Ella se volvió hacia él.
—No.
—De acuerdo. Judd, quítate los vaqueros y ven al baño. Vamos a empezar.
Se preguntó si Eva resultaría ser aprensiva.
Tomó unos guantes de látex estériles, algodón estéril, espray anestésico y jabón antiséptico. En el baño, dijo a Judd que se pusiera a horcajadas sobre el borde de la bañera. Ante los ojos de Eva, se puso los guantes, aplicó el espray anestésico, esperó, y echó después un chorrito del jabón antiséptico por dentro de la herida y alrededor de la misma, dando golpecitos y frotando con suavidad. Judd no profería sonido alguno, aunque Tucker sabía que debía de producirle un dolor infernal. Vertió vasos de agua sobre la herida, lavándola durante tres minutos. Después, secó a Judd el costado con algodón, y la pierna con una toalla. Levantó la vista hacia Eva. Esta observaba con atención.
Cuando volvieron al dormitorio, Judd se sentó en una silla y tragó más analgésicos. Tenía la cara pálida. Tucker le echó más espray anestésico, buscó entre los artículos de la farmacia una aguja del tamaño adecuado y la puso sobre la llama de una cerilla. Después de enhebrar hilo de sutura, le aplicó la crema antiséptica y puso también en el interior de la herida una línea gruesa de crema.
—Ahora toca más dolor —advirtió.
Judd asintió con la cabeza.
—Dale sin miedo —dijo.
—La idea es coser a una distancia de la herida equivalente a la profundidad de esta —dijo Judd a Eva—. Después, cortas el hilo y haces un nudo cada seis milímetros.
Oyó leves ruidos en la garganta de Judd mientras trabajaba, pero Judd no se movió. Cuando hubo terminado, el espía más joven tenía la cara empapada de sudor.
Judd soltó un suspiro hondo y alzó la vista hacia Eva. Esta le dedicó una sonrisa.
Tucker le aplicó con esparadrapo un grueso vendaje estéril.
—Vete a acostar —le ordenó.
Judd así lo hizo; se tendió en la cama, con la cabeza levantada por varias almohadas. Eva lo cubrió con la colcha de su propia cama.
—Pareces cómodo —le dijo.
—Lo estoy pasando bien —dijo él con una sonrisa; pero tenía la piel sudorosa y pálida.
—Bien —dijo Tucker—. Vamos al trabajo. Informadme.
Eva, tras situarse junto a la bolsa de viaje, contó la llamada telefónica de Robin, la reunión de Judd con ella en el Teatro de Dioniso, y cómo había huido Robin.
—Eva quitó a Robin la llave de la taquilla del metro —dijo Judd, mirando a Eva con orgullo—. Se la robó del bolsillo, tan bien que Robin ni se dio cuenta.
—¿Qué fue de Robin?
—No lo sabemos —dijo Eva, abriendo la bolsa de viaje—. No estaba con Preston cuando este llegó al metro con tres hombres.
—Sospecho que, después de haberle sacado la información de dónde tenía escondido el
Espías
, la mató —dijo Judd.
Los tres quedaron en silencio unos momentos.
—Un chico griego simpático me ayudó a llevar la bolsa de viaje en el metro —dijo Eva—. Judd y yo nos separamos, y terminamos el viaje a salvo. Pero, después, los hombres nos siguieron a la salida de la estación. Huíamos de ellos cuando Judd recibió el disparo. No sé con certeza cómo nos identificaron.
—Dudo que fuera por medios electrónicos —dijo Judd.
—Tiene razón —dijo ella—. Yo ya no tengo mi móvil, y Preston no pudo ponernos chips a ninguno de los dos. No llegó a acercarse lo suficiente en ningún momento.
—Lo sabría por algún tipo de entrenamiento —opinó Tucker.
Eva abrió la bolsa y extrajo con las dos manos un bulto cubierto de plástico de burbujas.
—Este es el
Libro de los Espías
—dijo. Lo llevó hasta su cama y retiró las capas de plástico—. Robin nos dijo que la biblioteca está en una isla desierta, desde la que solo se ve otra isla muy a lo lejos. Tres edificios, pistas de tenis, una piscina y un helipuerto. La llevaban desde Atenas por aire, encapuchada; eso, al menos, nos indica un radio. Lo malo es que se trata de un radio extenso. La isla podría estar en cualquier parte, desde el mar Negro hasta el Egeo, el Jónico o el Mediterráneo. Y hay un gran número de islas; Grecia tiene más de dos mil, muchas de las cuales son privadas. El otro dato que debes saber es que mañana por la noche se celebra el banquete anual de la biblioteca, por lo que en la isla, esté donde esté, habrá mucha seguridad.
Eva fue al baño y se lavó las manos.
Judd, moviéndose despacio, se sentó en el borde de la cama para ver cómo retiraba Eva las capas de polietileno transparente. Iba recobrando el color, y en la habitación empezaba a imponerse un sentimiento de esperanza. Tucker se instaló a su lado, inclinado hacia delante, con las manos unidas entre las rodillas. Por fin, solo quedaba la película de poliéster de archivo. Brillaba a través de ella la cubierta dorada del manuscrito iluminado.
