían que ser dos osos por lo menos para generar un sonido tan grave.
Plata se tapó los oídos.
—Tu voz ha empeorado considerablemente. —Luego meneó la mano debajo de la nariz—. Igual que tu olor. Mi consejo es que no te hagas cantante, en serio.
Silvia se abalanzó sobre él. Las cadenas se tensaron y retuvieron al demonio a un par de pasos de distancia. La niña chilló con la boca abierta.
Plata pareció sorprendido.
—¿Te encuentras bien, niña? He conocido a otros demonios y no arman tanto jaleo.
—Voy a devorarte —tronó Silvia.
—Más tarde, aún necesito este cuerpo —dijo Plata posando las manos en su cintura—. Y ahora, vamos al grano. Mi encantadora amiga y yo estamos buscando un dragón. ¿Te importaría indicarnos dónde podemos encontrar uno?
Silvia dejó de luchar contra las cadenas, cerró la boca.
—¿Plata? —preguntó con una voz casi normal.
—El mismo —dijo el hombretón—. ¿Nos conocemos? No te había visto antes, estoy convencido. Mi memoria nunca falla.
—He oído hablar de ti —dijo el demonio.
Plata sonrió con orgullo.
—Nada malo, espero. Mi fama no debe intimidarte, demonio.
Sara estaba de nuevo impresionada. El demonio había abandonado su actitud feroz, tanto que si empleara una voz normal, casi podría decirse que estaba relajado. ¡Y conocía a Plata! ¿Cómo era posible?
—¿Cómo no iba a sentirme intimidada? —Silvia dobló una rodilla, agachó la cabeza—. Mi respeto por tu leyenda me obliga a presentarte mis disculpas.
—Disculpas aceptadas, pequeña —dijo Plata, complacido.
La niña habló sin levantar la cabeza, manteniendo la postura sumisa.
—Si me liberas de estas cadenas, Plata, te guiaré hasta un dragón espectacular. El más grande que puedas imaginar.
—¡Genial! —Plata dio dos sonoras palmadas—. Este sí es un demonio amable. No como la escoria que suele estar ahí abajo, entre las llamas. Tenemos que darnos prisa...
—¡No! —gritó Sara.
Tenía que detenerle. Plata había dado un paso y estaba a punto de atravesar la línea de runas. ¿De verdad iba a soltarla? Sara no podía estar segura, pero la verdad es que ya nada le sorprendería de Plata.
—¿Algún problema, querida? —la preguntó el hombretón.
—No puedes liberarla. Es un demonio.
—Por supuesto que sí. Nos llevará al dragón, ¿no lo has oído? Fue idea tuya consultarla. Tu felicidad es mi única preocupación. No te asustes por esa voz que tiene, no es para tanto. Y en realidad no está tan mal para ser un demonio, es casi dulce. Las hay mucho peores, créeme.
Sara reunió todo su valor para acercarse hasta él. Le agarró por el brazo y le obligó a ponerse de espaldas a la niña. No sabía cómo razonar con Plata ni qué decirle para que entendiera algo tan obvio.
—Verás, creo que está mintiendo.
—Un dragón precioso, dorado —susurró Silvia a sus espaldas.
—¿Lo has oído? —preguntó Plata, visiblemente nervioso—. ¡Dorado! Es el único tipo de dragón que no he visto. Creía que no existían.
—¡Espera! —Silvia le sujetó por las manos, le obligó a retroceder un paso—. Es un truco. Ella solo quiere engañarte... Su intención es que abandones este cuerpo y entres en el suyo.
Plata abrió los ojos, sus rasgos regordetes se tensaron bruscamente. Miró a la niña. El demonio se puso en pie.
—¿Dentro de ella? Está un poco flacucha. Estaría muy apretado —reflexionó rascándose la barbilla.
Entonces se llevó la mano a la boca. Palideció, se tambaleó un poco y cayó al suelo. Sara creyó que iba a vomitar, tenía el rostro desencajado. Se acordó de aquella vez que le había surgido una cicatriz en la espalda, sin previo aviso, y se alarmó.
—Plata, ¿te encuentras bien? ¿Te duele la espalda?
El hombretón agitó los brazos, parpadeó y eructó. No fue un resoplido tan fuerte como el de la cocina, pero tampoco era fácil de superar. Se le veía mal, enfermo.
—Estoy mejor —dijo logrando sentarse—. Me he mareado un poco, es todo.
—¿Seguro?
—Sí, necesito tomar el aire.
Sara le ayudó a levantarse y se marcharon.
La belleza natural de Álex era innegable. Sus rasgos simétricos, delicados, y su precioso pelo moreno, suave y sedoso, le convertían en un objeto de deseo para las mujeres. A Miriam, sin embargo, no le atraía en absoluto, por ser demasiado perfecto. Le resultaba soso, inexpresivo y carente de interés.
No obstante, respetaba su valor y decisión. Álex se enfrentaba a ella sin vacilar, aun sabiendo no solo que era una de las mejores centinelas, sino la favorita de Mikael. Sí, Álex los tenía bien puestos, al contrario que el niño, que podía asustarse de una lagartija.
