La biblioteca de oro (13 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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Dio un golpecito en la puerta, y Peggy Doty abrió al instante. La cosa tenía explicación: Peggy se disponía a salir. Llevaba un abrigo largo de lana, y junto a ella, en el suelo, había una maleta. El apartamento estaba a oscuras y en silencio, lo que indicaba que allí no había nadie más.

Preston tuvo que decidir lo que haría. Cuando era mucho más joven, la habría amenazado para que le dijera dónde estaba Eva Blake. Pero aquella mujer tenía un aspecto inteligente y templado que hizo comprender a Preston que podría mentir; y si la mataba demasiado pronto, ya no podría volver para exigirle la verdad.

Adoptó una sonrisa calurosa.

—Usted debe de ser Peggy Doty. Yo soy amigo de Eva. Me llamo Gary Frank. Me alegro de haber llegado a tiempo.

Peggy frunció el ceño.

—Se lo agradezco mucho, señor Frank, pero ya he llamado a un taxi.

Era una mujer pequeña, de cabello castaño corto y gafas que se le deslizaban por la nariz. Tenía la cara franca, cara de persona a la que apreciaban automáticamente los demás.

—Llámame Gary, por favor.

En vista de que Peggy no le había preguntado cómo sabía Eva Blake que se marchaba, resultaba evidente que las dos estaban en contacto.

—Vives en un barrio estupendo. ¿No transcurren en Clenkerwell algunas novelas de Peter Ackroyd y de Charles Dickens? —le dijo, con un guiño de complicidad—. Soy comerciante de libros usados.

A ella se le iluminó el rostro.

—Sí, así es. Debes de estar pensando en
Los cuentos de Clerkenwell
de Ackroyd. Es una obra de ficción estupenda sobre el Londres del siglo XIV. También vivía aquí el empleado del banco Tellson, de
Historia de dos ciudades
. Se llamaba Jarvis Lorry. Y la guarida de Fagin también estaba en la zona de Clerkenwell.

—Oliver Twist
es uno de mis favoritos. Eva me ha dicho que trabajas en la Biblioteca Británica. Me gustaría que me contaras lo que haces. Déjame que te lleve en mi coche, por favor.

Peggy vaciló.

Él cortó el silencio.

—¿Dijiste a Eva que ibas a llamar a un taxi?

Ella suspiró.

—No, no se lo dije. De acuerdo. Es un gran favor por tu parte.

Él tomó su maleta, y se pusieron en camino.

Preston, con Peggy Doty a su lado, llevaba el coche hacia el sur, dirigiéndose al hotel de Chelsea donde Peggy iba a reunirse con Eva Blake. Eva podía estar allí ya, y a él le interesaba llegar acompañado de aquella morenita para poder acceder a la habitación sin llamar la atención.

—Entonces, ¿a ti también te ha parecido que Eva estaba alterada? —le preguntó para sondearla.

Ella llevaba las manos unidas en su regazo, pálidas por contraste con su abrigo azul medianoche.

—Dice que su difunto marido está vivo. Que, de hecho, lo ha visto. ¿No te parece increíble? Espero que haya vuelto en su sano juicio cuando lleguemos.

—Estoy seguro de que sí —dijo él; y siguieron adelante en silencio.

Por fin, aparcó, se caló la visera de la gorra cubriéndose bien los ojos y entró con ella en el hotel, llevándole la maleta. Cuando firmó en el registro, él observó que era diestra.

—¿Ha llegado ya la señora Blake? —preguntó Peggy.

—Todavía no, señorita.

Ella torció el gesto. Subieron en ascensor hasta la habitación de ella. Estaba llena de cretonas pretenciosas y de esos dibujos espantosos de caballos en colinas que se ven en los hoteles para turistas de Londres.

Peggy recorrió con la vista la habitación vacía.

—Ya debería haber llegado, Gary.

Él dejó la maleta de Peggy en el soporte.

—¿No se habrá pasado antes por algún otro sitio?

—La llamaré.

Peggy marcó un número en su teléfono móvil y se puso a la escucha cada vez más seria. Dijo por fin:

—Eva, soy Peggy. ¿Dónde estás? Llámame en cuanto oigas el mensaje.

Colgó.

—¿Estaba con alguien cuando hablasteis? Puede que hayan ido juntos a alguna parte.

—Lo único que oí fue un fondo ruidoso. Espero que esté bien —dijo Peggy, soltando un hondo suspiro.

Había llegado el momento. Por fortuna, con lo que había descubierto por medio de Peggy, ya disponía de un modo de liquidar a Eva Blake.

—Peggy, quiero decirte que eres una mujer agradable.

Ella lo miró con expresión de sorpresa.

—Gracias.

—Y que esto no es más que mi oficio.

Se inclinó rápidamente y extrajo de la funda del tobillo la pistola de dos tiros, imposible de identificar.

Ella, mirando fijamente la pistola, dio un paso atrás.

—¿Qué haces…?

Él se adelantó y la asió de los hombros. Su cuerpo era ligero.

—Haré que sea rápido.

—¡No!

