La Biblioteca De Los Muertos (40 page)

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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Misterio y suspense

BOOK: La Biblioteca De Los Muertos
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La casa de los abuelos de Nancy se encontraba en una calle tranquila de casitas tamaño postal de Forest Hills. Su abuelo tenía Alzheimer y estaba en una casa de acogida; su abuela, tomándose un respiro en casa de una nieta que tenía en Florida. El viejo Ford Taurus del abuelo estaba aparcado en el garaje que había tras la casa, por si acaso se encontraba una cura, bromeó Nancy con humor negro. Llegaron al atardecer y aparcaron frente a la casa. Las llaves del garaje estaban bajo un ladrillo; las llaves del coche, dentro del garaje, bajo una lata de pintura. El resto dependía de Will.

El se inclinó y la besó; se quedaron abrazados un largo rato, como una pareja en el autocine.

—Tal vez deberíamos entrar —soltó Will.

Ella le golpeó juguetonamente la frente con los nudillos.

—¡No voy a colarme en casa de mi abuela para echar un polvo!

—¿Es mala idea?

—Malísima. Además, te entraría sueño.

—Eso no estaría bien.

—No, no estaría bien. Llámame en cada parada que hagas en el camino, ¿vale?

—Vale.

—¿Tendrás cuidado?

—Sí.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Hoy ha pasado algo en el trabajo que no te he contado —le dijo dándole un último beso— John Mueller ha estado por allí unas horas. Sue nos ha puesto juntos para que trabajemos en los robos de bancos de Brooklyn. He hablado con él un rato y... ¿sabes qué?

—¿Qué?

—Creo que es gilipollas.

Will rió, alzó el pulgar y abrió la puerta del coche. —Entonces mi trabajo aquí ya está hecho.

Mark estaba nervioso. ¿Por qué había accedido a ir si estaba de vacaciones?

No era lo suficientemente rápido ni fuerte para plantarle cara a las situaciones él solo. Siempre había sido el perrito faldero de sus padres, profesores y jefes, siempre complaciente y temiendo defraudar. No quería abandonar el hotel y explotar esa burbuja en la que vivían Kerry y él.

Ella estaba en el cuarto de baño, preparándose para salir. Habían planeado una noche por todo lo alto: cena en Rubochon's en la mansión MGM, un poco de blackjack y, ya de vuelta en el Venetian, unas copas en el Tao Beach Club. Tendría que acostarse temprano e ir directamente al aeropuerto, probablemente no se sentiría demasiado bien cuando amaneciera, pero ¿qué otra cosa podría hacer en ese momento? Si no aparecía, saltarían todas las alarmas.

Vestido ya para la noche e inquieto, se conectó a internet usando la línea de alta velocidad del hotel. Meneó la cabeza: otro correo de Elder. Aquel hombre le estaba dejando seco, pero un trato era un trato. Tal vez se había quedado corto pidiéndole cinco millones de dólares. Quizá tuviera que sangrarle otros cinco dentro de unos meses. ¿Qué podía hacer el tipo? ¿Decir que no?

Mientras Mark trabajaba con la nueva lista de Elder, el equipo de Malcolm Frazier estaba en Alerta Alfa: turno durmiendo en catres y alimentándose con comida fría. Si los malos humos ya los llevaban de serie, la perspectiva de pasar una noche lejos de sus esposas y novias les hacía sentirse desgraciados. Frazier incluso había obligado a Rebecca Rosenberg a que pasara allí la noche, una novedad. Aquella situación la tenía fuera de sí, estaba hecha polvo.

Frazier señaló su monitor con irritación.

—Mira. Otra vez está en ese portal codificado. ¿Por qué demonios no podéis traspasar eso? ¿Cuánto vais a tardar? Ni siquiera sabemos quién está al otro lado.

Rosenberg lo fulminó con la mirada. Estaba viendo exactamente lo mismo que él en su propia pantalla.