Por eso le extrañó ver la cara de Álex deformada, fea, casi temblorosa, cuando se abrió la puerta de la habitación. El Gris aparentaba estar más relajado, pero Miriam detectó la tensión en sus facciones. Algo había sucedido. No se trataba de una simple discusión más. Álex y el Gris habían tenido una conversación verdaderamente agitada.
—Vamos a ver a Mario —dijo el Gris sin mirarla a la cara.
La centinela le siguió en silencio. Álex se fue en otra dirección. Lamentó no haber pegado la oreja a la puerta, claro que tampoco se esperaba una discusión tan acalorada entre ellos.
Mario Tancredo tampoco tenía buen aspecto. Los ojos eran lo peor. Estaban hundidos en sus cuencas, con dos enormes bolsas debajo.
—A ti te quería ver —dijo con un tono de voz desagradable, señalando al Gris cuando el grupo entró en la habitación—. Mi mujer me ha contado lo sucedido. Tienes suerte de que mi hija esté viva, monstruo, porque si vuelves a apuñalarle el corazón...
—Al menos ahora sabes que no es tu hija —repuso el Gris—. Te recuerdo que querías salvarla.
Mario apretó los labios, se sentó al borde de la cama, donde había yacido inconsciente tras su desmayo, y se sirvió un vaso de agua. No les ofreció. Miriam cruzó los brazos sobre el pecho.
—Te pago para que expulses a ese demonio, no para que mates a mi hija —dijo el millonario dominando su rabia y su frustración—. Se supone que eres el mejor exorcista. ¿Qué ha pasado?
—Aún no lo sé —admitió el Gris—. Estoy aquí para averiguarlo. Ese demonio es increíblemente fuerte para resistir al exorcismo, algo muy inusual. Tendría que tratarse de uno de los más poderosos. Y contra un demonio así no podríamos hacer nada, solo un ángel puede enfrentarse a él.
—¿Insinúas que no hay solución?
—Insinúo que hay otra explicación, una que aún no he encontrado. Creo que alguien ayuda al demonio, alguien que es responsable de que poseyera a tu hija y que colaboró debilitando su alma, lo que allanó el camino.
Mario abrió mucho los ojos.
—¿Un traidor?
—O alguien que se quiere vengar de ti —dijo el Gris—. En cualquier caso, no tiene nada que ver con tu hija.
—¿Y cómo ayuda al demonio? —Mario sacudió la cabeza. Se notaba que le costaba aceptar la situación—. ¿No puedes expulsarle de todos modos?
—Tendría que saber más. Podría grabar una runa en tu hija que contrarrestara el método que usan para ayudar al demonio.
—¿Y por qué no lo haces?
—Porque si uso la runa equivocada la mataré, o la dejaré lisiada para toda la vida, puede que en coma. Necesito dar con esa persona.
Mario se levantó de golpe, furioso, volcando el vaso de agua sobre la mesilla.
—¡Pues encuéntrale, para eso te pago!
—Eso intento. Y para hacerlo vas a tener que contarme un par de cosas de tu empresa. —Se hizo evidente por su expresión que al millonario no le gustó la idea. El Gris siguió con su habitual tono distante—. Tú tienes un trato con los demonios o lo has tenido. Así es como creaste tu fortuna. Vas a decirme ahora mismo con quién.
Mario dudó, deslizó una mirada furtiva a la centinela, le tembló el labio inferior.
—Esa es una acusación absurda y sin fundamento —dijo.
—Como quieras. Entonces puedo arriesgarme con tu hija a ver si acierto con la runa adecuada, o largarme y dejarla como está. Siempre puedes llamar a otro exorcista. ¿Qué prefieres?
El millonario soltó una maldición entre dientes. Miró al Gris con los ojos temblorosos, a punto de estallar.
—¿Podemos hablar a solas?
—No te preocupes por Miriam. Habla.
La centinela asintió.
—No daré parte de ti, Mario. Te doy mi palabra.
Y la cumpliría. La palabra de un centinela no se rompe jamás. Miriam quería saber quién era el demonio que había hecho tratos con Mario. Sin duda, a Mikael le complacería esa información, y a ella la convenía complacer a Mikael. Sería como regresar con éxito de la misión de capturar al Gris y llevarle un detallito a su jefe que no delatara a Mario no implicaba que no pudiera apuntarse el tanto de haber descubierto a un demonio tan influyente.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó el millonario—. Quiero saberlo antes de hablar.
—Eso no importa —dijo el Gris—. Tienes suerte de que no me largue y me desentienda por no habérmelo contado desde el principio. Si alguien de mi equipo hubiera muerto te aseguro que tú le hubieras seguido después de pasar por un sufrimiento indescriptible. La runa que te marqué en el brazo no es más que una caricia. El dolor que puedo infligir a tu alma no se puede comparar con ningún tormento físico. Te recomiendo que no me pongas a prueba en eso.