Eva retiró la película.
—Ah —susurró.
Lo contemplaron, reducidos al silencio por el arte espectacular del oro de suave brillo, el puñal de perlas, la gota de sangre de rubíes, el borde de esmeraldas. Cuando Tucker había visto el libro por primera vez, lo había dejado atónito. Ahora, todavía lo impresionaba.
—Me parece increíble que quitases una esmeralda para poder poner un chip al libro, Tucker —lo riñó Eva.
—Todavía la tengo. Podemos volver a pegarla en su sitio.
—Es una profanación. Si no fuera porque el chip nos ayudó a encontrar el libro, estaría enfadadísima —dijo ella. Pero sonreía.
Tucker sonrió a su vez sin proponérselo.
—Soy un descreído; son gajes del oficio.
Eva se sentó en el suelo, cruzada de piernas, de espaldas a los dos hombres, vuelta hacia el libro.
—Dime, ¡oh,
Libro de los Espías
!, ¿en qué parte de tu interior se esconde el secreto de la Biblioteca de Oro?
Empezó a pasar las páginas despacio.
Estudiaron la sucesión de ilustraciones extravagantes, de hermosas letras cirílicas, de orlas imponentes. Al cabo de un rato, Tucker se levantó y se desperezó, y volvió a sentarse para concentrarse. Fueron pasando más páginas hasta que llegaron por fin al final del libro: cuatrocientas páginas de pergamino. No había nada fuera de lo común; ningún texto escrito moderno, ninguna señal de que se hubiera manipulado el libro en absoluto.
Tucker empezó a pasearse por la habitación.
—Antes de que llegaseis, estuve leyendo el cuaderno de Charles, con la esperanza de encontrar allí la solución —dijo.
—Lo sé. Los dos lo hemos estudiado también —dijo Eva. Se puso de pie y fue hasta los pantalones vaqueros de Judd, de los que sacó una cartera—. Es de Robin. Puede que nos mintiera cuando nos dijo que no sabía dónde está la biblioteca.
—Voy a llamar a la NSA —anunció Judd—. Pásame mi móvil, Eva, por favor.
Eva buscó en el bolsillo de la chaqueta de Judd y le llevó a la cama el móvil y la cartera. Mientras Judd hacía la llamada y daba una descripción de la isla, Eva extendió el contenido de la cartera: euros, una foto de Charles y una foto de Edimburgo. Tucker y Eva lo inspeccionaron todo atentamente, pero no encontraron nada que fuera de utilidad.
Judd concluyó la llamada.
—Me llamarán en cuanto tengan alguna información.
—¿Cómo te encuentras, Judd? —le preguntó Eva.
—Mejor. Francamente mejor —dijo Judd—. ¿Y si me dieras otro pelotazo de pastillas para el dolor?
Tucker, sacudiendo la cabeza ante la mentira de Judd, se las dio.
—Voy a encargar comida —dijo—. Tenemos que comer. Nos ayudará a pensar.
—Yo también tengo hambre —dijo Eva—. Me encantaría cenar con una botella de
retsina
. Ahora me voy a duchar.
Después de observar a Judd durante un momento, fue al baño y cerró la puerta.
Tucker tomó el teléfono.
—¿Qué quieres comer? —preguntó a Judd.
—Lo que sea. Tú pide.
Mientras Tucker hacía el pedido, Judd cerró el libro y examinó la encuadernación y el lomo. Por último, sacudió la cabeza y lo dejó. Después, volvió a echarse en la cama y se arropó con la colcha.
—Tenemos suerte de contar con Eva —dijo—. Ella sabe lo que hay que buscar.
—¿Cómo van las cosas entre ella y tú? —le preguntó Tucker.
—Bien.
—Eva te gusta.
—No en el sentido en que lo dices. No te preocupes. Nada de fraternizar.
Tucker recordó cómo había conocido él a su esposa.
—No lo decía en ese sentido.
—No voy a consentir nada que obstaculice la misión —dijo Judd. Se le endureció el gesto—. Mataron a mi padre.
—No lo olvido. También sé que perdiste en Irak a una mujer que era muy importante para ti. Casi te expulsaron del Ejército por haber ido a perseguir al que la mató.
Judd miró a Tucker sin alterarse.
—Eso fue hace mucho tiempo —dijo.
—¿De verdad?
Se abrió la puerta del baño y salió Eva, tan limpia que estaba reluciente. Parecía que le brillaban más los ojos azul cobalto y que su cuerpo delgado tenía más curvas. Irradiaba sexualidad, aunque no parecía ser consciente de ello.
—¿Ha llegado ya la cena? —preguntó—. Estoy muerta de hambre.
Miró a los dos hombres alegremente. Judd apartó la vista.
Más tarde, sentados a la mesa junto al radiador, comieron sepia a la plancha, recién traída del puerto de El Pireo, a pocos kilómetros de Atenas, acompañada de pilaf de champiñones, pimientos rojos y verdes asados y
kopanistopita
picante, empanadillas triangulares de pasta filo rellenas de queso con especias. El vino era
retsina
, como lo había pedido Eva.