—¡Es uno de los mejores científicos en seguridad informática del país!

—Pues tú eres su jefa, así que traspasa el maldito código, ¿vale? ¿Qué van a decir si tenemos que pasarle esto a la Agencia de Seguridad Nacional? Se supone que eres la mejor, ¿recuerdas?

Rosenberg soltó un chillido de frustración y los hombres que había en la sala se sobresaltaron.

—¡El mejor es Mark Shackleton! ¡Yo solo le firmo las fichas de entrada y de salida! ¡Cállate y déjame hacer mi trabajo!

Mark casi había terminado ya con su correo electrónico cuando la puerta del cuarto de baño se abrió un poco y oyó la voz cantarina de Kerry.

—¡Ya me queda poco!

—Ojalá no tuviera que volver mañana al trabajo —dijo él por encima del sonido de la televisión.

—Sí. Ojalá.

Pulsó el botón de silencio. A ella le gustaba hablar desde el cuarto de baño.

—Igual podemos reservar para el próximo fin de semana.

—Sería estupendo. —El agua del grifo corrió durante un segundo, luego paró—. ¿Sabes lo que también sería estupendo?

Él se desconectó y guardó el ordenador en su funda.

—¿Qué?

—Que el próximo fin de semana fuéramos juntos a Los Ángeles, tú y yo. Vamos, que los dos queremos vivir allí. Ahora que has conseguido todo ese dinero, podrías dejar tu estúpido trabajo con los ovnis y dedicarte a escribir guiones de cine, y yo podría dejar mi estúpido trabajo de acompañante y mi estúpido trabajo con las vasectomías y ser actriz, igual hasta una actriz de las de verdad. Podríamos ir a buscar casa el fin de semana que viene. ¿Qué me dices? Lo pasaríamos bien.

La cara de Will Piper ocupaba toda la pantalla de plasma. «¡Dios! —pensó Mark—. ¡Es la segunda vez en dos días!»Volvió a dar sonido a la tele.

—¿Me has oído? ¿No te parece que lo pasaríamos bien?

—¡Espera un segundo, Kerry, enseguida estoy contigo!

Escuchó los informativos aterrorizado. Sentía como si una boa constrictor se le hubiera enroscado alrededor del pecho y le estuviera apretando hasta cortarle la respiración. ¿El día anterior alardeaba de que tenía nuevas pistas y de pronto se había convertido en un fugitivo? ¿Y que le llamaran estando de vacaciones era pura coincidencia? Sus doscientos puntos de coeficiente intelectual se pusieron a remar en la misma dirección.

—Mierda, mierda, mierda, mierda...

—¿Qué dices, cariño?

—¡Ahora estoy contigo!

Cuando cogió de nuevo el portátil, las manos le temblaban como si tuviera malaria.

Nunca había querido hacer eso. En Área 51 había un montón de gente que había sentido la tentación, para eso estaban los vigilantes, para eso eran sus algoritmos, pero él no era como el resto. El era del tipo «esto es lo que hay». Y ahora necesitaba desesperadamente saber. Introdujo su contraseña y se registró en la base de datos pirateada que tenía almacenada en su disco duro. Tenía que trabajar con rapidez. Si se paraba a pensar en lo que estaba haciendo lo mandaría todo al garete.

Comenzó a introducir nombres.

Kerry salió del cuarto de baño, iba de punta en blanco con un provocativo vestido rojo y su nuevo reloj resplandeciendo en su muñeca.

—¡Mark! ¿Qué te pasa?

Tenía el ordenador cerrado en su regazo pero berreaba como un niño pequeño, sollozos de los que encogen el corazón y torrentes de lágrimas. Ella se arrodilló junto a él y le rodeó con sus brazos.

—¿Estás bien, cariño?

Mark sacudió la cabeza.

—¿Qué ha pasado?

Tenía que pensar rápido.

—Me han enviado un correo. Mi tía ha muerto.