Ella se resistió, golpeándole el abrigo con los puños.

Él le apoyó la pistola bajo la barbilla y disparó. Hubo una explosión de fragmentos de cráneo y de materia cerebral. La sostuvo un momento y la dejó caer después al suelo, desmadejada bajo su gran abrigo.

Se puso unos guantes de látex y se limpió la chaqueta negra con los pañuelos especiales que llevaba siempre encima. Mientras limpiaba la pistola, escuchó junto a la puerta. No se oía ningún ruido en el pasillo. Volvió aprisa junto a ella, le puso las dos manos alrededor de la empuñadura y del cañón de la pistola, y después le metió la empuñadura en la mano derecha e hizo que la apretara con los dedos.

Se apoderó del teléfono móvil de Peggy y, después de sopesar las posibilidades, llegó a la conclusión de que los investigadores de la Policía sospecharían si no lo encontraban. Memorizó el número de móvil de Eva Blake, apagó el teléfono de Peggy y lo dejó en el bolsillo del abrigo de ella. Después, limpió el asa de su maleta, y asiéndola con el mismo pañuelo con que la había limpiado la llevó hasta Peggy, le apretó sobre el asa una mano y después la otra y volvió a dejar la maleta en el soporte.

En el exterior, la noche parecía templada y acogedora. Mientras bajaba caminando por la calle transitada, Preston llamó con su móvil a sus hombres de Londres.

—Eva Blake va a llegar de aquí a poco rato a esta dirección.

Les comunicó el nombre y dirección del hotel y el número de la habitación.

—Acabad con ella.

Parecía como si en la habitación del hotel Le Méridien hubiera descendido la temperatura en cinco grados. En cuanto se hubo marchado Preston, Charles sacó la Glock y la dejó sobre la mesa de café, junto al
Libro de los Espías
. Observó a Robin, que hacía el equipaje, recogiendo meticulosamente las cosas de los dos. Estaba helado, y le dolían las manos de tanto apretarlas. Le parecía como si se estuviera hundiendo el mundo a su alrededor.

—No estás enfadado conmigo, ¿verdad, Charles? —le preguntó ella por fin.

—Claro que no. Tenías razón. Preston localizará a Eva y se ocupará del problema. Se te ha olvidado hacer un escaneado del manuscrito.

—Debo de estar un poco trastornada.

Abrió la cremallera de la maleta y sacó el detector, del tamaño de un llavero. Tenía una antena telescópica que localizaba las cámaras inalámbricas, los micrófonos y los chips de seguimiento ocultos. En cuanto lo hubo activado, se encendió una luz roja de aviso.

Charles soltó una exclamación y se incorporó en su asiento.

Robin, frunciendo el ceño, recorrió la habitación en busca del origen de la señal. Cuando se aproximó al
Libro de los Espías
, la luz parpadeó más aprisa.

—Oh, no —dijo Robin, con tensión en el rostro.

Desplazó el detector sobre la cubierta del manuscrito iluminado hasta que la luz dejó de parpadear. Señalaba una de las esmeraldas que bordeaban la cubierta de oro del libro.

Consultó la pantalla digital del aparato.

—Dice que en esta esmeralda hay un chip de seguimiento.

Consternada, miró a Charles.

—Puede que lo pusieran los del museo o los de la Colección Rosenwald, como medida de seguridad —dijo él—. No; es una locura. Jamás vulnerarían una cosa tan preciosa como es el
Libro de los Espías
. Ha tenido que ser otro; pero ¿quién?

—¿Qué hacemos? ¿Cómo vamos a arrancar una de las joyas? Destruiríamos la integridad del libro. Sería un sacrilegio.

Los dos bajaron la vista hacia el manuscrito.

Por fin, Charles tomó una decisión.

—Ya ha quedado destruida la integridad, porque esa esmeralda no puede ser auténtica.

Sacó su navaja de bolsillo y arrancó la joya falsa, dejando un gran agujero en el marco perfecto de gemas verdes.

—Queda horrible —se lamentó ella.

Él asintió con la cabeza, asqueado; después, se incorporó de un salto y corrió al baño. Echó el chip al retrete y tiró de la cadena.

CAPÍTULO
15

Judd Ryder estaba confuso. Caminó hacia el oeste, bajando por el ancho bulevar por delante del hotel Le Méridien, y atravesó Piccadilly Place y después Swallow Street, observando el tráfico. Según su aparato electrónico de seguimiento, el
Libro de los Espías
estaba en el centro del bulevar y seguía desplazándose, pero más deprisa que los vehículos. ¿Cómo era posible? Comprobó la altitud… y profirió una maldición.

El chip estaba bajo el nivel del suelo. Por debajo del bulevar transcurrían alcantarillas. Quien tuviera el
Libro de los Espías
había echado al desagüe el chip que le había montado Tucker.