—Sabe a resina de pino —dijo Tucker, haciendo girar la copa en la mano mientras inspeccionaba el color rojo oscuro del vino.
—Es el vino nacional de Grecia —dijo Eva—. Hacía años que no probaba uno tan bueno. El nombre y su sabor se deben a que los antiguos griegos ya sabían que el aire era el enemigo del vino y empleaban resina de pino para cerrar herméticamente las ánforas, e incluso la añadían al vino mismo.
—A mí también me gusta —dijo Judd, aunque apenas lo había probado—. ¿Cuál es la situación en Washington? —preguntó, dirigiéndose a Tucker.
Tucker dejó el tenedor en la mesa.
—Antes de despegar de Baltimore, hablé con Gloria. El tipo que intentó acabar conmigo está en el sótano de Catapult. Gloria consiguió llevarlo hasta allí sin que la viera nadie. Ella es la única que sabe lo que está pasando.
—Gracias a Dios que contamos con Gloria —dijo Judd—. Eva, vamos a hablar de Charles, de lo que te dijo en Londres. Puede que te diera alguna otra pista sobre la ubicación de la Biblioteca de Oro, pero que tú no la reconocieras entonces.
Eva repitió la conversación que había mantenido con Charles, mientras los dos hombres la escuchaban con atención. Cuando hubo terminado, se recostaron en sus asientos.
—Nada —dijo Tucker, sacudiendo la cabeza.
Siguieron analizando mientras terminaban de cenar. Después, Eva se sentó en su cama y volvió a repasar el
Libro de los Espías
. Llamaron de la NSA a Judd y le dieron una lista de cuatro islas en el Jónico, el Egeo y el Mediterráneo que se ceñían a la descripción de Robin, o se aproximaban a ella. Pero ¿cuál de las cuatro sería?
Cuando estaban repasando la lista, indecisos, sonó el móvil de Judd. Vieron cómo lo cogía de un tirón.
—Hola, Bash. ¿Qué ha pasado?
El rostro cuadrado de Judd se puso serio mientras escuchaba lo que le contaba el hombre de Catapult en Roma.
—Sigue con ello —le dijo por fin—. Dame novedades en cuanto sepas algo.
Tucker y Eva guardaban silencio. Era evidente que se trataba de malas noticias.
Cuando Judd hubo cortado la conexión, se lo contó:
—Yitzhak y Roberto están desaparecidos. Bash les llamaba todas las mañanas por si necesitaban algo, pero hoy no respondían. Fue a su apartamento. Estaba registrado, reventado. Al menos, no había sangre. Bash habló con los vecinos. Uno vio que Yitzhak y Roberto se marchaban con dos hombres que se ciñen a la descripción de dos de los
limpiadores
que estaban ante la casa de Yitzhak cuando nos atacaron los Charbonier. Después, Bash habló con la universidad en la que ejerce Yitzhak de profesor. La secretaria del departamento le dijo que el profesor había llamado por teléfono ayer para pedirle que buscase a un sustituto para sus clases, porque él se iba de la ciudad. La secretaria había recibido un paquete de la Biblioteca Vaticana para el profesor, y se lo había enviado por medio de un estudiante. Yitzhak esperó al estudiante ante una
trattoria
. Fue la última vez que lo vio nadie de la universidad.
—No —dijo Eva.
—Dios santo —dijo Tucker, echándose hacia atrás en su asiento—. Los tienen los de la Biblioteca de Oro.
Había anochecido. Solo eran las diez, pero el Alexander’s ya estaba lleno de parroquianos a rebosar. Los taburetes de cuero estaban todos ocupados, y había más personas de pie detrás de ellos, bebiendo. El Alexander’s, calificado por la revista
Forbes
como el mejor bar de hotel del mundo, lucía mesas de mármol, anchas palmeras, y un tapiz del siglo XVIII que representaba a Alejandro Magno victorioso, expuesto en la pared que estaba detrás de la larga barra. Naturalmente, la clientela era de lo mejor de la ciudad y de fuera. Los olores de los ricos licores y de los perfumes de diseño aromatizaban el aire.
Martin Chapman bebía Loch Dhu, el único
whisky
negro con regusto suave a carbón vegetal. Paladeó su rico sabor, sintió su calor. Después de haber cenado en el Churchill’s con su esposa y con Keith y Cecilia Dunbar (inversores en los centros comerciales que construía en Moscú Chapman y Asociados), los cuatro se habían trasladado a un lugar central del bar, para dejarse ver. Chapman calculó que a aquella mesa estaban sentados unos treinta mil millones de dólares.
—Ah, no —decía Keith—. Las Caimán puede que estén bien para los indocumentados. Pero yo prefiero con mucho tener mi dinero en Liechtenstein.
—¿Y qué te parecen las islas británicas del canal de la Mancha? —preguntó Shelly, echando una mirada a Chapman, para demostrarle que también ella sabía alguna cosa.
Pero cuando Keith empezaba a explicarle la cuestión, vibró el teléfono de Chapman. Este miró la pantalla y vio que le llamaba Preston. Pidió disculpas y se apartó entre la multitud, sintiendo que se le clavaba en la espalda una mirada oscura de Shelly.