—¡Oh, cariño, lo siento mucho! —Mark se levantó; temblaba, no, era más que eso: le faltó poco para desmayarse. Ella se puso en pie con él y le dio un abrazo enorme, lo cual impidió que Mark se cayera de espaldas—. ¿Ha sido así, de improviso?

Asintió con un gesto e intentó secarse las lágrimas con la mano. Kerry fue a buscar un pañuelo, volvió corriendo junto a él y le limpió la cara como lo haría una madre con un niño desvalido.

—Escucha, tengo una idea —dijo él como un autómata—. Iremos a Los Ángeles esta noche. Ahora mismo. En coche. Mi coche se calienta mucho. Iremos en el tuyo. Mañana compraremos una casa, ¿vale? En las colinas de Hollywood, donde viven los escritores y los actores. ¿Vale? ¿Puedes hacer las maletas?

Ella se lo quedó mirando, preocupada y perpleja.

—¿Estás seguro de que quieres ir ahora mismo, Mark? Acabas de sufrir un shock. ¿Y si esperamos a mañana?

Marx dio un zapatazo en el suelo y gritó como lo haría un crío:

—¡No! ¡No quiero esperar! ¡Quiero ir ahora! Ella dio un paso atrás.

—¿Por qué tanta prisa, cariño? —Kerry comenzaba a asustarse.

Estuvo a punto de volver a echarse a llorar, pero consiguió controlarse. Respirando profundamente a través de sus bloqueadas fosas nasales, guardó su portátil y apagó el teléfono móvil.

—Porque la vida es muy corta, Kerry. Joder, es demasiado corta.

30 de julio de 2009, Los Ángeles

Desde la habitación se veía Rodeo Drive. Mark estaba de pie junto a la ventana, enfundado en un albornoz del hotel, observando con pesar a través de las cortinas entreabiertas los coches de lujo que llegaban hasta Rodeo desde Wilshire. El sol aún no estaba lo bastante alto para que desapareciese la bruma matinal, pero daba la impresión de que sería un día perfecto. Aquella suite en la planta catorce del hotel Berverly Wilshire costaba dos mil quinientos dólares la noche, que había pagado al contado para hacérselo un poco más difícil a los vigilantes. Pero ¿a quién quería engañar? Buscó el teléfono de Kerry en su bolso. Se lo había apagado durante el viaje, mientras ella conducía, y seguía apagado. Seguramente ya la tenían en su radar, pero estaba intentando ganar tiempo. Un tiempo precioso.

Habían llegado tarde, tras un largo trayecto a través del desierto durante el cual ninguno de los dos habló mucho. No había tiempo para planear las cosas, pero quería que todo saliera a la perfección. Su mente retrocedió a cuando tenía siete años: se había levantado antes que sus padres y les preparó el desayuno por primera vez en su vida; distribuyó los cereales, cortó plátanos en rodajas, hizo equilibrios con una bandeja llena de cuencos, cubiertos y vasitos con zumo de naranja y, orgulloso de sí mismo, se lo sirvió en la cama. Aquel día había querido que todo fuera perfecto, y una vez que todo salió bien estuvo semanas queriendo oír sus elogios. Si se mantenía alerta, tal vez ese día también saliera todo bien.

Al llegar tomaron chuletas y champán. Para el desayuno habían pedido más champán, tortitas y fresas. En una hora se reunirían con un agente inmobiliario en el vestíbulo y pasarían la tarde a la caza de una vivienda. Mark quería que ella fuera feliz.

—Kerry...

Ella se removió bajo las sábanas y él la llamó otra vez, un poquito más alto.

—Hola —dijo ella contra la almohada.

—El desayuno está de camino, con mimosas.

—¿No acabamos de comer?

—Hace un siglo ya de eso. ¿No quieres levantarte?

—Vale. ¿Les has dicho ya que no irás a trabajar?

—Ya lo saben.

—Mark...