Dio media vuelta. Era posible que el libro siguiera en el hotel. Mientras volvía aprisa sobre sus pasos, sacó su ordenador manual SME-PED («dispositivo electrónico portátil para entorno móvil seguro»). Con él, podía enviar correos electrónicos clasificados, acceder a redes reservadas y hacer llamadas telefónicas de alto secreto. Este aparato, creado bajo las directrices de la Agencia Nacional de Seguridad, tenía el aspecto corriente de una BlackBerry; y, tanto si estaba funcionando en modo seguro como en modo no seguro, podía manejarse como cualquier teléfono inteligente con acceso a internet.

Con el aparato en modo seguro, pulsó el botón de acceso a la línea directa de Tucker Andersen, en la sede central de Catapult.

—Esperaba noticias tuyas, Judd —dijo Tucker—. ¿Qué has descubierto?

Cruzó Piccadilly Street para llegar a un lugar desde donde pudiera vigilar la entrada del hotel. Se apostó entre las sombras.

—Tengo que darte una noticia bomba. Charles Sherback no murió en aquel accidente. Sigue vivo y coleando.

Le contó lo que había pasado en el museo, cómo había seguido a Eva Blake desde la comisaría y cómo había visto el intento de Sherback de atropellarla.

—En resumidas cuentas, lo de plantar el
Libro de los Espías
como cebo ha dado resultado. Han picado. Pero todavía no tengo ni la menor idea de qué significa lo de que Sherback siga vivo. Hay otro tropiezo grande… Han robado el
Libro de los Espías
, y los ladrones han tirado el chip.

Tucker alzó la voz.

—¿No sabes dónde está el libro?

—Puede estar en el hotel Le Méridien. El chip estaba allí hasta hace pocos minutos. En el museo, Sherback estuvo haciendo fotos o un vídeo del libro, y tal como van las cosas me parece probable que ahora el libro esté con él o que él sepa dónde está. Según Eva Blake, se ha hecho cirugía estética. En cuanto cuelgue te enviaré por correo electrónico el vídeo que hice en la exposición de Rosenwald. Lo he señalado a él en el vídeo. Mira a ver si su cara nueva aparece en alguno de nuestros bancos de datos. Y entérate de quién está enterrado en su tumba, en Los Ángeles. Eso podría conducirnos hasta quien lo haya ayudado a desaparecer.

—Haré las dos cosas con carácter prioritario.

—También debes saber que tuve que decir a Blake que trabajo a tus órdenes, y tuve que explicarle la relación con mi padre y con la Biblioteca de Oro.

Hubo una pausa.

—Lo comprendo. ¿Qué opinas de ella?

—Parece que funciona tan bien como tú o como yo. Es inteligente, y es dura.

—Y también es guapa y es atlética. Y vulnerable. Es tu tipo en todos los sentidos. Que no te guste demasiado, Judd.

Ryder no dijo nada. Tucker se había documentado sobre él más de lo que se había figurado.

Ryder siguió hablando con voz brusca.

—Blake va a pasar la noche en un hotel. Si sigo haciendo algo más con ella o no, dependerá de lo que descubra ahora.

—Con suerte, podrás enviarla a su casa —concluyó Tucker—. Ha hecho un buen trabajo, pero no me gusta emplear a aficionados.

Ryder quería volver a verla, pero Tucker tenía razón. Sería mejor para ella que no la volviera a ver. Se le daba muy mal mantener con vida a las personas que apreciaba. Mientras pensaba en ello, consultó con el aparato de seguimiento la posición del segundo chip que vigilaba. También este se movía, pero no hacia Chelsea. Se dirigía al norte… ¿hacia él?

CAPÍTULO
16

Robin y Charles, con sus gabardinas negras puestas, bajaron en ascensor al garaje del hotel. De allí subieron por una rampa de acceso a un tenebroso callejón adoquinado. Robin, que tiraba de la maleta grande de equipaje de mano con ruedas de ambos, echó una mirada a Charles, que estaba apuesto e intenso. Charles llevaba la mochila en la que iba protegido el
Libro de los Espías
; se aferraba con las manos a las correas de la mochila con gesto posesivo.

Salieron al bulevar, lejos del amplio hotel y de sus luces brillantes. Siguieron adelante juntos hasta que se detuvieron en el lugar donde Preston les había dicho que esperaran.

—Esperaba que Preston ya estuviera aquí —dijo Charles, mirando con atención el tráfico—. Puede que haya tardado más tiempo de lo que pensaba en encontrar a Peggy.

—¿Estás bien?

Él le tomó la mano y se la besó.

—Yo estoy bien —le dijo—. ¿Y tú?

—Yo también estoy bien, cosa rara —dijo ella. Y lo decía de verdad.

Se había asentado dentro de ella una sensación de lo inevitable. No era solo que Preston se hubiera ocupado de la tarea de librarse de Eva, ni que albergara grandes esperanzas de que no se lo contaría al director, sino que había resurgido en ella algún recurso antiguo (valor, quizá, con un toque de temeridad) que le devolvía la confianza. Pasara lo que pasara, a ella se le ocurriría la manera de resolverlo.

Charles volvió la vista hacia ella.

—¿A ti te parece que Preston es un
abnormis sapiens crassaque Minerva? &mdash
;Un sabio heterodoxo, de genio sin cultivar.

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