—¿Sí?

—Anoche te comportaste de una manera un tanto extraña.

—Lo sé.

—¿Te comportarás normal hoy?

—Sí.

—¿De verdad vamos a comprarnos la casa hoy?

—Si ves una que te guste, sí.

Kerry se incorporó sobre los codos; una sonrisa le iluminaba la cara.

—Bueno, mi día ha empezado bastante bien. Acércate, quiero que el tuyo también empiece bien.

Will había conducido durante toda la noche y ahora estaba atravesando la llanura de Ohio, corriendo hacia el amanecer y esperando poder pasarla sin sobresaltos, evitando las trampas de velocidad y a la policía del estado. Sabía que tendría que parar a dormir. Elegiría bien los sitios —moteles de mala muerte junto a la autopista—, pagaría en metálico, descansaría cuatro horas aquí, otras seis allí, nunca más de eso. Quería llegar a Las Vegas el viernes por la noche y estropearle el fin de semana a aquel hijo de puta.

No recordaba cuándo había sido la última vez que había pasado toda una noche en acción, especialmente una noche sin alcohol, y no le sentaba nada bien. Tenía ganas de beber, de dormir y de hacer algo que apaciguara su indignación y su rabia. Agarraba el volante tan fuerte que le daban calambres en las manos. Le dolía el tobillo derecho porque aquel viejo Taurus no tenía control de velocidad automático. Tenía los ojos secos y enrojecidos. Le dolía la vejiga debido al último café largo que se había tomado. Lo único que le ofrecía algo de consuelo era aquella rosa roja de los Lipinski, saludable y carnosa, que había puesto en un botellín de agua en el reposavasos.

Malcolm Frazier salió del centro de operaciones en mitad de la noche para darse un paseo y despejarse. Pensó que la última noticia que tenían era increíble. Acojonantemente increíble. Y esa abominación había ocurrido bajo su vigilancia. Si sobrevivía a esto —si sobrevivían a esto—, estaría testificando en las vistas a puerta cerrada del Pentágono hasta que tuviera cien años.

El estado de crisis había empezado en el momento en que Shackleton apagó su teléfono móvil y perdieron a la presa. Todo un equipo se había presentado en el Venetian, pero él se había ido, había dejado su Corvette en el garaje y la cuenta sin pagar.

Lo que siguió fue una hora de lo más oscura, hasta que fueron capaces de darle la vuelta al asunto. Había estado allí con una mujer, una morena atractiva; según el conserje, era como una de las muchas mujeres de compañía que rondaban el hotel. Accedieron a las llamadas realizadas desde el móvil de Shackleton y encontraron una decena dirigidas a una tal Kerry Hightower, la cual encajaba con la descripción de esa mujer.

El móvil de Hightower estuvo enviando señales desde las torres de telefonía de la carretera interestatal número 15 en dirección oeste, hasta que expiraron a unos veinticinco kilómetros de Barstow. Todo apuntaba a que Los Ángeles era el destino más probable. Pasaron la descripción del coche de Kerry y su número de matrícula a las patrullas de la autopista de California y a las comisarías locales; más tarde, tras una investigación posterior a la acción, se enteraron de que el Toyota de Kerry había estado en el taller todo ese tiempo y que conducía uno de alquiler.

Rebecca Rosenberg estaba comiéndose una barrita de chocolate (la tercera desde la medianoche) cuando de repente traspasó el encriptado de Shackleton y casi se ahogó con un pegote de caramelo. Salió deprisa de su laboratorio, corrió torpemente por el pasillo hasta el centro de operaciones e irrumpió entre los vigilantes con su pelo afrosesentero (en versión chica blanca) botando sobre sus hombros.

—¡Ha estado pasando información del Departamento de Defensa a una compañía! —jadeó.

Frazier estaba ya en su ordenador. Se giró hacia ella; parecía a punto de vomitar. Ya no podía pasar nada peor.

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